Del Evangelio según san Marcos 1,29-39
«Vámonos a otra parte, …»

En aquel tiempo, al salir Jesús y sus discípulos de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron. Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles. Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar. Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron: «Todo el mundo te busca.» Él les respondió: «Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido.» Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando los demonios.

SANACIÓN Y FRAGILIDAD
Es urgente: ¡deja que Jesús te sane! De la fiebre del dolor, de la indolencia, del egoísmo, de la insolidaridad. De la fiebre que nos tiene postrados, que nos quita la dignidad y la libertad. De la fiebre de no acordarnos de los países empobrecidos… ¡Dejemos que Jesús nos sane! ¡Te llevamos a los enfermos para que tú los cures!
Él viene pronto a nuestra llamada, pero hemos de reconocer dicha fiebre, la que nos impide seguir amando y dándonos a los demás. Jesús es el médico que ha padecido antes por nosotros. Su medicina es su vida entregada, donada hasta el final, en la Cruz. En la fragilidad de la Cruz nos revela la fuerza del Amor de Dios.
Jesús nos ayudará a incorporarnos, a salir de la esclavitud de esa fiebre posesiva que no nos deja vivir.
Ante la Campaña de Manos Unidas, pidámosle al Señor que nos libre de ser cómplices del hambre en el mundo y nos haga cada día más generosos y comprometidos con la justicia.
Oración:
Sánanos, Señor, Jesús. Sana nuestras fiebres, nuestras heridas. Sana a este mundo sufriente. Y después de la curación, como la suegra de Pedro, pongámonos a servir. Tú eres la medicina que el mundo, la Iglesia y todos nosotros necesitamos.
Dibu: Patxi Velasco FANO
Texto: Fernando Cordero ss.cc.
INFLUENCERS
La curación de la suegra de Pedro es el relato más corto del Evangelio de Marcos y podemos calificarlo como primera escena comunitaria de Jesús con los suyos: los miembros de la incipiente comunidad están juntos en el espacio privado de una casa. Simón y Andrés, Santiago y Juan, las dos parejas de hermanos, están ya vinculados a Jesús desde la llamada recibida en el lago. Los cinco forman un cierto “bloque” mientras que la suegra de Simón está fuera del grupo: ellos de pie y ella separada, en cama y con una fiebre que “la posee”, le dicta el espacio en que debe estar (la cama) y la mantiene a distancia de los demás.
“Le hablan enseguida de ella”: se sobreentiende que es Simón quien toma la palabra, quizá también su mujer, y hablan de ella como de alguien ausente. Jesús, después de lo que oye, toma la iniciativa y franquea la distancia que le separa de la mujer. Su acción principal –“la levantó”, usando el mismo verbo de resucitar, va acompañada de dos gestos: acercarse y agarrarla de la mano. Al aproximarse y establecer contacto con la mujer, ella ya no esté separada, lejos o fuera, sino agarrada de la mano de él y erguida: Jesús ha suprimido la distancia, la ha puesto a su misma altura y ahora pueden mirarse a los ojos. Consecuencia: desaparece la fiebre que la postraba y la excluía.
El final del relato evoca una comida comunitaria en la que la excluida está ahora incorporada y se pone a hacer lo que sabe: servir. No como “rol de género”, sino desde esa diakonía que, según Jesús, es la marca del discípulo/a. Su manera de agradecer es precisamente esa y como ahora “está en pie”, puede inclinarse para servir.
Vamos a dar ahora la palabra al único personaje femenino de la escena – sin nombre propio y solo existente gracias a su yerno – para que nos cuente su propio relato en versión actualizada:
“Además de la dichosa fiebre, la verdad es que estaba pasando una mala racha y, de haber tenido más fuerzas, me hubiera puesto a tararear lo de “Hoy no me puedo levantar” de Mecano. Se me había vuelto borrosa la frontera entre los síntomas de la gripe y la sensación sombría de que me estaba haciendo vieja: tenía fatal los huesos, empezaba a sentirme inútil, se me había quemado varias veces la comida, ya no acertaba a enhebrar la aguja y derramaba la sopa porque me temblaban las manos. Me estaba metiendo poco a poco en un bucle tóxico que me hacía imaginar murmuraciones siniestras a mi alrededor: “no hay que hacerle mucho caso, se está volviendo hipocondríaca y maniática”; “todo el día nos está dando la brasa con sus batallitas y sus achaques”; “mejor que se quede quieta y no haga más estropicios en la cocina”; “piensa que, como tiene una buena pensión, puede hacer lo que le dé la gana…”. Tengo que reconocer que en aquel momento, además de paracetamol, estaba necesitando Prozac.
Así andaban mis ánimos, por los suelos, cuando vi de pie delante de mi cama al nuevo amigo galileo de mi yerno. Me dijo su nombre y yo el mío, se sentó a la cabecera y empezó a preguntarme cómo me sentía, desde cuándo estaba fastidiada y qué remedios tomaba. Me contó que también a su madre le dolía la espalda y que le iba a pedir la receta de un ungüento que aliviaba la artrosis de las manos. Le dije que de joven yo había vivido cerca de su pueblo, en Séforis, y que allí había aprendido a hacer unas rosquillas riquísimas. Él también las había comido en Nazaret y quedamos en que se las haría algún día. Luego me preguntó si me sentía con fuerzas para levantarme, me sostuvo mientras lo intentaba y, mientras me iba incorporando despacio, él silbaba algo que dijo se cantaba en las fiestas de su pueblo. Luego me acompañó hasta la cocina y me dejó allí.
Cuando nos sentamos a cenar aquella noche, yo traje las rosquillas que había preparado para todos. “- Están buenísimas, dijo, mejores que las mi madre, pero jamás lo repetiré si ella está delante…” Todos nos reímos y la velada se prolongó mientras yo iba y venía ocupándome de servirles; esa noche dormí tan profundamente como no recuerdo haberlo hecho nunca…”
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ALIVIAR EL SUFRIMIENTO
La enfermedad es una de las experiencias más duras del ser humano. No solo padece el enfermo que siente su vida amenazada y sufre sin saber por qué, para qué y hasta cuándo. Sufre también su familia, los seres queridos y los que le atienden.
De poco sirven las palabras y explicaciones. ¿Qué hacer cuando ya la ciencia no puede detener lo inevitable? ¿Cómo afrontar de manera humana el deterioro? ¿Cómo estar junto al familiar o el amigo gravemente enfermo?
Lo primero es acercarse. Al que sufre no se le puede ayudar desde lejos. Hay que estar cerca. Sin prisas, con discreción y respeto total. Ayudarle a luchar contra el dolor. Darle fuerzas para que colabore con los que tratan de curarlo.
Esto exige acompañarlo en las diversas etapas de la enfermedad y en los diferentes estados de ánimo. Ofrecerle lo que necesita en cada momento. No incomodarnos ante su irritabilidad. Tener paciencia. Permanecer junto a él.
Es importante escucharle. Que el enfermo pueda contar y compartir lo que lleva dentro: las esperanzas frustradas, sus quejas y miedos, su angustia ante el futuro. Es un respiro para el enfermo poder desahogarse con alguien de confianza. No siempre es fácil escuchar. Requiere ponerse en el lugar del que sufre, y estar atentos a lo que nos dice con sus palabras y, sobre todo, con sus silencios, gestos y miradas.
La verdadera escucha exige acoger y comprender las reacciones del enfermo. La incomprensión hiere profundamente a quien está sufriendo y se queja. De nada sirven consejos, razones o explicaciones doctas. Solo la comprensión de quien acompaña con cariño y respeto puede aliviar.
La persona puede adoptar ante la enfermedad actitudes sanas y positivas, o puede dejarse destruir por sentimientos estériles y negativos. Muchas veces necesitará ayuda para confiar y colaborar con los que le atienden, para no encerrarse solo en su dolor, para tener paciencia consigo mismo o para ser agradecido.
El enfermo puede necesitar también reconciliarse consigo mismo, curar heridas del pasado, dar un sentido más hondo a su sufrimiento, purificar su relación con Dios. El creyente puede entonces ayudarle a orar, a vivir con paz interior, a creer en su perdón y a confiar en su amor salvador.
El evangelista Marcos nos dice que las gentes llevaban sus enfermos y poseídos hasta Jesús. Él sabía acogerlos con cariño, despertar su confianza en Dios, perdonar su pecado, aliviar su dolor y sanar su enfermedad. Su actuación ante el sufrimiento humano siempre será para los cristianos el ejemplo a seguir en el trato a los enfermos.
José Antonio Pagola
Publicado en www.gruposdejesus.com
LA UTOPÍA DEL REINO Y LA REALIDAD DE LA PANDEMIA
El evangelio del domingo pasado contaba el asombro causado por la predicación de Jesús y por su poder sobre los espíritus inmundos. Todo eso ocurrió un sábado en la sinagoga de Cafarnaúm. El evangelio de este domingo nos cuenta cómo terminó ese sábado y qué ocurrió en los días siguientes.
En la primera parte se subraya el enorme poder de Jesús sobre las más diversas enfermedades, desde la fiebre de la suegra de Pedro hasta las manifestaciones de los endemoniados. Es una descripción maravillosa, que simboliza y anticipa el futuro Reino de Dios, cuando no habrá enfermedad, sufrimiento, llanto ni muerte.
El contraste es enorme con lo que estamos viviendo a propósito del covid-19, con millones de víctimas y la angustia de no saber cómo evolucionará. Los breves pasajes del evangelio de este domingo nos obligan a pensar en tantos enfermos y a tenerlos presentes en nuestra oración. También nos descubren a los continuadores de la actividad de Jesús, que no son principalmente los obispos y sacerdotes, sino los miles de personas relacionadas con el ámbito de la salud: científicos, médicos, enfermeras y enfermeros, auxiliares, farmacéuticos… No tienen la facilidad de Jesús para curar. Atienden a los enfermos en circunstancias difíciles y exigentes, sufren con los que no pueden salvar. Para ellos, el Reino de Dios es algo que todavía se espera y se pide: «Venga a nosotros tu Reino». Merecen nuestro agradecimiento y nuestra oración.
Elementos de un relato de milagro
Un relato de milagro consta generalmente de los siguientes elementos:
a) Se presenta al enfermo, subrayando a veces la gravedad de la enfermedad;
b) El interesado u otra persona pide su curación;
c) Jesús lo cura, a veces con solo su palabra, a veces con algún tipo de acción;
d) El enfermo demuestra que ha sido curado; p. ej., el paralítico carga con su camilla, el cojo da saltos.
Curación de la suegra de Pedro (Mc 1,29-31)
En este caso, el relato es extraordinariamente breve y todo se cuenta con rapidez.
Quien lee este relato de Marcos no presta atención al hecho de que la curación tenga lugar en sábado. Pero cuando se conocen los otros evangelios, y se sabe que una de las acusaciones más fuertes contra Jesús fue la de curar en sábado, el detalle adquiere mayor importancia.
La fiebre de la enferma no es de escasa importancia, le obliga a guardar cama. Y el hecho de que se lo cuenten a Jesús significa que le preocupa a la familia. Él no dice una palabra, se limita a tomarla de la mano y levantarla. Para demostrar que se ha curado plenamente, se pone a servirlos.
Una feminista radical estadounidense dedujo de este detalle final que ni siquiera el evangelio libera a la mujer de su situación de esclavitud a los varones. Pero es una visión demasiado estadounidense y actual del relato. Lo que quiere decir Marcos no es que la mujer cristiana deba estar al servicio del varón, sino que la suegra se curó plenamente.
Curaciones al atardecer (Mc 1,32-34)
Al ponerse el sol termina el descanso sabático. La gente puede caminar, comprar, etc., y aprovecha la ocasión para llevar ante Jesús a todos los enfermos y endemoniados. En este contexto dice Marcos, casi de pasada, que Jesús «expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar». Esta idea, que ya apareció en el relato del endemoniado y que se repetirá en otros momentos, la presentó Wilhelm Wrede en 1901 como «el secreto mesiánico». Jesús no quiere que la gente sepa desde el principio su verdadera identidad, tienen que irla descubriendo poco a poco, escuchándolo y viéndolo actuar.
No se dice cuánto tiempo dedicó a curar a muchos de ellos. Se supone que hasta tarde. En Israel, como en todo el Mediterráneo, la noche no cae de repente. Tampoco se dice dónde cenan Jesús y sus discípulos, ni dónde se quedan a dormir. Los evangelios no son biografías ni se detienen en detalles que consideran secundarios.
Jesús y sus colaboradores siguen proclamando el Reino (1,35-39)
La conducta de Jesús, levantándose de madrugada para rezar, trae a la mente las palabras del Salmo 63: «¡Oh, Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo!». Estamos al comienzo del evangelio, y Marcos indica algo que será una constante en la vida de Jesús: su oración, el contacto diario e intenso con el Padre, del que saca fuerzas para llevar adelante su misión.
Esta misión no se caracteriza por elegir lo cómodo y fácil. En Cafarnaúm toda la gente pregunta por él, quiere verlo y escucharlo. Sin embargo, él decide recorrer de nuevo toda Galilea. Ya lo había hecho solo, cuando metieron a Juan en la cárcel. Ahora lo hace acompañado de los cuatro discípulos. Y no solo predica, también expulsa demonios.
El demonio de la depresión (Job 7,1-4.6-7)
La primera lectura, tomada del libro de Job, ha sido elegida pensando en los enfermos a los que cura Jesús. Job pertenece al grupo de los endemoniados, pero en sentido moderno. No se trata de que esté poseído por un espíritu inmundo, sino de que se halla sumido en una profunda depresión. No le encuentra sentido a la vida, la ve como una carga insoportable, una noche que no se acaba, un futuro sin esperanza. La solución le vendrá por un duro enfrentamiento con Dios, que le obligará a salir de sí mismo, a abrir la ventana y contemplar las maravillas que lo rodean, hasta terminar reconociendo humildemente que no puede discutir con Dios ni culparlo de lo que le ocurre.
Relacionando esta lectura con el evangelio, parece sugerir al deprimido: acude a Jesús, o que alguien te lleve a él. No te hablará duramente, como Dios a Job, pero quizá te ayude a salir de ti mismo y a superar tu depresión. Porque, como dice el Salmo de hoy: «Él sana los corazones destrozados, venda sus heridas» (Sal 146,3).
«Alabad al Señor, que sana los corazones destrozados (Sal 146,1)
En las diversas y numerosas curaciones que ha contado el evangelio, resulta extraño que nadie dé las gracias a Jesús. Ni la suegra de Simón, ni su familia, ni los que acuden al ponerse el sol, ni los enfermos de toda Galilea. Pasa haciendo el bien sin esperar recompensa.
Por eso es bueno que el Salmo nos invite a alabar al Señor, reconociendo todo el bien que nos ha hecho. Este himno recoge motivos muy diversos para alabar a Dios: empieza por la reconstrucción de Jerusalén y la vuelta de los deportados, pero no pierde de vista a cada individuo, vendando las heridas de los que tienen el corazón destrozado y sosteniendo a los humildes.
José Luis Sicre
Documentación: Liturgia de la Palabra
Documentación: Meditación
Documentación: Plegarias
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