“Derruido mi convento, incendiado mi claustro, mi Amada tomó las alas de un águila; voló y elevóse sobre el mundo y cuanto el siglo posee, y fue a reposar en desiertos y sitios solitarios. Yo la seguí” MR
Así transcurrían los días, para Francisco en su refugio de Vich, esperando la ‘hora de Dios’ viviendo como verdadero carmelita en espíritu, teniendo por claustro el seno de rocas cubiertas de boscosa vegetación. Se sentía confraternizado con la naturaleza pudiendo repetir como el ‘poverello’ de Asís: mi hermana roca, mi hermano árbol, mi hermano cielo…
Un hito providencial contribuyó a mantener latente su esperanza durante su forzado aislamiento: establecer relación con su superior provincial el Padre José de Santa Concordia, que se hallaba en Selva del Campo (Tarragona), desde donde transmitía a los estudiantes carmelitas la orden de continuar sus estudios y a Francisco le pedía se preparara para recibir el presbiterado en cuanto le fuera posible.
El cumplimiento de esta obediencia significaba para Francisco, dar un adiós a su amada soledad; le era imprescindible trasladarse a Lérida. Una lucha de ideales se entremezclaban en su alma: el sacerdocio y la vida solitaria y por sobre todo, el cumplimiento de la voluntad de Dios. Sin sacerdocio, su vida eremítica carencia de la fuerza emanada del sacrificio eucarístico; desprovistas, también, sus aspiraciones más profundas de unión íntima con su ‘Amada’ en unión diaria sacramental. Nuevamente se debatía su alma entre el sacerdocio secular y la vida religiosa:
“Cuando mis superiores me anunciaron que debía ordenarme, jamás me parece aceptara el sacerdocio si me hubieran asegurado que en caso de verme obligado a salir del convento debería vivir como sacerdote secular, pues a mi parecer nunca sentí esta vocación y si consentí en ser sacerdote fue bajo la firme persuasión de que esta dignidad en modo alguno no me alejaba de mi profesión religiosa.
Cuando los revolucionarios españoles vinieron puñal en mano para asesinarnos en nuestros mismos conventos, no por eso me asusté, y una vez salvado por la protectora mano de la Providencia, me conformé lo mejor que pude con las reglas de mi profesión religiosa” VS
Francisco, al dejar el Seminario de Lérida había cursado tres años de filosofía, 1º de teología y recibida la tonsura. Quizá la penuria de sacerdotes fuera uno de los motivos que pudieron influir en el adelantamiento de su ordenación, pues las constituciones expresamente mandaban que “ningún religioso sea ordenado de diácono o subdiácono, sin que hayan pasado año y medio después de su profesión, a no ser por motivo particular; y la evidente penuria de sacerdotes exigía ese adelanto de ordenaciones a los candidatos que se juzgasen idóneos” Positio
Urgido por la obediencia, en la que interpretaba claramente que Dios le quería sacerdote, lleno de fe ciega en sus superiores, comenzó a prepararse espiritualmente en el camino ascendente que le llevaría a su ordenación sacerdotal. Francisco sabía, que el sacerdocio es una vocación y por lo mismo, don gratuito de Dios, sin mérito alguno por parte del hombre. Ser llamado por Cristo, invitado por Él, para que le represente y actúe en su nombre.
Nadie puede adjudicarse el derecho de representar a otro, sin que éste lo determine. En el sacerdocio, la decisión de elegir, viene de Dios; el hombre puede aceptar o rechazar la elección pero nunca adjudicársela por si mismo. A través del sacerdote, Cristo sigue realizando lo que sólo Él puede realizar; por eso el sacerdote es presencia de Cristo, palabra de Cristo, perdón de Cristo y amor de Cristo.
Maria Consuelo Orella cm

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