“La Revolución tenía ya en su mano la tea incendiaria para abrasar todos los establecimientos religiosos y el temible puñal para asesinar a los individuos refugiados en ellos… Cuando los revolucionarios españoles vinieron puñal en mano para asesinarnos en nuestros mismos conventos, no por eso me asusté”
El desenlace de la noche del 25 de julio de 1835, fue culmen de una serie de hechos encadenados de que sólo es capaz una turba desenfrenada.
Al terminar la oración de la tarde, un religioso, atisbando a las Ramblas, desde la ventana de su celda, pudo contemplar a los incendiarios que se acercaban al convento, vociferando: ¡Mueran las frailes! Bajó rápidamente al refectorio y avisó a la comunidad. El alboroto que se armó fue indescriptible. Los ancianos lloraban buscando protección de los más jóvenes, mientras en el exterior, la turba forzando las puertas y arrancando los hierros de las ventanas, irrumpieron en la iglesia y le prendieron fuego por los cuatro costados.
Los religiosos, a toda prisa, se dividieron en dos grupos, uno, el de los más jóvenes, atravesando el noviciado saltaron al jardín y trepando la tapia, se refugiaron en el cercado vecino, hasta que al empezar la madrugada fueron entregados a un piquete de caballería que los condujo al presidio. El otro grupo, estaba constituido por los padres más ancianos, entre los que se encontraba un religioso, ciego de 71 años, a quien hubo que conducir para ayudarle a escapar. Francisco formó parte de este segundo grupo y tuvo ocasión de demostrar su caridad heroica y su espíritu de sacrificio, con el anciano indefenso, ya que al tratar de saltar la tapia, para pasar a la casa inmediata, ambos cayeron en una alberca. El ciego fue llevado a casa del propietario y puesto de inmediato en cama, mientras que Francisco huyó a toda prisa, dispersándose entre las casas vecinas tratando de escapar para esconderse.
A la madrugada, una patrulla de milicianos llegó en busca de religiosos al piso en que Francisco se había refugiado. La dueña, no queriéndolo delatarlo, le ayudó a ocultarse en un armario. Los milicianos hicieron un minucioso registro de todas las habitaciones y al llegar delante del armario, se empeñaron en abrirlo. Francisco, dentro del mueble, poniendo toda su confianza en Dios, y haciendo la señal de la cruz sobre la cerradura, contuvo la respiración, esperando el desenlace. Años más tarde narraría aquel trágico momento que le pareció una eternidad
Así nos lo cuenta Francisco:
«En cierta ocasión los sacrificadores me buscaban y sabido mi paradero, me sorprendieron en una casa de una mujer anciana y viuda. Esta mujer instrumento secreto de la Providencia, me encerró en un armario lleno de ropa que tenía dentro el cuarto donde yo dormía. Entrados los sacrificadores en el cuarto, pidieron la llave del armario a la anciana viuda. Y ésta, más sagas que ellos, puso la llave al cerrojo y volviéndola, no para abrir sino para torcer la llave, forcejeaba aparentando abrirle; y el jefe lleno de rabia, tomando la llave de manos de la viuda, al intentar abrir rompió los dientes; y la mujer aparentando enojo y furor por haberla roto la llave, a gritos y querellas los despachó. Y así fui salvo por manos de una mujer. MR
Dos días debió permanecer oculto Francisco en aquella casa, mientras, en la ciudad, el Gobernador continuaba, con repetidos bandos, exigiendo a los religiosos se entregaran con la promesa de que serían protegidos por las autoridades. La orden del comandante general fue fielmente ejecutada y desde las primeras horas de la madrugada, los religiosos se fueron entregando a los milicianos que, junto a los insultos proferidos por la plebe, fueron llevados al castillo de Montjuich y al presidio-fortaleza de la Ciudadela. Iban todos en estado lamentable, marcado el terror en sus rostros, vestidos de paisano, caminando entre improperios y blasfemias vomitadas por el pueblo que, lejos de sentir compasión por el inhumano espectáculo, se enardecía furiosamente con la presencia de aquella procesión de inocentes víctimas.
Francisco, enterado de que la casi totalidad de sus compañeros se hallaban arrestados en Montjuich o en la Ciudadela, no viendo posibilidad de solución digna, se decidió a entregarse a las milicias que le llevaron preso a la Ciudadela.
Años más tarde, escribía sobre estos acontecimientos:
“Era yo joven de 23 años cuando vino la revolución del 35 y encendió mi claustro: eran tan vivos mis deseos de ver el objeto de mi amor sin velos y cara a cara, que no cuidé de salir de entre las llamas. Vino mi Amada, me tendió las manos y salí ileso de las ruinas de mi convento”
María Consuelo Orella cm

0 comentarios