3er Domingo de Pascua

Del Evangelio de Lucas 24,35-48

 – ¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior?

          En aquel tiempo, contaban los discípulos lo que les había acontecido en el camino y cómo reconocieron a Jesús en el partir el pan.

          Mientras hablaban, se presentó Jesús en medio de sus discípulos y les dijo:

– Paz a vosotros.

          Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma.

          Él les dijo:

 – ¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.

          Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo:

– ¿Tenéis ahí algo que comer?

           Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos.

           Y les dijo:

– Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la Leyde Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí, tenía que cumplirse.

          Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras.

         Y añadió:

– Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.

TESTIGOS

          Lucas describe el encuentro del Resucitado con sus discípulos como una experiencia fundante. El deseo de Jesús es claro. Su tarea no ha terminado en la cruz. Resucitado por Dios después de su ejecución, toma contacto con los suyos para poner en marcha un movimiento de «testigos» capaces de contagiar a todos los pueblos su Buena Noticia: «Vosotros sois mis testigos».

         No es fácil convertir en testigos a aquellos hombres hundidos en el desconcierto y el miedo. A lo largo de toda la escena, los discípulos permanecen callados, en silencio total. El narrador solo describe su mundo interior: están llenos de terror; solo sienten turbación e incredulidad; todo aquello les parece demasiado hermoso para ser verdad.

         Es Jesús quien va a regenerar su fe. Lo más importante es que no se sientan solos. Lo han de sentir lleno de vida en medio de ellos. Estas son las primeras palabras que han de escuchar del Resucitado: «Paz a vosotros… ¿Por qué surgen dudas en vuestro interior?».

         Cuando olvidamos la presencia viva de Jesús en medio de nosotros; cuando lo hacemos opaco e invisible con nuestros protagonismos y conflictos; cuando la tristeza nos impide sentir todo menos su paz; cuando nos contagiamos unos a otros pesimismo e incredulidad… estamos pecando contra el Resucitado. No es posible una Iglesia de testigos.

         Para despertar su fe, Jesús no les pide que miren su rostro, sino sus manos y sus pies. Que vean sus heridas de crucificado. Que tengan siempre ante sus ojos su amor entregado hasta la muerte. No es un fantasma: «Soy yo en persona». El mismo que han conocido y amado por los caminos de Galilea.

         Siempre que pretendemos fundamentar la fe en el Resucitado con nuestras elucubraciones, lo convertimos en un fantasma. Para encontrarnos con él, hemos de recorrer el relato de los evangelios: descubrir esas manos que bendecían a los enfermos y acariciaban a los niños, esos pies cansados de caminar al encuentro de los más olvidados; descubrir sus heridas y su pasión. Es ese Jesús el que ahora vive resucitado por el Padre.

         A pesar de verlos llenos de miedo y de dudas, Jesús confía en sus discípulos. Él mismo les enviará el Espíritu que los sostendrá. Por eso les encomienda que prolonguen su presencia en el mundo: «Vosotros sois testigos de esto». No han de enseñar doctrinas sublimes, sino contagiar su experiencia. No han de predicar grandes teorías sobre Cristo sino irradiar su Espíritu. Han de hacerlo creíble con la vida, no solo con palabras. Este es siempre el verdadero problema de la Iglesia: la falta de testigos.

 José Antonio Pagola

DEL MIEDO A LA ALEGRÍA

         En los relatos de apariciones del Resucitado, al miedo inicial sucede la alegría. El primero va asociado a cerrazón, repliegue y oscuridad. La segunda, a la presencia innegable. Tan innegable para ellos, que necesitan plasmar su certeza en un relato que –rompiendo todas las leyes de la física- presenta al resucitado comiendo, como si de un ser corporal se tratara. Era su modo de insistir en la intensidad con que percibían su presencia.

         Del mismo modo, teniendo que dar razón del hecho de que Jesús hubiera sido crucificado por paganos, recurren a textos de su Libro Sagrado en los que todo ello habría sido previamente anunciado. De ahí que presenten lo ocurrido como algo que respondía a lo que “estaba escrito”. Se trata, de nuevo, de un recurso literario con el se busca comprender el escándalo de la cruz.

         En tanto que catequesis –como todos los relatos de apariciones-, el texto lee también nuestra vida.

         Nosotros somos también invitados a pasar del miedo a la alegría. De algo que tenemos (o podemos tener: miedo) a lo que realmente somos (alegría, gozo).

         “Hemos olvidado cómo aparecería el mundo a los ojos de una persona que no hubiera conocido el miedo”, escribía Martin Heidegger. Todos hemos conocido el miedo y nos hemos sentido sumamente vulnerables. A partir de esa experiencia, hemos podido construir defensas, más o menos artificiosas, que nos mantuvieran a salvo de una sensación tan desagradable.

         Sin embargo, mientras permanezca nuestra identificación con el yo, el miedo será inevitable. Además de su indisimulable inconsistencia, el yo posee una información terrible: sabe que, si tiene suerte, está destinado a envejecer, enfermar y perder todo lo que ha amado. Y que después morirá. No es extraño que diga que la “vida” es absurda. El miedo es un compañero inseparable del yo.

         El paso a la alegría, por tanto, no puede darse mientras permanezca esa identificación. Podrán vivirse también experiencias alegres y de bienestar porque, en realidad, lo que somos aflora incluso a pesar nuestro. Pero se tratará de una realidad siempre acompañada de su polo opuesto, la tristeza o el miedo.

         La Alegría a la que me refiero aquí forma parte de nuestra identidad profunda y, como en un abrazo no-dual, es capaz de englobar tanto sentimientos de alegría como de tristeza. Como en el océano, en un nivel más superficial, puede darse un oleaje con apariencia incluso amenazadora. Sin embargo, en el nivel profundo, permanece la calma.

         Todo depende de la respuesta que, vitalmente, hemos dado a la pregunta sobre nuestra identidad. ¿Quién soy yo? Si la respuesta me reduce a un objeto, los altibajos serán inevitables, así como la confusión y el sufrimiento.

         Esa es la respuesta que viene de la mente. Se trata de una respuesta reductora y, en ese sentido, equivocada, porque la mente se encuentra con dos problemas:

  • por un lado, es solo una parte de lo que soy; por tanto, no puede decirme quién soy;
  • por otro, la mente no puede operar sino delimitando lo que quiere conocer, es decir, objetivando.

          Ambos límites dan como resultado que, para la mente, solo soy un “yo individual” o ego, un “objeto” separado del resto. Dado que donde hay “yo”, hay soledad, miedo y ansiedad, mientras crea ser lo que mi mente me dice, me será imposible salir de ese laberinto.

          Por eso, el yo se ve impelido a buscar la alegría –la felicidad- en el futuro, alimentando el sueño de que “más adelante será mejor”. Pero, mientras se embarca en ese propósito, se olvida del presente, el único lugar de la vida y de la felicidad. Se olvida, se confunde y se frustra.

          Y cae en una trampa sutil. Porque, como dice André Comte-Sponville, “estamos separados de la felicidad por la misma esperanza que la persigue”. Al perseguirla, no la encontramos en el único lugar donde está, en el Ahora.

          Pero la única respuesta sobre nuestra identidad no es la que viene de la mente. Incluso antes de abrirme a esa otra respuesta, algo se me va haciendo patente: no soy nada que pueda ser observado –delimitado, objetivado-, sino, en todo caso, Eso que observa.

          Por otro lado, tengo conciencia de ser sujeto. Y el sujeto no puede ser conocido como objeto.

          Queda claro que la mente no es una herramienta adecuada para decirme quién soy. Es decir, no voy a conocer mi identidad a través de un proceso intelectual, ni como resultado de un trabajo de conceptualización.

          Tengo que acercarme, más bien, de un modo experiencial, no mediado por la mente, acallando el pensamiento. Cuando eso ocurre, cuado se silencia la mente, puedo percibir mi identidad.

          Esa identidad profunda sabe a Quietud, Presencia, Plenitud, Consciencia… Pero es imposible de ser delimitada ni de ser pensada, porque no es un objeto. Sólo la puedo ser, y al serla, la conozco.

          Soy aquello que me acompaña siempre, como consciencia de ser, presente en cualquier momento de mi vida, y que se expresa como “Yo soy”, sin otro añadido: la Consciencia ilimitada y atemporal.

          Dentro de ella, mi “yo” es sólo un objeto en el que aquélla se expresa de una forma transitoria. La identificación con él se debe solo a un error de percepción.

          Esta Consciencia es Gozo, que no desaparece por el hecho de que, en otro nivel superficial, aparezca tristeza o miedo. Por eso decía más arriba que solo podremos vivir en la Alegría si nos desidentificamos del yo y de sus inseparables miedos.

          Es cierto que la presencia de miedos puede requerir un trabajo psicológico que los atenúe o erradique. Pero existe un miedo que es consustancial al yo y que únicamente la percepción de nuestra verdadera identidad hace que desaparezca.

          Todo nos remite, por tanto, a un trabajo de autoconocimiento que, como dice Mónica Cavallé, es “una práctica espiritual”.

 Enrique Martinez Lozano

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