Del Evangelio de San Lucas 9, 11b-17
Comieron hasta saciarse todos y todavía se recogieron doce cestos

Jesús les hablaba del Reino de Dios, y a los que tenían necesidad de curación los curaba. El día empezó a declinar, y los Doce, acercándose, le dijeron:
– Despide a la gente, para que, yendo a las aldeas y alquerías del contorno, se alberguen y encuentren provisiones, porque aquí estamos en un despoblado.
Les dijo:
– Dadles vosotros de comer.
Ellos dijeron:
– No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos nosotros a comprar comida para todo este pueblo -pues eran unos cinco mil hombres-
Y dijo a sus discípulos:
– Acomodadles por grupos de unos cincuenta.
Lo hicieron así, y acomodaron a todos. Y cogió los cinco panes y los dos peces, alzó los ojos al cielo, los bendijo y partió, y los iba dando a los discípulos para que los sirvieran a la gente. Y comieron hasta saciarse todos, y se recogió lo que les había sobrado de los pedazos: doce cestos.

LECTURA ORANTE DEL EVANGELIO
“Nada refleja mejor el amor del corazón de Dios que la Eucaristía. Es la comunión, es Él en nosotros, nosotros en Él. Y ¿no es esto el cielo en la tierra?” (Beata Isabel). .
‘Despide a la gente que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida’. Hay muchos que tienen hambre de vivir, de ser amados, escuchados, comprendidos. Hay muchas luces que encender, muchos cuerpos gastados que abrazar, muchas noches esperando auroras, muchos sufrimientos en busca de consuelo, muchas soledades sin compañía, mucha fe perdida en busca de una fuente. ¡Cuántas veces nos echamos a un lado! No aprovechamos las ocasiones que se presentan cada día para realizar acciones a favor de los demás. El momento más bello es el momento presente. Si lo vivimos en la plenitud del amor de Dios nuestra vida será maravillosamente bella. Cada palabra, cada gesto, cada conversación telefónica, cada decisión es la cosa más bella de nuestra vida. No vivamos ningún momento sin sentido. Señor, Jesús, enséñanos a afrontar la realidad.
‘Dadles vosotros de comer’. Como los apóstoles, también nosotros queremos escoger el camino fácil, Pero la vida es aprender a amar. Así nos la ha enseñado Jesús. La última verdad, la más simple, la más cercana a Jesús, es dar la vida, amar a todos, hacernos cargo de la gente que tiene hambre, que sufre, que está sola. Estas son las obras que quiere el Señor. Esta es la eucaristía ampliada que Jesús quiere celebrar en el mundo: una eucaristía llena de signos inteligibles, de compromiso y comunión solidarios, de amor del bueno. Queremos ser como los que entregan todo lo que tienen. Jesús, enséñanos a vivir el momento presente colmándolo de amor.
‘No tenemos más que cinco panes y dos peces’. No tenemos más que el momento presente para colmarlo de amor. Frente a las disculpas está el amor. Las lógicas humanas son muy razonables, pero muy distantes de la compasión radical de Jesús, de la bondad del Padre, de la gracia a manos llenas del Espíritu. Nuestra vida no nos pertenece, toda ella es de Dios para el bien de los demás. Además, tenemos que distinguir entre Dios y las obras de Dios. Algo pequeñito, hecho con amor, es más fecundo que las obras grandiosas. Cuando no tenemos casi nada y escogemos a Dios, Él hace maravillas. Jesús, aquí estamos. Y Tú nos dices: Aquí estoy yo.
Él, tomando los cinco panes, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Antes de dar de comer a la gente hambrienta, Jesús oró. Antes de realizar nuestra tarea, tenemos que orar. El centro de nuestra oración es una mirada prolongada a Jesús, hasta hacerse adoración y pan partido y repartido. En Jesús está la raíz de todo amor, de toda entrega. Viéndole a Él entregando el pan, nos sentimos llamados a entregar la vida. La Eucaristía es la más hermosa oración, es la cumbre de la vida cristiana. La fuerza y el amor de Jesús son irresistibles. Donde hay eucaristía, la paz arraiga, la bondad se extiende, hay pan para todos, Jesús está en medio, hay futuro para la humanidad. Tenemos tu amor en el corazón. Tú estás en medio de nosotros. Es hora de amar. ¡Qué poder tan liberador tiene tu amor, Jesús!
Equipo CIPE

LA PLENITUD HUMANA CONSISTE EN DARSE
Es muy difícil no caer en la tentación de decir sobre la eucaristía lo políticamente correcto y dispensarnos de un verdadero análisis del sacramento más importante de nuestra fe. Son tantos los aspectos que habría que analizar, y tantas las desviaciones que hay que corregir, que solo el tener que planteármelo, me asusta. Hemos tergiversado hasta tal punto el mensaje original del evangelio, que lo hemos convertido en algo totalmente ineficaz para llevarnos a una verdadera vida espiritual. Para recuperar el sacramento debemos volver a la tradición. Lo malo es que para algunos acaba en Trento.
Lo último que se le hubiera ocurrido a Jesús, es pedir que los demás seres humanos se pusieran de rodillas ante él. Él sí se arrodilló ante sus discípulos para lavarles los pies; y al terminar esa tarea de esclavos, les dijo: “vosotros me llamáis el Maestro y el Señor. Pues si yo, el Maestro y el Señor os he lavado los pies, vosotros tenéis que hacer los mismo”. Esa lección nunca nos ha interesado. Es más cómodo convertirle en objeto de adoración, que imitarle en el servicio y la disponibilidad para con todos los hombres.
Hemos convertido la eucaristía en un rito puramente cultual. En la mayoría de los casos no es más que una pesada obligación que, si pudiéramos, nos quitaríamos de encima. Se ha convertido en una ceremonia rutinaria, que demuestra la falta absoluta de convicción y compromiso. La eucaristía era para las primeras comunidades el acto más subversivo que nos podamos imaginar. Los cristianos que la celebraban se sentían comprometidos a vivir lo que el sacramento significaba. Eran conscientes de que recordaban lo que Jesús había sido durante su vida y se comprometían a vivir como él vivió.
El mayor problema de este sacramento hoy, es que se ha desorbitado la importancia de aspectos secundarios (sacrificio, presencia, adoración) y se ha olvidado totalmente la esencia de la eucaristía, que es precisamente su aspecto sacramental. Con la palabreja “transustanciación” no decimos nada, porque la “sustancia” aristotélica es solo un concepto que no tiene correspondencia alguna en la realidad física. La eucaristía es un sacramento. Los sacramentos ni son ritos mágicos ni son milagros. Los sacramentos son la unión de un signo con una realidad significada.
El signo.- Lo que es un signo lo sabemos muy bien, porque toda la capacidad de comunicación, que los seres humanos hemos desplegado, se realiza a través de signos. Todas las formas de lenguaje no son más que una intrincada maraña de signos. Con esta estratagema hacemos presentes mentalmente las realidades que no están al alcance de nuestros sentidos. Ahora bien, todos los sonidos, todos los gestos, todos los grafismos, que sirven para comunicarnos, son convencionales, no se pueden inventar a capricho. Si me invento un signo que no dice nada a los demás, será solo un garabato.
El primer signo es elPan partido y preparado para ser comido, es el signo de lo que fue Jesús toda su vida. La clave del signo no está en el pan como cosa, sino en el hecho de que está partido. El pan se parte para re-partirlo, y comerlo, es decir, el signo está en la disponibilidad de poder ser comido de inmediato. Jesús estuvo siempre preparado para que todo el que se acercara a él pudiera hacer suyo todo lo que él era. Se dejó partir, se dejó comer, se dejó asimilar; aunque esa actitud tuvo como consecuencia última que fuera aniquilado por los jefes oficiales de su religión. La posibilidad de morir por ser como era, fue asumida con la mayor naturalidad. Esto indica la calidad de su actitud vital.
El segundo signo es la sangre derramada. Es muy importante tomar conciencia de que para los judíos, la sangre era la vida misma. Si no tenemos esto en cuenta, se pierde el significado. Tenían prohibido tomar la sangre de los animales, porque como era la vida, pertenecía solo a Dios. Con esta perspectiva, la sangre está haciendo alusión a la vida de Jesús que estuvo siempre a disposición de los demás. No es la muerte la que nos salva, sino su vida humana que estuvo siempre disponible para todo el que lo necesitaba. El valor sacrificial que se le ha dado al sacramente no pertenece a lo esencial. Se trata de una connotación secundaria que no añade nada al verdadero significado del signo.
La realidad significada.- Se trata de una realidad trascendente, que está fuera del alcance de los sentidos. Si queremos hacerla presente, tenemos que utilizar los signos. Por eso tenemos necesidad de los sacramentos. Dios no los necesita, pero nosotros sí, porque no tenemos otra manera de acceder a esas realidades. Esas realidades son eternas y no se pueden ni crear ni destruir; ni traer ni llevar; ni poner ni quitar. Están siempre ahí. En lo que fue Jesús durante su vida, podemos descubrir esa realidad, la presencia de Dios como don. En el don total de sí mismo descubrimos a Dios que es Don absoluto y eterno.
El primero y principal objetivo al celebrar este sacramento, es tomar conciencia de la realidad divina en nosotros. Pero esa toma de conciencia tiene que llevarnos a vivir esa misma realidad como la vivió Jesús. Toda celebración que no alcance, aunque sea mínimamente, este objetivo, se convierte en completamente inútil. Celebrar la eucaristía pensando que me añadirá algo (gracia) automáticamente, sin exigirme la entrega al servicio de los demás, no es más que un autoengaño. Nos hemos conformado con realizar el signo sin tener en cuenta que un signo que no nos lleva a lo significado, es un garabato.
En la eucaristía se concentra todo el mensaje de Jesús, que es el AMOR. El Amor que es Dios manifestado en el don de sí mismo que hizo Jesús durante su vida. Esto soy yo: Don total, Amor total, sin límites. Al comer el pan y beber el vino consagrados, estoy completando el signo. Lo que quiere decir es que hago mía su vida y me comprometo a identificarme con lo que fue e hizo Jesús, y a ser y hacer yo lo mismo. El pan que me da la Vida no es el pan que como, sino el pan en que me convierto cuando me doy. Soy cristiano, no cuando “como a Jesús”, sino cuando me dejo comer, como hizo él.
El ser humano no tiene que liberar o salvar su «ego», a partir de ejercicios de piedad, que consigan de Dios mayor reconocimiento, sino liberarse del «ego» y tomar conciencia de que todo lo que cree ser, es artificial y anecdótica y que su verdadero ser está en lo que hay de Dios en él. Intentar potenciar el “yo”, aunque sea a través de ejercicios de devoción, es precisamente el camino opuesto al evangelio. Solo cuando hayamos descubierto nuestro verdadero ser, descubriremos la falsedad de nuestra religiosidad que solo pretende acrecentar el yo, y no solo aquí y ahora sino para siempre.
La comunión no tiene ningún valor si la desligamos del signo sacramental. El gesto de comer el pan y beber el vino consagrados es el signo de nuestra aceptación de lo que significa el sacramento. Comulgar significa el compromiso de hacer nuestro todo lo que ES Jesús. Significa que, como él, soy capaz de entregar mi vida por los demás, no muriendo, sino estando siempre disponible para todo aquel que me pueda necesitar. Es una pena que en estos días en que se celebran tantas primeras comuniones, hagamos pensar a los niños que lo importante es comulgar, sin hacerles ve que lo importante es celebrar la eucaristía en la que por primera vez, van a participar plenamente.
Todas las muestras de respeto hacia las especies consagradas están muy bien. Pero arrodillarse ante el Santísimo y seguir menospreciando o ignorando al prójimo, es un sarcasmo. Si en nuestra vida no reflejamos la actitud de Jesús, la celebración de la eucaristía seguirá siendo magia barata para tranquilizar nuestra conciencia. A Jesús hay que descubrirlo en todo aquel que espera algo de nosotros, en todo aquél a quien puedo ayudar a ser él mismo, sabiendo que esa es la única manera de llegar a ser yo mismo.
Fray Marcos
HACER MEMORIA DE JESÚS
1 Corintios 11,23-26
Al narrar la última Cena de Jesús con sus discípulos, las primeras generaciones cristianas recordaban el deseo expresado de manera solemne por su Maestro: «Haced esto en memoria mía».Así lo recogen el evangelista Lucas y Pablo, el evangelizador de los gentiles. Desde su origen, la Cena del Señor ha sido celebrada por los cristianos para hacer memoria de Jesús, actualizar su presencia viva en medio de nosotros y alimentar nuestra fe en él, en su mensaje y en su vida entregada por nosotros hasta la muerte. Recordemos cuatro momentos significativos en la estructura actual de la misa. Los hemos de vivir desde dentro y en comunidad.
La escucha del Evangelio
Hacemos memoria de Jesús cuando escuchamos en los evangelios el relato de su vida y su mensaje. Los evangelios han sido escritos, precisamente, para guardar el recuerdo de Jesús alimentando así la fe y el seguimiento de sus discípulos. Del relato evangélico no aprendemos doctrina sino, sobre todo, la manera de ser y de actuar de Jesús, que ha de inspirar y modelar nuestra vida. Por eso, lo hemos de escuchar en actitud de discípulos que quieren aprender a pensar, sentir, amar y vivir como él.
La memoria de la Cena
Hacemos memoria de la acción salvadora de Jesús escuchando con fe sus palabras: «Esto es mi cuerpo. Vedme en estos trozos de pan entregándome por vosotros hasta la muerte… Este es el cáliz de mi sangre. La he derramado para el perdón de vuestros pecados. Así me recordaréis siempre. Os he amado hasta el extremo». En este momento confesamos nuestra fe en Jesucristo haciendo una síntesis del misterio de nuestra salvación: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor Jesús». Nos sentimos salvados por Cristo, nuestro Señor.
La oración de Jesús
Antes de comulgar, pronunciamos la oración que nos enseñó Jesús. Primero, nos identificamos con los tres grandes deseos que llevaba en su corazón: el respeto absoluto a Dios, la venida de su reino de justicia y el cumplimiento de su voluntad de Padre. Luego, con sus cuatro peticiones al Padre: pan para todos, perdón y misericordia, superación de la tentación y liberación de todo mal.
La comunión con Jesús
Nos acercamos
como pobres, con la mano tendida;
tomamos el Pan de la vida;
comulgamos haciendo un acto de fe;
acogemos en silencio a Jesús en nuestro corazón y en nuestra vida:
«Señor, quiero comulgar contigo, seguir tus pasos, vivir animado con tu espíritu y colaborar en tu proyecto de hacer un mundo más humano».
José Antonio Pagola
Documentación: Liturgia de la Palabra
Documentación: Meditación
Documentación: Plegaria
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