Del Evangelio de Marcos 10, 46b-52
Domund 2021

En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego Bartimeo (el hijo de Timeo) estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar:
– Hijo de David, ten compasión de mí.
Muchos le regañaban para que se callara. Pero él gritaba más:
– Hijo de David, ten compasión de mí.
Jesús se detuvo y dijo:
– Llamadlo.
Llamaron al ciego diciéndole:
– Ánimo, levántate, que te llama.
Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús.
Jesús le dijo:
– ¿Qué quieres que haga por ti?
El ciego le contestó:
– Maestro, que pueda ver.
Jesús le dijo:
– Anda, tu fe te ha curado.
Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.

UNA FE QUE TRANSFORMA Y LIBERA
Lo impresionante de las curaciones de Jesús no está en que realice un gesto milagroso, una acción que parece romper las leyes de la naturaleza o cuestione las razones de las ciencias. Su fuerza está en su capacidad de propiciar un encuentro entrañable que hace que la persona herida por el sufrimiento pueda reconstruir su vida y pueda encontrarse a Dios acompañando ese proceso.
Sin duda, en las culturas de la antigüedad el modo de expresar, conceptualizar o comprender la enfermedad o los límites que impone la naturaleza es muy diferente al que en la actualidad tenemos, pero eso no disminuye el valor del relato y la novedad de la forma de actuar de Jesús con quien entra en relación con él.
En el mundo antiguo la enfermedad no era tanto una cuestión médica sino una cuestión social. Quien padecía cualquier dolencia o discapacidad era considerado impuro y por tanto se le excluía de la vida del grupo (Lev 21, 16-24). Desde esta manera de entender la enfermedad, la curación no dependía tanto de una actuación sobre los síntomas físicos, sino de un proceso de transformación de la vida total de la persona enferma que le permitiese volver a formar parte de la comunidad. Este proceso de curación pasaba por la aceptación de la actuación del sanador que mediaba el proceso que posibilitase la recuperación de la salud y la integración de la persona a la vida social y comunitaria.
Teniendo en cuenta este contexto, Jesús aparece como un sanador con unas características únicas que lo muestran curando a través de su palabra y del tacto, lo que lo separa de otros sanadores tradicionales que utilizan fórmulas, ritos, remedios. Jesús pone en el horizonte de su actuar la voluntad liberadora y restauradora de Dios. De hecho, los evangelios no subrayan, en primer lugar, lo maravilloso de sus signos y curaciones sino la invitación a descubrir en ellos a Dios y a vincularse a su proyecto[1]
El grito de esperanza de Bartimeo
El relato de la curación del ciego Bartimeo ejemplifica muy bien el modo de actuar de Jesús y como en ella se encarna la acción salvadora de Dios que busca recuperar la vida de quien sufre y está hundido por el mal.
A Bartimeo se le presenta en el relato, sentado al borde del camino. Un lugar que expresa no solo un espacio físico, sino su condición impura y marginal. Ahí, sobrevive gracias a las limosnas que recibe porque nadie se hace cargo de él. Ese lugar en el que está no le permite acercarse al grupo que pasa por el camino y necesita gritar para que Jesús, que camina rodeado de gente, pueda escucharle. Desde el grupo que acompaña a Jesús intentan que se calle porque, posiblemente, consideran que su voz no es digna de ser escuchada por el maestro y sanador, pero el ciego insiste en reclamar la atención de Jesús.
Sus palabras: “Hijo de David ten compasión de mí” expresan su esperanza y su fe en que Jesús puede sanarlo y reincorporarlo al camino comunitario. Bartimeo no ve solo en Jesús un sanador, sino que reconoce en él al Mesías de Dios. Esa fe le da la fuerza para buscar el encuentro con él y recibir el regalo de ser sanado y salvado.
Tu fe te ha salvado
Jesús escucha el grito de Bartimeo, lo busca, lo reconoce y entra en diálogo con él. No se acerca al borde del camino para hablar con él, sino que le pide a quienes lo acompañan que lo traigan al camino, que lo rescaten del espacio de impureza en el que está confinado. Este movimiento es ya un primer paso de inclusión y restauración social para esta persona.
Jesús no da por su puesta la necesidad del ciego, sino que le pregunta para poder escuchar de sus labios su necesidad. Con su pregunta lo reconoce en su dignidad y confía en su palabra. Sin duda para aquel hombre, poder expresar su sufrimiento, su impotencia, su carencia es comenzar a experimentar el cambio que está aconteciendo en su vida.
Jesús ante la respuesta de Bartimeo no hace ninguna acción que pudiese promover su curación física, sino que reconoce en su determinación y fe la acción salvadora de Dios que se expresa en su capacidad de volver a ver. De hecho, no le dice tu fe te ha curado, sino tu fe te ha salvado porque no se trata solo de poder ver con los ojos del cuerpo sino de poder ver con los ojos del corazón.
Le seguía por el camino
Cuando Bartimeo experimenta en su cuerpo y en su corazón la salvación de Dios, que lo restituye como persona y lo vincula de nuevo con su entorno, no vuelve a su lugar de origen, sino que se incorpora a la comunidad de Jesús. Porque se ha sentido liberado y reconstruido en su encuentro con Jesús, quiere también ser compañero en el proyecto salvador de Dios inaugurado por Jesús. Al seguirle por el camino, se incorpora a la comunidad del Reino como testigo del amor y perdón que Dios, el Abba de Jesús, ofrece a cada ser humano. Como seguidor de Jesús se compromete a vivir a su estilo, a vincularse con otros y otras como un ser humano nuevo, capaz de construir relaciones inclusivas y espacios sanadores.
El relato del encuentro entre Jesús y Bartimeo nos recuerda nuestro horizonte de seguimiento, nos invita a preguntarnos como construimos comunidad al estilo de Jesús y como seguimos colaborando en hacer posible que nadie se quede en el borde del camino, que nadie tenga que resignarse a vivirse estigmatizado o etiquetado porque sufre, no ha acertado en sus decisiones o sencillamente no responde a lo que esperamos de él o ella.
Carme Soto Varela
[1] Elisa Estévez, Mediadoras de sanación. Encuentros entre Jesús y las mujeres: Una nueva mirada, Universidad Comillas. San Pablo 2008, 170-173..

UN GRITO MOLESTO
Jesús sale de Jericó camino de Jerusalén. Va acompañado de sus discípulos y más gente. De pronto se escuchan unos gritos. Es un mendigo ciego que, desde el borde del camino, se dirige a Jesús: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!».
Su ceguera le impide disfrutar de la vida como los demás. Él nunca podrá peregrinar hasta Jerusalén. Además, le cerrarían las puertas del templo: los ciegos no podían entrar en el recinto sagrado. Excluido de la vida, marginado por la gente, olvidado por los representantes de Dios, solo le queda pedir compasión a Jesús.
Los discípulos y seguidores se irritan. Aquellos gritos interrumpen su marcha tranquila hacia Jerusalén. No pueden escuchar con paz las palabras de Jesús. Aquel pobre molesta. Hay que acallar sus gritos: Por eso «muchos le regañaban para que se callara».
La reacción de Jesús es muy diferente. No puede seguir su camino ignorando el sufrimiento de aquel hombre. «Se detiene», hace que todo el grupo se pare y les pide que llamen al ciego. Sus seguidores no pueden caminar tras él sin escuchar las llamadas de los que sufren.
La razón es sencilla. Lo dice Jesús de mil maneras, en parábolas, exhortaciones y dichos sueltos: el centro de la mirada y del corazón de Dios son los que sufren. Por eso él los acoge y se vuelca en ellos de manera preferente. Su vida es, antes que nada, para los maltratados por la vida o por las injusticias: los condenados a vivir sin esperanza.
Nos molestan los gritos de los que viven mal. Nos puede irritar encontrarlos continuamente en las páginas del evangelio. Pero no nos está permitido «mutilar» su mensaje. No hay Iglesia de Jesús sin escuchar a los que sufren.
Están en nuestro camino. Los podemos encontrar en cualquier momento. Muy cerca de nosotros o más lejos. Piden ayuda y compasión. La única postura cristiana es la de Jesús ante el ciego: «¿Qué quieres que haga por ti?». Esta debería ser la actitud de la Iglesia ante el mundo de los que sufren: ¿qué quieres que haga por ti?
José Antonio Pagola
Publicado en www.gruposdejesus.com
QUEREMOS VER
Aunque en ocasiones no lo parezca, uno de los anhelos humanos más profundos es el de “ver”. Esto no niega -como suele ocurrir también con otras aspiraciones- que ese anhelo esté aletargado, olvidado, ignorado…, mientras vivimos entretenidos en otras cosas, en las que buscamos compensación a nuestro vacío. Pero el anhelo sigue ahí, por lo que, a poco que nos detengamos, podremos oír un suave susurro: “Quiero ver”.
Ver significa comprender en profundidad. No se trata de una comprensión intelectual o mental, sino profunda, experiencial o vivencial, que se plasma en una certeza básica: la certeza de ser, que nos permite reconocernos en nuestra verdadera identidad: somos vida experimentándose en una persona particular.
En esa comprensión radica todo, porque todo fluye de ella. Lo que nace del voluntarismo tiene un recorrido muy corto, con el riesgo añadido de romper o “quemar” a la persona. De la comprensión nace un movimiento ajustado y autosostenido, que nos permite vivir de manera sabia. Porque, en último término, de eso se trata: de vivir con sabiduría, es decir, a partir de la comprensión de lo que realmente somos.
¿Cómo podemos ver? Paradójicamente, la comprensión de la que hablamos no se halla al alcance de la mente, tal como expresara certeramente Jiddu Krishnamurti: “Solo una mente en silencio puede ver la verdad, no una mente que se esfuerza por verla”. El motivo es simple: la mente solo puede captar objetos, pero se le escapa todo lo que trasciende el nivel de las apariencias.
¿Qué cabe hacer? Algo sencillo en sí mismo pero que, sobre todo al principio, se nos antoja tan complicado como inútil: entrenarnos en acallar la mente. Dado que la mente pensante constituye un filtro que nos impide ir más allá de los objetos, al silenciarla, se abre ante nosotros un horizonte inédito: la riqueza del silencio. Hasta el punto de que, al experimentarlo, se nos hace evidente que eso que se percibe en él es lo realmente real. Todo lo demás es real, pero impermanente.
Tal entrenamiento comienza por distinguir en nosotros dos “lugares” diferentes: la mente pensante -con la que habitualmente nos hemos identificado”- y la consciencia-testigo capaz de observarla. La mente analiza, razona, elucubra…; el Testigo simplemente observa, atestigua, sin juicio y sin añadir pensamientos. A partir de ahí, se abre camino la sabiduría: empezamos a ver.
¿Me entreno en tomar distancia de la mente y situarme en el Testigo?
Enrique Martínez Lozano
(Boletín semanal)
Documentación: Liturgia de la Palabra
Documentación: A modo de salmo: Ojos Nuevos
Documentación: Plegaria: Desde lo hondo a ti grito
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