5º Domingo de Cuaresma

Del Evangelio de San Juan 8, 1-11

– No te condeno … No peques más….

En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo y todo el pueblo acudía a él y, sentándose, les enseñaba.

Los letrados y fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio y, colocándola en medio, le dijeron:

― Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La Ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú, ¿qué dices?

Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo.

Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.

Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:

― El que de vosotros esté sin pecado, que le tire la primera piedra.

E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.

Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos, hasta el último.

Y quedó solo Jesús, y la mujer en medio, de pie.

Jesús se incorporó y le preguntó:

― Mujer, ¿dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha condenado?

Ella contestó:

― Ninguno, Señor.

Jesús le dijo:

― Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.

LECTURA ORANTE DEL EVANGELIO

“Con Jesús, misericordia de Dios encarnada, ha llegado la ley del Espíritu, que entra en el corazón y lo libera” (Papa Francisco).

Le traen una mujer sorprendida en adulterio.

Estamos ante una joya de la misericordia. Jesús ha pasado la noche orando en el huerto de los Olivos. La gente se ha ido a sus casas. De madrugada va al templo y una multitud se agolpa para escucharlo. En esto, los escribas y fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio. La ponen en el centro. La mujer no tiene escapatoria -los débiles siempre son culpables- y desean que Jesús tampoco la tenga. Lo que dice y hace Jesús les resulta tan escandaloso que lo quieren quitar de en medio. No les encaja en sus esquemas esa manía de Jesús de buscar a los perdidos, de levantar a los caídos. Jesús, sánanos. Que no busquemos culpables sino cómo rehacer la vida con ternura.   

‘La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú, ¿qué dices?’

Una mujer: entre Jesús y la gente. Una mujer sin nombre, sin identidad, como un objeto, como una cosa, sin derecho a hablar, utilizada. Y unas palabras en nombre de la Ley de Moisés que desafían a Jesús. Los que no aceptan las enseñanzas de Jesús, aunque con ironía lo llamen maestro, le exigen a Jesús que diga algo. Una mirada fría, con odio, agresiva, pretendidamente amparada en la ley, quiere la muerte. ¿Cuál será la mirada de Jesús? ¿Cómo sonará, aquí y ahora, su canto a la misericordia? Tu gracia, Jesús, no rechaza ni apedrea, no margina ni condena.

‘El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra’.

¿Será la lapidación la última palabra de Dios sobre esta mujer? La tensión se masca. Las piedras, en las manos. Pero Jesús, en silencio, abre el camino a la gracia, con la que se puede mirar con misericordia el error. Finalmente Jesús habla invitando a cada uno a entrar en su interior: ‘el que esté sin pecado’. Solo después del encuentro con el pecado y con el abrazo misericordioso de Dios, es posible tratar bien el pecado de los demás. Jesús no trivializa el pecado, basta mirar la cruz para entenderlo. Pero todo pecador pide misericordia. Jesús, que no perdamos la novedad de tu Evangelio.  

Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio. Que seguía allí delante.

Los acusadores se fueron escabullendo uno a uno. Las piedras volvieron al suelo. Después de todo el ruido condenatorio, solo quedan dos seres humanos que se miran con una mirada de amor: la mujer rota y Jesús, misericordia que levanta. Entre Jesús y la mujer se ha abierto un espacio de dignidad, hay corazón. Ahora todo huele a vida. La mujer, que está de pie ante de Jesús, absuelta, redimida y dignificada, asume por primera vez un papel activo.Jesús ha rehecho una vida perdida a base de ternura. Se ha hecho posible lo imposible. A solas contigo, Jesús, también nosotros ansiamos tu mirada liberadora.     

‘Mujer, ¿dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha condenado?’ Ella contestó: ‘Ninguno, Señor’. Jesús dijo: ‘Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más’.

¡Con qué facilidad perdona Jesús! ¡Con qué alegría ve la belleza escondida que el Padre ha dibujado en las entrañas! Perdonando, crea futuro. Lo de atrás queda borrado. Solo el encuentro con Jesús queda, imborrable, en el corazón. ‘Tampoco yo te condeno’: un mensaje corto en palabras, pero que llega al hondón del alma. Es hora de correr hacia la vida. El perdón es la alegría que viven y anuncian los amigos de Jesús: ‘Tampoco yo te condeno’. En adelante, es hora de hacer las cosas mejor de lo que las hemos hecho. Es hora de que el sufrimiento de la mujer, y de todas las víctimas, tenga un eco más vivo y concreto en nuestra oración. Gracias, Jesús. Tu perdón es una fiesta. Tu ternura nos empuja a vivir de otra manera. Eres único.

Equipo CIPE

LA LEY DE LA NUEVA OPORTUNIDAD

La liturgia de este 5º Domingo de Cuaresma nos propone adentrarnos en este relato del Evangelio de Juan, tan profundamente importante para nuestra vida creyente. Hemos recorrido un camino presentado como una oportunidad para una nueva consciencia de nuestra posición ante la vida. Sin embargo, es recurrente el tema del “pecado” quizá porque se presenta como un gran obstáculo para vivir una fe más vital en detrimento de una fe más centrada en el “cumplimiento”. El asunto del “pecado” era casi una obsesión en el judaísmo. Podría decirse que marcaba la pertenencia o no al Pueblo y a su Religión. Juan nos presenta el caso de una “mujer pecadora” para mostrar una visión de Dios que dignifica y sostiene nuestra debilidad.

Los escribas y fariseos se relamían con el caso de esta mujer “pecadora”. Era muy evidente que había cometido un solemne pecado y además era mujer cuya condena por este acto era mucho más dura que para los varones. El desenlace desde su punto de vista estaba claro. Los escribas y fariseos no necesitan a Jesús para dictar sentencia. Acuden a él, una vez más, para ponerle a prueba. La situación en este texto no puede reflejar mejor la intención liberadora de Jesús, no sólo de la ley sino también de la situación de la mujer.

Se da una constelación de los personajes en este texto que merece la pena tener en cuenta para comprender el final de la historia. Jesús va al Templo, está sentado porque no fue a orar sino a enseñar.  Los fariseos y escribas llegan en clara oposición, ellos no enseñan, pero tienen el control de lo que se debe enseñar. Estos personajes son los que saben de la Ley, van en colectivo poseedor de la verdad a cuestionar a Jesús. Los miembros de este colectivo se van empoderando entre ellos y les une intentar poner en evidencia la situación de esta “pecadora”. La mujer es la transgresora de la Ley y es llevada por la fuerza para ser juzgada.  Ella está en el centro, es decir, el punto de desacuerdo es esa mujer que ha cometido adulterio. La descripción de los hechos por parte de los “maestros letrados” no puede ser más despreciativa. Parece ser que el cumplimiento obsesivo de la ley no les permitía humanizar su visión de las personas; lejos de esta intención, la degradan y no obtener palabras de Jesús les pone cada vez más nerviosos.

Jesús observa y no habla, no merece la pena entrar en una discusión en la que los interlocutores están en una nula disposición para el diálogo. Es verdad que piden opinión a Jesús pero con la intención de probarle para encontrar razones que les confirme su deslealtad al Judaísmo. El silencio de Jesús genera todavía más expectación. Escribe en el suelo las dos veces que los legalistas le preguntan directamente. El significado de este gesto de escribir en el suelo tiene muchas interpretaciones en las que no hay gran acuerdo. Quizá, cuando Jesús escribe en la tierra pretende superar la ley escrita en piedra por Moisés y, por coherencia con lo que ocurre después, está escribiendo una nueva ley basada en la destrucción del pecado, pero no del pecador(a).

Por fin habla Jesús y se posiciona. No intenta dar la razón a todos, toma posición por la mujer sin importarle lo que digan y arriesgando el rechazo de los oyentes.  Es parcial, entiende que hay que posicionarse con claridad porque es la única manera de resolver el conflicto.  Esta es la libertad de Jesús que le lleva a ser valiente y no quedarse en contentar a todo el mundo.  Sus palabras con autoridad rompen la escena y libera a la mujer de la carga del juicio introduciendo la nueva visión de Dios revelada en su actuación: el Dios de la miseri-cordia, es decir, el Dios que pone corazón en la miseria humana del orden que sea. No entender así al Dios de Jesús nos distancia mucho de la esencia del Evangelio.

La constelación de la escena inicial cambia. Se van de uno en uno, dice el texto; ese equipo de leguleyos basado en la Ley de Moisés se rompe; los más ancianos son los primeros en irse que representan la autoridad judía y la tradición más arraigada. Ahora es la relación personal la que va a marcar la nueva experiencia del Dios de Jesús. No se atreven a condenar porque Jesús les ha puesto delante de sus ojos y de su conciencia la cara B de la realidad humana, la dureza de las normas de la Ley mosaica en contraposición a la nueva ley del Amor.

Con la mujer sí habla, se sitúa en simetría con ella y la libera de una ley opresiva y androcéntrica, cruel y deshumanizada, para ampararla en la ley de la nueva oportunidad y de la incondicionalidad del amor cristiano. El pecado, en este nuevo escenario, no es una cuestión de humillación sino de humildad; la humillación degrada a la persona, la humildad la pone ante su verdad. Se trata, pues, de reconocer aquello que ha frustrado el proyecto de Dios, de haber negociado mal con los dones recibidos. Jesús no le pide nada a la mujer tan sólo que no peque más; no se nos pide nada más que estemos atentos para no anular nuestra dignidad y fortalecernos interiormente para que otros no nos la arrebaten.  Pero también podemos situarnos al otro lado del espejo y ser como ese colectivo que, con dureza, juzga y anula, desprecia desde la intolerancia y la insensibilidad. Recordemos, entonces, que “quien esté libre de pecado que tire la primera piedra” y el resultado será un corazón solidario y empático con la debilidad humana. Tal vez sería otro importante paso a dar en nuestra vida.

Rosario Ramos

MORALISMO, FANATISMO E INSEGURIDAD

La escena –que no pertenecía originalmente al evangelio de Juan– remite a una pregunta muy frecuente en el trasfondo de los evangelios sinópticos: ¿qué es más importante: la norma o la persona? La ley judía, tal como indican quienes llevan a la mujer ante Jesús, exigía la muerte de los adúlteros: “Si uno comete adulterio con la mujer de su prójimo, los dos adúlteros son reos de muerte” (Lev 20,10); “Si sorprenden a uno acostado con la mujer de otro, han de morir los dos” (Deut 22,22). Aunque, en realidad, en una cultura tan machista como aquella, quien realmente moría era la mujer.

La religión reviste a la norma de un “manto sagrado” que pretende hacerla rígida e “intocable”, al ser presentada y considerada como expresión de la voluntad divina. La religión suele entender la norma como expresión de los “intereses de Dios” frente a los intereses del ser humano, dando como resultado un planteamiento en clave de rivalidad.

Por esa razón, la persona religiosa puede convertirse en fanática, arrogándose nada menos que la defensa de la voluntad divina. Así se explica la obcecación cruel de quienes, en nombre de la Ley, no dudan en apedrear a una mujer hasta la muerte.

Mientras la persona se halla identificada con ese modo de ver, no se cuestiona su actitud: aunque sea dar muerte a alguien, eso es lo que se debe hacer. Sin embargo, apenas tomamos un mínimo de distancia, empiezan los interrogantes: ¿Qué religión es esa en cuyo nombre se pueden matar personas y que no defiende al ser humano por encima de cualquier otro valor?

Se trata, sencillamente, de una religión que, al absolutizarse, se ha pervertido, proyectando un dios a imagen de los peores tiranos, autocráticos y vengativos.

Nos hallamos ante un riesgo que suele acechar a la persona religiosa…, mientras no desmonta sus ideas sobre Dios. Una prueba de ello es que este pasaje que comentamos fue omitido en la mayoría de los códices y a punto estuvo de perderse. La peripecia de este texto parece poner de relieve la tendencia humana a asegurar el cumplimiento de la norma, así como el miedo a admitir excepciones a la misma. No sería extraño que aquella comunidad primera hubiera tenido miedo de la actitud libre y perdonadora de Jesús, hasta el punto de silenciar (censurar) su novedad. 

Detrás de tanto juicio y condena –como en el texto que leemos hoy–, parece que no hay sino una inseguridad radical, que se disfraza justamente de seguridad absoluta. La misma necesidad de tener razón y de creerse portadores de la verdad es indicio claro de una inseguridad de base que resulta insoportable. Por eso, el fanatismo no es sino inseguridad camuflada, del mismo modo que el afán de superioridad esconde un doloroso complejo de inferioridad, a veces revestido de “nobles” justificaciones

Ante esa situación, Jesús no entra en discusiones, ni en intentos de convencerlos de lo errado de su posición. Como si supiera que las polémicas, cuando hay inseguridad (aunque sea inconsciente), no hacen otra cosa sino que las personas todavía se amurallen más en sus posturas previas y busquen más “argumentos” para sostenerlas.

Precisamente porque conoce el corazón humano, acierta al decir: “El que esté sin pecado que le tire la primera piedra”. Ante estas palabras, que desnudan las etiquetas autocomplacientes de quienes se creían “justos”, todos se alejan. Nadie es mejor que nadie: ¿con qué derecho juzgamos, descalificamos y condenamos?

Pero la respuesta de Jesús no termina ahí. La suya es una palabra de denuncia para los censores, pero de perdón para la mujer. No hay condena: “ve en paz”.

¿Descubro en mi vida algún signo de intolerancia que nace de mi inseguridad?

Enrique Martínez Lozano

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