Del Evangelio de Juan 3, 16-18
… tanto amó Dios al mundo…

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo:
— Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna.
Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él, no será condenado; el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.

TRINIDAD: SÓLIDA, LÍQUIDA Y GASEOSA
Dice el Evangelio de Juan: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único…”. El Amor de Dios nos regala a su Hijo gracias al fuego, a la cadena de Amor del Espíritu.
El Amor es un misterio. El misterio es grandísimo, lo abarca todo. De alguna manera, el misterio es inexplicable. No tenemos palabras.
Esta semana, nuestro amigo Fano, nos explica con su imaginación y el diálogo con sus amigos teólogos de Málaga, una imagen muy bonita para intentar comprender a este Dios, que siendo uno, es trino: un Dios verdadero y tres personas distintas (Padre, Hijo y Espíritu Santo). En verdad, Dios es comunidad, comunidad de Amor, a lo que estamos llamados nosotros como Iglesia.
La ocurrencia de Fano gira en torno al agua, tres estados en una materia:
Dios Padre es un amor sólido que se derrite por mí, por cada uno de nosotros.
Dios Hijo es agua viva que se desborda de amor por mí, por cada uno de nosotros.
Dios Espíritu Santo, que invisible sube al Cielo y es motor como el vapor.
Entremos, amigos, en la corriente de amor, en el agua sólida, líquida y gaseosa del Amor de Dios.
Dibu: Patxi Velasco FANO
Texto: Fernando Cordero sscc
DIOS NO JUZGA EL MUNDO, SINO QUE LO INVITA A ACOGER SU SALVACIÓN
El texto de hoy se encuentra al final del diálogo de Jesús con Nicodemo que leído en su totalidad presenta una de las claves fundamentales que permite entender en toda su hondura el texto que hoy comentamos. Esta clave se podría formular diciendo que creer en Dios, en el Dios que anunció Jesús y desde el que se vivió en todo su ser, no es una cuestión de esfuerzo ni de grandes reflexiones, es abrirse a un encuentro transformador que redimensiona toda la vida.
Tanto amó Dios al mundo… Nos resulta a veces difícil de entender que en Dios solo hay amor y que, por tanto, solo quiere amarnos, acompañarnos, apoyar nuestra felicidad. En estos meses de pandemia desde multitud de foros nos han invitado a rezar, pero pocas veces nos han invitado a sentirnos abrazados por el amor incondicional de Dios para afrontar estos momentos inciertos. Pocas veces nos han ayudado a mirar a Jesús y contemplarlo afrontando el mal con fe y esperanza, sin culpar a nadie, y menos a Dios, del dolor humano.
Jesús entregó su vida para que nadie quedase fuera del abrazo de su Padre-Madre. Jesús afrontó el fracaso de la cruz, no porque Dios buscase un “chivo expiatorio” para recuperar la confianza en la humanidad y empezar de nuevo, sino que se dejó vencer en la cruz porque la violencia cierra las puertas al amor, a la bondad, a la confianza y solo de esa manera Dios podía seguir ofreciendo la Vida a todas/os y cada una/o de las/os que habitamos este mundo.
Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo... Tenemos la tentación de pensar que Dios juzga con nuestros propios criterios, que cada uno recibe lo que siembra, que quien obra mal finalmente será castigado…Pero Dios no es así, y Jesús lo dejó muy claro con sus palabras, pero también con su praxis. Él no juzgó a las personas, sino sus actos. Él no condenó a sus enemigos, sino que los acogió con entrañas maternas, se sentó con ellos a la mesa, los miró a los ojos, los buscó para liberarlos del mal.
A Jesús lo juzgaron por eso, por no juzgar, por no separar a los buenos de los malos, por no castigar, por no justificar el lanzamiento de la piedra condenatoria. Como a sus contemporáneos, nos cuesta entender que el amor verdadero lleva siempre de la mano el perdón y que Dios nunca va a satisfacer nuestros deseos de venganza, de reparación sino es perdonándonos a nosotras/os y a nuestros enemigos/as.
El que cree en él no será juzgado…El evangelio de Juan es sin duda un texto complejo y no siempre fácil de entender en toda su hondura por su lenguaje y por muchas de sus construcciones teológicas, sin embargo, es clara la llamada que continuamente hace a sus lectores/as a tomar postura ante la persona y el mensaje de Jesús. Es una llamada que no se puede dejar para mañana, sino que hay que responder aquí y ahora. Por eso, creer para este evangelio no es asentir a una serie de verdades sagradas, sino decidirse por Jesús y acoger su salvación.
Jesús no obligó a nadie a convertirse a ningún credo, ni condicionó su acción sanadora y salvadora a ritos u ofrendas. Él invitó sencillamente a confiar, a escuchar y a hacer camino junto a él. De hecho, Nicodemo se admira de las enseñanzas y signos que hace Jesús y por eso sabe que Dios está con él (Jn 3, 2), pero Jesús lo invita a algo más, lo invita a nacer de nuevo, lo invita a creer (Jn 3, 3). Por eso desde ahí se entiende que quien cree no será juzgado (Jn 3, 18).
Creer del modo que nos propone este evangelio en coherencia con lo recibido del Maestro, solo es posible si reconfiguramos nuestras creencias, nuestras falsas ideas sobre Dios y sobre los seres humanos y nuestra conducta a la luz de la propuesta de Jesús. Solo así es posible acoger la salvación y entender a Jesús. Y para eso hay que nacer de nuevo, volverse a sorprender con la vida, abrirse a recibir el dinamismo de la santa Ruah.
El texto de hoy nos ofrece una nueva oportunidad para hacernos la pregunta de cómo creo, cómo experimento la salvación que el Dios amor anunciado, vivido y entregado por Jesús me ofrece. No hay juicio pero sí, la urgencia de una toma de postura, de una decisión que libere nuestros miedos, nuestras falsas seguridades, nuestro egoísmo y sane la angustia y el dolor que muchas veces nos aflige.
En este momento en que necesitamos afrontar el golpe con el que la pandemia nos ha herido a cada una/o y a toda la humanidad en su conjunto, creer que Dios es más grande que cualquier mal, experimentar que no estamos solos/as en la incertidumbre, sentir que es posible sentirnos salvados/as y así ser oferta de salvación para otros/as podría hacernos decir como Nicodemo: ¿Cómo puede ser esto? (Jn 3, 9). Puede ser si hacemos con Jesús el camino, puede ser si con realismo nos abrimos a la esperanza, puede ser si dejamos que la santa Ruah habite nuestro corazón como brisa suave que conforta y alienta, puede ser si nos sentimos parte de la humanidad herida y nos decidimos a recuperar la salvación que Dios pone en nuestro corazón y la compartimos con otros/as en el cotidiano camino de nuestra historia.
Y así, podrá ser que nuestro testimonio creyente forme parte del esfuerzo de tantos por hacer posible una nueva humanidad y una nueva historia.
Carme Soto Varela

ABRIRNOS AL MISTERIO DE DIOS
A lo largo de los siglos, los teólogos han realizado un gran esfuerzo por acercarse al misterio de Dios formulando con diferentes construcciones conceptuales las relaciones que vinculan y diferencian a las Personas divinas en el seno de la Trinidad. Esfuerzo, sin duda, legítimo, nacido del amor y el deseo de Dios.
Jesús, sin embargo, no sigue ese camino. Desde su propia experiencia de Dios, invita a sus seguidores a relacionarse de manera confiada con Dios Padre, a seguir fielmente sus pasos de Hijo de Dios encarnado, y a dejarnos guiar y alentar por el Espíritu Santo. Nos enseña así a abrirnos al misterio santo de Dios.
Antes que nada, Jesús invita a sus seguidores a vivir como hijos e hijas de un Dios cercano, bueno y entrañable, al que todos podemos invocar como Padre querido. Lo que caracteriza a este Padre no es su poder y su fuerza, sino su bondad y su compasión infinitas. Nadie está solo. Todos tenemos un Dios Padre que nos comprende, nos quiere y nos perdona como nadie.
Jesús nos descubre que este Padre tiene un proyecto nacido de su corazón: construir con todos sus hijos e hijas un mundo más humano y fraterno, más justo y solidario. Jesús lo llama «reino de Dios», e invita a todos a entrar en ese proyecto del Padre buscando una vida más justa y digna para todos, empezando por sus hijos más pobres, indefensos y necesitados.
Al mismo tiempo, Jesús invita a sus seguidores a que confíen también en él: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios; creed también en mí». Él es el Hijo de Dios, imagen viva de su Padre. Sus palabras y sus gestos nos descubren cómo nos quiere el Padre de todos. Por eso invita a todos a seguirlo. Él nos enseñará a vivir con confianza y docilidad al servicio del proyecto del Padre.
Con su grupo de seguidores, Jesús quiere formar una familia nueva donde todos busquen «cumplir la voluntad del Padre». Esta es la herencia que quiere dejar en la tierra: un movimiento de hermanos y hermanas al servicio de los más pequeños y desvalidos. Esa familia será símbolo y germen del nuevo mundo querido por el Padre.
Para esto necesitan acoger al Espíritu que alienta el Padre y a su Hijo Jesús: «Vosotros recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y así seréis mis testigos». Este Espíritu es el amor de Dios, el aliento que comparten el Padre y su Hijo Jesús, la fuerza, el impulso y la energía vital que hará de los seguidores de Jesús sus testigos y colaboradores al servicio del gran proyecto de la Trinidad Santa.
José Antonio Pagola
Publicado en www.gruposdejesus.com
FIESTA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD
El año litúrgico comienza con el Adviento y la Navidad, celebrando cómo Dios Padre envía a su Hijo al mundo. En los domingos siguientes recordamos la actividad y el mensaje de Jesús. Cuando sube al cielo nos envía su Espíritu, que es lo que celebramos el domingo pasado. Ya tenemos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Estamos preparados para celebrar a los tres en una sola fiesta, la de la Trinidad.
Esta fiesta surge bastante tarde, en 1334, y fue el Papa Juan XII quien la instituyó. Quizá se pretendía (como ocurrió con la del Corpus) contrarrestar a grupos heréticos que negaban la divinidad de Jesús o la del Espíritu Santo. Así se explica que el lenguaje usado en el Prefacio sea más propio de una clase de teología que de una celebración litúrgica. En cambio, las lecturas son breves y fáciles de entender, centrándose en el amor de Dios.
La única definición bíblica de Dios (Éxodo 34,4b-6.8-9)
La primera lectura, tomada del libro del Éxodo, ofrece la única definición (mejor, autodefinición) de Dios en el Antiguo Testamento y rebate la idea de que el Dios del Antiguo Testamento es un Dios terrible, amenazador, a diferencia del Dios del Nuevo Testamento propuesto por Jesús, que sería un Dios de amor y bondad. La liturgia ha mutilado el texto, pero conviene conocerlo entero.
Moisés se encuentra en la cumbre del monte Sinaí. Poco antes, le ha pedido a Dios ver su gloria, a lo que el Señor responde: «Yo haré pasar ante ti toda mi riqueza, y pronunciaré ante ti el nombre de Yahvé» (Ex 33,19). Para un israelita, el nombre y la persona se identifican. Por eso, «pronunciar el nombre de Yahvé» equivale a darse a conocer por completo. Es lo que ocurre poco más tarde, cuando el Señor pasa ante Moisés proclamando:
«Yahvé, Yahvé, el Dios compasivo y clemente, paciente y misericordioso y fiel, que conserva la misericordia hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos y pecados, aunque no deja impune y castiga la culpa de los padres en los hijos, nietos y bisnietos» (Ex 34,6-7).
Así es como Dios se autodefine. Con cinco adjetivos que subrayan su compasión, clemencia, paciencia, misericordia, fidelidad. Nada de esto tiene que ver con el Dios del terror y del castigo. Y lo que sigue tira por tierra ese falso concepto de justicia divina que «premia a los buenos y castiga a los malos», como si en la balanza divina castigo y perdón estuviesen perfectamente equilibrados. Es cierto que Dios no tolera el mal. Pero su capacidad de perdonar es infinitamente superior a la de castigar. Así lo expresa la imagen de las generaciones. Mientras la misericordia se extiende a mil, el castigo sólo abarca a cuatro (padres, hijos, nietos, bisnietos). No hay que interpretar esto en sentido literal, como si Dios castigase arbitrariamente a los hijos por el pecado de los padres. Lo que subraya el texto es el contraste entre mil y cuatro, entre la inmensa capacidad de amar y la escasa capacidad de castigar. Esta idea la recogen otros pasajes del AT:
«Tú, Señor, Dios compasivo y piadoso, paciente, misericordioso y fiel» (Salmo 86,15).
«El Señor es compasivo y clemente, paciente y misericordioso; no está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo. No nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas; como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles; como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos; como un padres siente cariño por sus hijos, siente el Señor cariño por sus fieles» (Salmo 103, 8-14).
«El Señor es clemente y compasivo, paciente y misericordioso; El Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas» (Salmo 145,8-9).
«Sé que eres un dios compasivo y clemente, paciente y misericordioso, que se arrepiente de las amenazas» (Jonás 4,2).
Como consecuencia de lo anterior, Dios se convierte para Moisés en modelo de amor al pueblo: las etapas del desierto han sido momentos de incomprensión mutua, de críticas acervas, de relación a punto de romperse. Ahora, las palabras de Dios mueven a Moisés a interesarse por el pueblo y a demostrarle el mismo amor que Dios le tiene.
El amor de Dios al mundo (Juan 3,16-18)
Este breve fragmento, tomado del extenso diálogo entre Nicodemo y Jesús, insiste en el tema del amor de Dios llevándolo a sus últimas consecuencias. No se trata solo de que Dios perdone o sea comprensivo con nuestras debilidades y fallos. Su amor es tan grande que nos entrega a su propio hijo para que nos salvemos y obtengamos la vida eterna. «De tal manera amó Dios al mundo…». La palabra «mundo» puede significar en Juan el conjunto de todo lo malo que se opone a Dios. Pero en este caso se refiere a las personas que lo habitan, a las que Dios ama de una forma casi imposible de imaginar. Dios no pretende condenar, como muchas veces se predica y se piensa, sino salvar, dar la vida. Una vida que consiste, desde ahora, en conocer a Dios como Padre y a su enviado, Jesucristo, y que se prolongará, después de la muerte, en una vida eterna. En estos meses de pandemia, que nos han puesto en contacto frecuente con la muerte, las palabras de Jesús nos sirven de ánimo y consuelo.
Nuestra respuesta: amor con amor se paga (2 Corintios 13,11-13)
En la primera lectura, Dios se convertía en modelo para Moisés, animándolo al amor y al perdón. En la carta de Pablo a los corintios, Dios se convierte en modelo para los cristianos. La misma unión y acuerdo que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu debe darse entre nosotros, teniendo un mismo sentir, viviendo en paz, animándonos mutuamente, corrigiéndonos en lo necesario, siempre alegres.
Esta lectura ha sido elegida porque menciona juntos (cosa no demasiado frecuente) a Jesucristo, a Dios Padre y al Espíritu Santo. En esas palabras se inspira uno de los posibles saludos iniciales de la misa.
José Luis Sicre
Documentación: Liturgia de la Palabra
Documentación: F. Ulibarri: Lo creo, lo siento, lo sé
Documentación: Canción: Salomé Arrecibitia: Padre, Hijo y Espíritu
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