4º Domingo de Cuaresma

Del Evangelio de San Lucas 15, 1,3; 11-32

El Padre… lo vio…, se conmovión…, echó a correr…, se le echó al cuello y se puso a besarlo….

En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos:

― Ese acoge a los pecadores y come con ellos.

Jesús les dijo esta parábola:

Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre:

― Padre, dame la parte que me toca de la fortuna.

El padre les repartió los bienes.

No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.

Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.

Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a su campo a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer.

Recapacitando entonces se dijo:

― Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”.

Se puso en camino adonde estaba su padre: cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo.

Su hijo le dijo:

― Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo.

Pero el padre dijo a sus criados:

― Sacad enseguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete; porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado.

Y empezaron el banquete.

Su hijo mayor estaba en el campo.

Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba.

Este le contestó:

― Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud.

El se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo.

Y él replicó a su padre:

― Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con prostitutas, le matas el ternero cebado.

El padre le dijo:

― Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido, y lo hemos encontrado.

ESTE HERMANO TUYO ESTABA MUERTO Y HA REVIVIDO

La forma como el hombre ha construido las relaciones sociales, los graves obstáculos que han sufrido todos los pueblos y generaciones, la dificultad que entraña percibir alguna luz que dé sentido a nuestra vida, la torpeza de nuestro ser para intuir realidades tan importantes como lo Divino, el prójimo y nosotros mismos, nos sugiere la imagen de que somos ciegos de nacimiento.

El problema es que el ser humano no se reconoce como tal, sino que se auto-convence de su perfecta visión del mundo y de cuanto le rodea, de su creencia de estar en posesión de la verdad, su verdad. Sin contrastar, sin verificar, sin dejarse persuadir por nada ni nadie. Han surgido así un sinfín de valores, criterios, actitudes y estructuras construidas por cegatos o miopes al servicio de nuestra oscuridad para estar a gusto.

De ahí que este mundo esté expuesto a graves errores resultado de ese auto-engaño. Lo cual nos obliga a estancarnos en nuestras ideas o movernos entre sombras con rumbo incierto para no equivocarnos en cada encrucijada.

Sin embargo, la experiencia cristiana nos habla de una Luz que es capaz de alumbrar los rincones más oscuros de nuestra alma, una visión nueva y más profunda de desentrañar la realidad que nos la ofrece Dios por medio de Jesucristo. Él es la luz que ilumina los ojos cegatos de los hombres, las gafas correctoras de nuestras deformadas visiones de lo real.

La segunda carta a los Corintios nos recuerda que la fe en Cristo lleva consigo una actitud abierta a lo nuevo, no a lo que nosotros creemos ver. Dios se va revelando a través de la Historia en los acontecimientos nuevos de cada día. Por eso, nuestra fe es una fe en el Abbá nuestro de cada día. “Lo nuevo ha comenzado. Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo y nos encargó el servicio de reconciliar”. ¿Lo llevamos a la práctica?

En ese empeño nos esforzamos. A pesar de esos ciegos ególatras que poseen el poder, el dinero y el desprecio más absoluto hacia los seres humanos. Porque el mal se presenta en cualquier ocasión y es tentación de muchos y el bien, afortunadamente, sigue haciéndose presente en las nuevas miradas y en las conciencias de hombres y mujeres de buen corazón.

La parábola del hijo pródigo viene a ser, como apuntaba más arriba, la del hijo creído, cegato y torpe. Los cristianos nos hemos creído creyentes de primera clase. Y también la Iglesia, que sigue menospreciando a los laicos, hombres y mujeres, a aquellos que son diferentes, a los hermanos de otras religiones, a los no creyentes. ¿Ha seguido a lo largo de la historia el evangelio de Jesús?

El evangelio del Padre-Madre buenos nos brinda la posibilidad de acercarnos al texto a través de sus personajes y transformar las visiones deformadas. El hijo menor aparece como exigente, interesado, derrochador, juerguista. En sus correrías pasa de ser hijo a porquero, al pasar hambre se da cuenta de su propia degradación e indignidad, es el punto de inflexión para volver a su casa. El hijo mayor es obediente, trabajador pero servil, no valora todo lo que tiene ante sí. La vuelta del hermano y la reacción del padre le indignan; una cierta envidia le corroe, nunca ha celebrado ninguna fiesta con sus amigos; se diría que se ha cansado de ser sumiso a pesar de que el padre trata de persuadirle para que entre en la fiesta y ocupe el lugar de hijo y de hermano que le corresponde. En realidad los dos hijos hacen sus cálculos interesados con un criterio de reparto distributivo. El padre manifiesta en todo momento su bondad, su compasión y su perdón. Permanece siempre alerta esperando el regreso del hijo y sale al encuentro de cualquier hijo/a extraviado o equivocado. Lo abraza fuertemente, le besa, se le conmueven las entrañas por su hijo, un gesto íntimo, profundo, de compasión y de alegría. Su palabra de autoridad le devuelve su filiación: traje, anillo, sandalias y banquete como símbolo de comunión. No hay tiempo que perder. La queja del hijo mayor se disuelve ante la alegría del reencuentro. “Hijo, si tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a vivir, se había perdido y lo hemos encontrado”. El padre se sitúa en otro nivel de bondad, de perdón, de gozo.

El retorno del hijo pródigo, de Rembrandt, nos ayuda a comprender que esta parábola es también nuestra historia. Cada uno de nosotros somos ese hijo/a. Hemos experimentado como personas el dolor de las equivocaciones, las incoherencias, las falsedades, las conductas mezquinas que provocan dolor y sufrimiento en nuestro mundo. También sabemos de la ausencia y del alejamiento de Dios en lo personal. Jesús nos muestra que el corazón de Abbá-Dios está inquieto y preocupado por encontrarnos. Sólo Él/Ella puede desenmascarar nuestro autoengaño y nuestro egocentrismo. Las falsas imágenes de un Dios varón autoritario, distante y legalista, Jesús nos invita a contemplarlo en aquel padre o madre (una mano masculina y otra femenina en el cuadro) que sale corriendo a nuestro encuentro por propia iniciativa, desconcertante e inimaginable, en el diálogo que entabla con cada ser humano; con su abrazo estrecha todos nuestros errores, acoge nuestras heridas, envolviéndonos en una mirada que lo perdona y lo olvida todo. Pronuncia nuestro nombre y nos conduce a la mesa en la que hay sitio para todos. Y aprendemos que la extraña conducta de Jesús de acoger a los alejados y perdidos era fiel reflejo de lo que él veía hacer al Padre tratando de convencernos de hasta qué punto nos quiere Dios y debemos amarnos nosotros.

¡Shalom!

Mª Luisa Paret

LA TRAGEDIA DE UN PADRE BUENO

Exegetas contemporáneos han abierto una nueva vía de lectura de la parábola llamada tradicionalmente del «hijo pródigo», para descubrir en ella la tragedia de un padre que, a pesar de su amor «increíble» por sus hijos, no logra construir una familia unida. Esa sería, según Jesús, la tragedia de Dios.

La actuación del hijo menor es «imperdonable». Da por muerto a su padre y pide la parte de su herencia. De esta manera rompe la solidaridad del hogar, echa por tierra el honor de la familia y pone en peligro su futuro al forzar el reparto de las tierras. Los oyentes debieron de quedar escandalizados al ver que el padre, respetando la sinrazón de su hijo, ponía en riesgo su propio honor y autoridad. ¿Qué clase de padre es este?

Cuando el joven, destruido por el hambre y la humillación, regresa a casa, el padre vuelve a sorprender a todos. «Conmovido» corre a su encuentro y lo besa efusivamente delante de todos. Se olvida de su propia dignidad, le ofrece el perdón antes de que se declare culpable, lo restablece en su honor de hijo, lo protege del rechazo de los vecinos y organiza una fiesta para todos. Por fin podrán vivir en familia de manera digna y dichosa.

Desgraciadamente falta el hijo mayor, un hombre de vida correcta y ordenada, pero de corazón duro y resentido. Al llegar a casa humilla públicamente a su padre, intenta destruir a su hermano y se excluye de la fiesta. En todo caso festejaría algo «con sus amigos», no con su padre y su hermano.

El padre sale también a su encuentro y le revela el deseo más hondo de su corazón de padre: ver a sus hijos sentados a la misma mesa, compartiendo amistosamente un banquete festivo, por encima de enfrentamientos, odios y condenas.

Pueblos enfrentados por la guerra, terrorismos ciegos, políticas insolidarias, religiones de corazón endurecido, países hundidos en el hambre… Nunca compartiremos la Tierra de manera digna y dichosa si no nos miramos con el amor compasivo de Dios. Esta mirada nueva es lo más importante que podemos introducir hoy en el mundo los seguidores de Jesús.

José Antonio Pagola
Publicado en www.gruposdejesus.com

FARISEÍSMO: LA RELIGIÓN DEL «HERMANO MAYOR»

En esta parábola cargada de sabiduría, con la que probablemente buscaba denunciar los ataques de que era objeto por parte de los fariseos y los sacerdotes del Templo, Jesús señala tres posibles actitudes humanas.

El “hijo menor” representa la ignorancia y la ansiedad de quien cree que la felicidad o plenitud es algo que se halla fuera. Lo cual le lleva a emprender una carrera que culminaría en la frustración más absoluta, hasta que comprende que la felicidad está en “casa” (la “casa”, como imagen de nuestra verdadera identidad).

El “hijo mayor”, por su parte, es símbolo de las personas religiosas que presumen de serlo. En realidad, presume de sus “méritos”, en una actitud de orgullo religioso, caracterizada por la “falsa obediencia”, la exigencia y el perfeccionismo, en un cumplimiento estricto de la ley o la norma. Todo ello genera una religión mercantilista (“do ut des”: te doy para que me des), que exige recompensa.

Es, por tanto, la imagen del ego que se apropia de la religión en beneficio propio. No vive, porque su afán es “cumplir”. Desconoce la riqueza de lo que podría vivir, porque coloca toda su energía en “hacer méritos”.

Sin embargo, tanta exigencia forzosamente había de pasar factura. Esta es doble: Por una parte, le lleva a caer en una especie de complejo de superioridad moral, que le hace creerse mejor que los demás y con derecho a juzgar y condenar al hermano que se había marchado de “casa”. Por otra, al ver frustrada la recompensa de la que se creía merecedor, trasmuta su alienación anterior a la norma en resentimiento envenenado.

Finalmente, la tercera actitud es la representada en la figura del “padre”, que da libertad (al hijo menor que decide marcharse y al hijo mayor que se niega a entrar en la fiesta); es compasión, sin reproche (ante el hijo que regresa y ante el otro que lo increpa); es gratuidad y desbordamiento de amor (que llega a decir: “Todo lo mío es tuyo”).

Sin duda, en cada uno de nosotros conviven esas tres actitudes.

¿Cuál de ellas alimento?

Enrique Martínez Lozano
(Boletín semanal)

Documentación:  Liturgia de la Palabra

Documentación:  Letanías del Hijo Pródigo el día del encuentro

Documentación:  Poema del Hijo Pródigo

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