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4º Domingo de Pascua

De Evangelio de Juan 10, 11-18

…yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente…

En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos:

        Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estragos y las dispersa; y es que al asalariado no le importan las ovejas.

        Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas.

        Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo Pastor.

        Por eso me ama el Padre: porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla. Este mandato he recibido del Padre.

VA CON NOSOTROS

         El símbolo de Jesús como pastor bueno produce hoy en algunos cristianos cierto fastidio. No queremos ser tratados como ovejas de un rebaño. No necesitamos a nadie que gobierne y controle nuestra vida. Queremos ser respetados. No necesitamos de ningún pastor.

        No sentían así los primeros cristianos. La figura de Jesús buen pastor se convirtió muy pronto en la imagen más querida de Jesús. Ya en las catacumbas de Roma se le representa cargando sobre sus hombros a la oveja perdida. Nadie está pensando en Jesús como un pastor autoritario dedicado a vigilar y controlar a sus seguidores, sino como un pastor bueno que cuida de ellas.

        El «pastor bueno» se preocupa de sus ovejas. Es su primer rasgo. No las abandona nunca. No las olvida. Vive pendiente de ellas. Está siempre atento a las más débiles o enfermas. No es como el pastor mercenario que, cuando ve algún peligro, huye para salvar su vida abandonando al rebaño. No le importan las ovejas.

        Jesús había dejado un recuerdo imborrable. Los relatos evangélicos lo describen preocupado por los enfermos, los marginados, los pequeños, los más indefensos y olvidados, los más perdidos. No parece preocuparse de sí mismo. Siempre se le ve pensando en los demás. Le importan sobre todo los más desvalidos.

        Pero hay algo más. «El pastor bueno da la vida por sus ovejas». Es el segundo rasgo. Hasta cinco veces repite el evangelio de Juan este lenguaje. El amor de Jesús a la gente no tiene límites. Ama a los demás más que a sí mismo. Ama a todos con amor de buen pastor que no huye ante el peligro sino que da su vida por salvar al rebaño.

        Por eso, la imagen de Jesús, «pastor bueno», se convirtió muy pronto en un mensaje de consuelo y confianza para sus seguidores. Los cristianos aprendieron a dirigirse a Jesús con palabras tomadas del salmo 22: «El Señor es mi pastor, nada me falta… aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo… Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida».

        Los cristianos vivimos con frecuencia una relación bastante pobre con Jesús. Necesitamos conocer una experiencia más viva y entrañable. No creemos que él cuida de nosotros. Se nos olvida que podemos acudir a él cuando nos sentimos cansados y sin fuerzas o perdidos y desorientados.

        Una Iglesia formada por cristianos que se relacionan con un Jesús mal conocido, confesado solo de manera doctrinal, un Jesús lejano cuya voz no se escucha bien en las comunidades…, corre el riesgo de olvidar a su Pastor. Pero, ¿quién cuidará a la Iglesia si no es su Pastor?

 José Antonio Pagola

DAR Y RECUPERAR LA VIDA

          En cierto sentido, el verbo “entregar”, que ocupa un lugar destacado en el cuarto evangelio, podría definir a Jesús: él es quien se entrega (o “el entregado”): “Tanto amó Dios al mundo que entregó  a su Hijo Único” (3,16).

          Una entrega que recuerda a la imagen del grano de trigo, usada por el mismo evangelista: “El grano de trigo seguirá siendo un único grano, a no ser que caiga dentro de la tierra y muera; solo entonces producirá fruto abundante” (12,24).

          Esta imagen nos hace caer en la cuenta de una ley que parece regir en todo, pero que con frecuencia olvidamos. Todo lo que conocemos es un misterio de muerte-resurrecciónÚnicamente resucita lo que mueresolo se recupera lo que se entrega. Y todos nos hallamos inmersos en esa misma dinámica.

          Me gustaría expresarlo con palabras de Claudio Naranjo:

           “Una cosa es clara: que el proceso de evolución de la conciencia individual es una especie de metamorfosis psico-espiritual –una transformación- que entraña un proceso de muerte y renacimiento…

          “Atravesamos por diversas y pequeñas muertes psicológicas a través de las cuales vamos dejando atrás ciertas motivaciones, y nos vamos desprendiendo de aspectos de la personalidad forjada durante la infancia, de lo postizo, que es algo que hemos interiorizado de la patología social que nos rodea o algo que tuvimos que adoptar a modo de defensa…

          “A medida que nos vamos liberando de lo obsoleto y limitante, va emergiendo nuestra potencialidad interior, esa conciencia mayor que llamamos espíritu y que es como la flor de nuestra vida. En el lenguaje de la Psicología Transpersonal, vamos dejando atrás el ego, y con ello vamos liberando nuestro ser esencial de la prisión de nuestra «neurótica» compulsividad condicionada”.

          El misterio de muerte-resurrección, en los seres humanos, no es otro que la posibilidad del paso del ego a nuestra verdadera identidad. Ese paso es de tal envergadura que, hasta donde sabemos, solo se puede producir a través de la “noche oscura” en la que, nos entregamos por completo, para ser completamente “reencontrados” en otro nivel de nuestra identidad.

          El ego es ese grano de trigo que, al morir, permite que emerja la espiga que realmente somos.

          Jesús vivió este paso (que, probablemente, quiso quedar reflejado en el relato de las tentaciones), y eso hizo posible que toda su vida fuera entrega.

          La capacidad de entrega es uno de los primeros signos de madurez personal. La persona madura es aquélla que es capaz de amar y de entregarse de forma gratuita. No lo hace por un voluntarismo moral, ni por la búsqueda de una recompensa religiosa.

          La entrega nace de la comprensión de quienes somos. Es cierto que la experiencia de la propia vulnerabilidad puede abrirnos a socorrer la vulnerabilidad de los otros. Pero solo cuando comprendemos que nuestra identidad es Amor universal y gratuito –la identidad transpersonal, a la que se refería Claudio Naranjo-, la entrega brota espontánea.

           La entrega de Jesús –que se visibilizará en la cruz, pero que lo acompañó durante toda su vida- queda plasmada en la alegoría conocida como “del buen pastor”.

          Se trata de una imagen que a nuestros contemporáneos les resulta, a la vez, anacrónica y peligrosa. Anacrónica, porque las escenas del pastor cuidando del rebaño han desaparecido del universo mayoritariamente urbano y desarrollado. Peligrosa, porque la imagen del rebaño conlleva resabios de borreguismo, que la conciencia moderna rechaza visceralmente, por evocar el binomio poder/sumisión.

          El hombre y la mujer contemporáneos no andan buscando “pastores”, por más que luego se vayan detrás de cualquier señuelo, sino compañeros de camino que hayan experimentado lo que dicen y que, por ese mismo motivo, puedan ser guías eficaces.

          No era así en la Palestina del siglo I. Tal como quedó plasmada en el Salmo 23 -“el Señor es mi pastor, nada me falta”-, la imagen del “pastor” fue aplicada a Yhwh, y hacía alusión al cuidado amoroso, que permite vivir en una confianza inquebrantable.

          Por eso hoy, aunque la imagen haya quedado obsoleta, con reminiscencias autoritarias, y sea irrecuperable –no sé si resulta positivo seguir usando la imagen del “pastor” en la comunidad cristiana-, su contenido sigue siendo plenamente actual, en cuanto proclama la actitud de entrega a los otros hasta el final.

          Se trata, además, de una entrega que se basa en el mutuo “conocerse”, tal como este verbo se entiende en el mundo bíblico: “conocer” hace referencia a algo íntimo y experiencial.

          En este sentido, la entrega, así entendida, es lo que vivió Jesús, quien “pasó por la vida haciendo el bien” (Hech 10,38). Pero puede considerarse también como un nombre de la Divinidad: Dios es Entrega, pura Donación, puro Amor y Cuidado. Eso es lo que caracteriza a la Fuente de todo lo real.

          Y entrega es también nuestra vocación, porque es nuestra identidad. No somos el ego narcisista, que gira en torno a sí mismo, en un movimiento egocentrado y devorador…, aunque con frecuencia nos vivamos así, como consecuencia de nuestra ignorancia y de nuestras carencias afectivas.

          No somos ese ego, que no es sino un conjunto de pautas mentales y emocionales, grabadas con fuerza en nuestro psiquismo. Somos el Amor incondicionado, que es cuidado y entrega.

          También desde esta perspectiva, podemos reconocer a Jesús como el “espejo” de lo que somos. El vive lo que es… y eso hace que despierte en nosotros lo que somos, en una Identidad compartida o no-dual.

          El texto habla de “entregar la vida” y “recuperarla”. En realidad, solo la recuperamos cuando la entregamos. Sin entrega, nos hallamos encerrados en el caparazón narcisista, alejados también de la consciencia clara de la Vida. Somos como el gusano que se niega a ser mariposa.

           En la medida en que nos abrimos y entregamos, lo que aparece ahí es la Vida, y nosotros nos reencontramos con nuestra verdadera identidad. No somos el ego que tenemos transitoriamente, sino la Vida que se expresa en esta forma concreta.

          El misterio de muerte-resurrección, al que aludía en el inicio, consiste en morir al ego para que pueda vivir la vida que realmente somos. O, en palabras del propio Jesús, “quien quiera salvar su vida (ego), la perderá, pero el que la pierda por mí y por la buena noticia, la salvará” (Marcos 8,35).

          “Perder la vida” por Jesús es asumir su modo de vivir, desidentificado del ego y entregado hasta el final.

          Con esas palabras, el evangelio nos pone frente a todo un desafío: el de entender nuestro vivir como un aprendizaje continuo, hasta reconocernos en quienes somos; un aprendizaje que es, en términos del propio evangelio, metanoia, conversión, paso del ego a la Consciencia que somos.

   Enrique Martinez Lozano

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