Evangelio de Lucas 2, 41-52
¿No sabíais que yo debía estar en la casa [las cosas] de mi Padre?

Sus padres iban cada año a Jerusalén por las fiestas de Pascua.
Y nada más cumplir doce años, cuando subieron ellos según la costumbre de la fiesta y completaron los días, cuando regresaron ellos se quedó el niño Jesús en Jerusalén; sin que lo advirtieran sus padres, creyendo, como creían que estaba en la caravana , caminaron una jornada; y lo buscaban entre los parientes y conocidos, pero al no encontrarlo se volvieron a Jerusalén para buscarlo.
Y resultó, que después de tres días le encontraron en el Templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y preguntándoles y todo su auditorio estaba asombrado de la inteligencia de sus respuestas.
Al verlo, quedaron pasmados, y le dijo su madre:
– Hijo, ¿por qué te portaste así con nosotros? Mira que tu padre y yo andábamos buscándote desconsolados.
Pero les dijo:
– ¿Qué motivo había para buscarme? ¿No sabíais que tengo que estar en la casa de mi Padre?
Con todo, ellos no entendieron la respuesta que les dio.
Pero bajó con ellos y llegó a Nazaret, y seguía estándoles subordinado.
Su madre guardaba diligentemente todas aquellas cossa en su corazón.
Y Jesús progresaba en la sabiduría, estatura y gracia ante Dios y ante los hombres.

UNA FAMILIA DIFERENTE
Entre los católicos se defiende casi instintivamente el valor de la familia, pero no siempre nos detenemos a reflexionar el contenido concreto de un proyecto familiar, entendido y vivido desde el Evangelio. ¿Cómo sería una familia inspirada en Jesús?
La familia, según él, tiene su origen en el misterio del Creador que atrae a la mujer y al varón a ser «una sola carne», compartiendo su vida en una entrega mutua, animada por un amor libre y gratuito. Esto es lo primero y decisivo. Esta experiencia amorosa de los padres puede engendrar una familia sana.
Siguiendo la llamada profunda de su amor, los padres se convierten en fuente de vida nueva. Es su tarea más apasionante. La que puede dar una hondura y un horizonte nuevo a su amor. La que puede consolidar para siempre su obra creadora en el mundo.
Los hijos son un regalo y una responsabilidad. Un reto difícil y una satisfacción incomparable. La actuación de Jesús, defendiendo siempre a los pequeños y abrazando y bendiciendo a los niños, sugiere la actitud básica: cuidar la vida frágil de quienes comienzan su andadura por este mundo. Nadie les podrá ofrecer nada mejor.
Una familia cristiana trata de vivir una experiencia original en medio de la sociedad actual, indiferente y agnóstica: construir su hogar desde Jesús. «Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». Es Jesús quien alienta, sostiene y orienta la vida sana de la familia.
El hogar se convierte entonces en un espacio privilegiado para vivir las experiencias más básicas de la fe cristiana: la confianza en un Dios Bueno, amigo del ser humano; la atracción por el estilo de vida de Jesús; el descubrimiento del proyecto de Dios, de construir un mundo más digno, justo y amable para todos. La lectura del Evangelio en familia es, para todo esto, una experiencia decisiva.
En un hogar donde se le vive a Jesús con fe sencilla, pero con pasión grande, crece una familia siempre acogedora, sensible al sufrimiento de los más necesitados, donde se aprende a compartir y a comprometerse por un mundo más humano. Una familia que no se encierra solo en sus intereses sino que vive abierta a la familia humana.
Muchos padres viven hoy desbordados por diferentes problemas, y demasiado solos para enfrentarse a su tarea. ¿No podrían recibir una ayuda más concreta y eficaz desde las comunidades cristianas? A muchos padres creyentes les haría mucho bien encontrarse, compartir sus inquietudes y apoyarse mutuamente. No es evangélico exigirles tareas heroicas y desentendernos luego de sus luchas y desvelos.
José Antonio Pagola

PADRE – HIJO: LO INVISIBLE Y LO MANIFESTADO
Si la piedad mariana adoleció de sentimentalismo, algo parecido ocurrió con la imagen de (y la devoción a) la “Sagrada Familia”. En realidad, los evangelios no aportan datos que avalen esa interpretación. Al contrario, las referencias más fidedignas aseguran que Jesús no solo no fue comprendido por los suyos, sino que, al contrario, “sus parientes fueron para llevárselo, pues decían que estaba trastornado” (Mc 3,21).
En otra ocasión, “llegaron su madre y sus hermanos y, desde fuera [“fuera” del grupo de discípulos y seguidores], lo mandaron llamar. La gente estaba sentada a su alrededor, y le dijeron: «Oye. Tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan». Jesús les respondió: «¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?». Y mirando entonces a los que estaban sentados a su alrededor, añadió: «Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre»” (Mc 3,31-35).
Todo ello debería hacernos pensar que la imagen de la “Sagrada Familia” fue una piadosa proyección posterior y, en épocas más recientes, sirvió como ideología legitimadora de la clásica familia burguesa, en la que los roles estaban perfectamente asignados: el padre aseguraba el sustento y gozaba de toda autoridad; la madre era la encargada del cuidado de la casa y de los hijos; y estos últimos habían de vivir en sumisión hasta el momento de independizarse.
En épocas todavía más recientes, aquella misma imagen se utiliza hasta la exageración como legitimadora de un único modelo de familia, descartando a priori cualquier otro modelo alternativo.
De este modo, la religión se ve alineada con los sectores más conservadores o tradicionalistas, cuando no adopta posturas beligerantes con quienes plantean otras posibles opciones.
El texto de Lucas que leemos hoy es puro simbolismo. Ocurre a los “doce años”, es decir, en el “paso” a la edad adulta, cuando los jóvenes peregrinaban ya al Templo de Jerusalén.
Pues bien, ese “paso” queda marcado por una palabra de Jesús –la primera que Lucas pone en sus labios-, que manifiesta lo que había de ser toda su misión: “ocuparse de las cosas del Padre”.
El lector atento descubrirá que la palabra “Padre”, en el evangelio de Lucas, abre y cierra toda la actividad de Jesús: la pronuncia aquí –es su primera palabra-, y la repetirá al final de su vida, ya en la cruz, con la que mostrará el “paso” a la Vida: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46).
Con este “juego” literario, el evangelista quiere mostrar la identidad de Jesús como hijo y su docilidad al Padre, como eje de toda su misión. Filiación y docilidad constituyen los rasgos básicos en los que se asienta todo el mensaje y la actuación del maestro de Nazaret.
En un lenguaje mítico, creíamos saber el contenido preciso de ambos términos: Jesús era el Hijo eterno del Padre, que viene al mundo como revelador, y que realiza esa misión a través de una obediencia completa que incluye la muerte violenta en la cruz. Ser cristiano significaba creer en Jesús como salvador y adoptar una actitud de sumisión a la voluntad del Padre, como la suya.
Lo característico del lenguaje mítico y del modelo dual es la idea de la separación de todo (Dios incluido, como una entidad aislada) y del intervencionismo divino. Cuando, debido a la propia evolución de la consciencia, cae aquel lenguaje y se resquebraja el modelo dual, nos vemos llevados a expresar aquella sabiduría en una “idioma” diferente.
“Hijo” y “Padre” son términos necesariamente correlativos –no puede existir el uno sin el otro- y hacen referencia a las dos caras –visible e invisible, manifiesta e inmanifestada- de lo Real. Jesús es el Hijo, pero eso es también lo que somos todos y todo: no hay nada que no sea manifestación de Lo que es, del Misterio inmanifestado.
Trinidad es otro modo de nombrar a la No-dualidad: lo invisible (“Padre”) y lo visible (“Hijo”) no son dos realidades que se hayan de sumar, sino únicamente las dos caras de la Única Realidad, enlazadas en la secreta Unidad de un Abrazo (“Espíritu”).
Vivir en docilidad al Padre es permitir que la Vida fluya a través de nosotros, sin bloqueos ni apropiaciones. Esto implica una desapropiación del ego, que se da cuando ya no lo reconocemos como nuestra identidad, y dejamos de vivirnos para él. Entonces, como en el caso de Jesús, no tenemos cosas “propias” de las que ocuparnos; nos dedicamos a “las cosas del Padre”.
Enrique Martinez Lozano
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