Juan 10, 27-30
Yo y el Padre somos uno

En aquel tiempo, dijo Jesús:
― Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano.
Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre.
El Padre y yo somos uno.

ESCUCHAR Y SEGUIR A JESÚS
Era invierno. Jesús andaba paseando por el pórtico de Salomón, una de las galerías al aire libre, que rodeaban la gran explanada del Templo. Este pórtico, en concreto, era un lugar muy frecuentado por la gente pues, al parecer, estaba protegido contra el viento por una muralla.
Pronto, un grupo de judíos hacen corro alrededor de Jesús. El diálogo es tenso. Los judíos lo acosan con sus preguntas. Jesús les critica porque no aceptan su mensaje ni su actuación. En concreto, les dice: «Vosotros no creéis porque no sois de mis ovejas». ¿Qué significa esta metáfora?
Jesús es muy claro: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco; ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna». Jesús no fuerza a nadie. Él solamente llama. La decisión de seguirle depende de cada uno de nosotros. Solo si le escuchamos y le seguimos, establecemos con Jesús esa relación que lleva a la vida eterna.
Nada hay tan decisivo para ser cristiano como tomar la decisión de vivir como seguidores de Jesús. El gran riesgo de los cristianos ha sido siempre pretender serlo, sin seguir a Jesús. De hecho, muchos de los que se han ido alejando de nuestras comunidades son personas a las que nadie ha ayudado a tomar la decisión de vivir siguiendo sus pasos.
Sin embargo, ésa es la primera decisión de un cristiano. La decisión que lo cambia todo, porque es comenzar a vivir de manera nueva la adhesión a Cristo y la pertenencia a la Iglesia: encontrar, por fin, el camino, la verdad, el sentido y la razón de la religión cristiana.
Y lo primero para tomar esa decisión es escuchar su llamada. Nadie se pone en camino tras los pasos de Jesús siguiendo su propia intuición o sus deseos de vivir un ideal. Comenzamos a seguirle cuando nos sentimos atraídos y llamados por Cristo. Por eso, la fe no consiste primordialmente en creer algo sobre Jesús sino en creerle a él.
Cuando falta el seguimiento a Jesús, cuidado y reafirmado una y otra vez en el propio corazón y en la comunidad creyente, nuestra fe corre el riesgo de quedar reducida a una aceptación de creencias, una práctica de obligaciones religiosas y una obediencia a la disciplina de la Iglesia.
Es fácil entonces instalarnos en la práctica religiosa, sin dejarnos cuestionar por las llamadas que Jesús nos hace desde el evangelio que escuchamos cada domingo. Jesús está dentro de esa religión, pero no nos arrastra tras sus pasos. Sin darnos cuenta, nos acostumbramos a vivir de manera rutinaria y repetitiva. Nos falta la creatividad, la renovación y la alegría de quienes viven esforzándose por seguir a Jesús.
José Antonio Pagola

PASTOR Y REBAÑO: LAS TRAMPAS DE UNA IMAGEN
Parece indudable que dos mil quinientos años con esta imagen del pastor en la tradición judeocristiana han dejado su huella en el imaginario colectivo cristiano. No niego que, en algunos casos, la imagen del pastor –y la alegoría que lleva su nombre, en el cuarto evangelio- ha podido despertar y alimentar sentimientos de confianza profunda en Dios y en Jesús.
Pero los inconvenientes no han sido menores. Me gustaría detenerme en ellos, para crecer en lucidez acerca de los riesgos que encierra y que, en no pocos casos, se han materializado en formas concretas que van en dirección opuesta al mensaje de Jesús, que proclamaba la libertad de la persona y la exigencia de vivir la autoridad como servicio: “Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones las gobiernan tiránicamente y que sus jefes las oprimen. No ha de ser así entre vosotros. El que quiera seer grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros que sea el esclavo de todos” (Mc 10,42-44). Al hilo de esta palabra de Jesús, quiero señalar las trampas que percibo en el uso de la imagen del pastor dentro de la iglesia. No digo que siempre se viva así, sino que existen riesgos.
Para empezar, se trata de una imagen anacrónica, que a nuestros contemporáneos, tan alejados de la vida campestre y pastoril, no les dice nada.
Pero hay algo más grave, que se cuela muy sutilmente, y que juega a favor de los intereses de las autoridades religiosas, que no dejan pasar la ocasión para presentarse como “pastores”. Es claro que se trata de una palabra que no necesita más añadidos: el “pastor” es el que sabe, el que dirige, el que está por encima, el que controla y el que, llegado el caso, castiga. No debe ser casual que la palabra “obispo” provenga del griego ἐπίσκοπος (“episkopos”), que significa “vigilante”. Es cierto que también puede ser el que dé alimento, aunque eso es susceptible de generar otra dependencia todavía peor.
Pero la imagen del “pastor” no solo repercute negativamente en el modo de entender el papel de la autoridad, sino que contamina también la visión que el propio creyente tiene de sí mismo y del grupo religioso al que pertenece.
Porque lo que conduce el pastor son “ovejas”: basta introyectar esa imagen para favorecer una actitud y un comportamiento “borreguil”, que puede llegar (ha llegado) a delegar su responsabilidad en manos de la autoridad.
Ahora bien, como nada (aunque lo vivamos inconscientemente) es gratis, el “borreguismo” tiene que buscar otras compensaciones o “ventajas” que satisfagan a la persona que se ha sometido. Y ahí aparecen varias.
La primera ventaja es la sensación de seguridad que aporta. Es sabido que los humanos tenemos tanta necesidad de sentirnos seguros, que somos capaces de renunciar incluso a la libertad (y a la libertad de pensar y de decidir) con tal de ahuyentar el fantasma de la inseguridad.
Aporta también una sensación de contarse entre “los elegidos”, los que son del “redil”, frente a aquellos otros que andan desorientados en su error. Esto parece otorgar un cierto estatus de superioridad que no es difícil advertir en los círculos religiosos.
De esa posición que se considera privilegiada –aunque luego se añada que la fe es un don gratuito-, se derivan otros “tics” que tienden a deformar también gravemente el núcleo espiritual que se quiere vivir.
El primero de ellos consiste en confundir su religiosidad con la espiritualidad, como si el suyo fuera el “camino cierto”, y todo lo demás no pasaran de ser autoengaños, que se toleran, pero que se miran con una cierta superioridad desde la actitud paternalista de quien se cree en posesión de la verdad.
Otro tic característico es el aire más o menos proselitista –aunque solo sea expresado en la fórmula: “tenemos que dar testimonio para que otros crean”- que se deriva de aquella creencia, y que se “cuela” incluso en no pocas presentaciones de la llamada “nueva evangelización”.
Desde ese mismo lugar, parecen arrogarse nada menos que el poder de dar carné de verdaderos creyentes a quienes ellos deciden. Hasta el punto de que, en casos extremos, no tienen empacho en proclamar que quien no cree como ellos se halla fuera de la fe de la iglesia.
Si a todo esto unimos un cierto aire de victimismo cuando las circunstancias no les son tan favorables como desearían, obtenemos expresiones que producen vergüenza ajena: “Hoy no está de moda creer”; “no se valora el cristianismo”; “es una sociedad vacía”; “solo existe la religión a la carta”; “los creyentes somos perseguidos”…
A mi modo de ver, esos tópicos revelan prepotencia e ignorancia. Por un lado, porque en muchos casos ha sido la propia institución religiosa la que ha sembrado lo que ahora cosecha. Por otro, porque el declive de una forma de religión institucional no significa el hundimiento de la vivencia espiritual. ¿O acaso eran más espirituales las personas en la Edad Media, cuando era obligatorio asistir a misa, que en la actualidad?
Quizás sería bueno dejar la imagen del “pastor”, abrirnos a la palabra de Jesús, válida para todos nosotros (“el Padre y yo somos uno”) y asumir su forma de vivir a favor de las personas, abandonando toda forma de religión exclusivista, que parece recordar –añorar- las maneras del nacionalcatolicismo.
Enrique Martinez Lozano
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