Francisco Palau. † Tarragona, 20 de marzo de 1872

Este año, el recuerdo de la muerte de nuestro Padre Fundador, coincide con la conmemoración de la entrada de Jesús en Jerusalén aclamado con gritos de júbilo.
Nos unimos a la muchedumbre y entonamos ¡Hosanna, gloria y honor al que viene en el nombre del Señor!
La alegría de esta celebración nos da oportunidad para recordar lo que nuestro Padre nos enseña acerca de ella. Afirma:
“Es una propiedad del hombre, dar señales exteriores de alegría. Estas manifestaciones de júbilo, son una virtud, evitando siempre lo que pueda envilecer al individuo, a la sociedad” PP
La alegría, emoción básica del hombre, como el miedo, la ira, la tristeza, es un estado interior generador de bienestar y energía. Surge cuando la persona se siente amada, estimada, cuando apreciamos el don de la vida, valoramos y ejercitamos los aspectos positivos, tales como la amistad, la bondad, la delicadeza. Cuando hacemos bien aquello que valoramos como correcto, surge en nuestro interior, una especie de satisfacción que alegra el corazón.
La alegría nace de dentro y puede ser percibida al exterior a través del semblante, de las actitudes… El signo más fácilmente reconocible de la alegría es, por lo común, una calida sonrisa, aunque la exteriorización de la alegría depende de cada persona, de forma diferente.
La alegría no es un tema recurrente en Francisco, sin embargo en sus escritos, se recogen evidentes testimonios que destacan alegría, cordialidad, afecto y hasta ternura.
El punto primordial de su ideario sobre la alegría la pone en la alegría espiritual, como un don que proviene del Espíritu Santo y se fundamenta en el amor que Dios tiene por cada persona. Se sustenta en la fe de que Dios está realmente presente en la vida de cada uno, tanto en los momentos felices como en los de mayor sufrimiento y se experimenta en la medida en que la persona identifica su propia vida con la de Jesucristo.
Cuando el alma se abandona en Dios, experimenta la paz, el gozo y la alegría verdadera. Los corazones de quienes están enamorados de Dios, viven un esponjamiento espiritual, tal, que quien no sea espiritual, puede imaginar.
Mª Consuelo Orella cm
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