Evangelio de Juan 20, 19 – 23
¡Paz a vosotros! ¡Recibid el Espíritu Santo!

Llegado el atardecer de aquel día, el primero de la semana, y estando candadas por el miedo a los judíos, las puertas de la casa donde estaban los discípulos, llegó Jesús y se puso en medio, y les dice:
– ¡Paz a vosotros!
Y, después de decir esto, les enseñó las manos y el costado; asi que los discípulos se alegraron al ver al Señor. Volvió, pues a decirles:
– ¡Paz a vosotros!. Como el Padre me envió, también yo os envío.
Y después de decir esto, sopló y les dijo:
– Recibid el Espíritu Santo, si perdonáis los pecados de algunos, les quedan perdonados; si retenéis los de alguno, quedan retenidos.

ME QUEDO CON EL ASOMBRO
“El exceso de explicación nos aleja del asombro”. Esta afirmación de Ionesco, leída por casualidad, resulta muy inspiradora a la hora de celebrar Pentecostés y nos invita a alejarnos un poco del mundo de los razonamientos teológicos y explorar el mundo de las imágenes y los símbolos a la hora de hablar del Espíritu. Porque, además, es el que empleaba el experto en lenguaje que era Jesús cuando hablaba de candiles, remiendos, rebaños, arcas o pellejos de vino para acercar a nosotros el misterio del Reino.
Partimos de imágenes que tienen el copyright de Pablo pero que seguramente aceptaría que las adaptáramos hoy a otros ámbitos como el deporte, la informática o los negocios. Expresarlas en femenino permite ser coherentes con el lenguaje bíblico que califica como Ruaj, un término femenino, a la fuerza espiritual divina.
“Cuando venga el Paráclito que yo os enviaré de parte del Padre, él dará testimonio de mí.” (Jn 15,26). La palabra “Paráclito” viene de un verbo griego que expresa la acción de confortar, defender, exhortar, animar… Suele traducirse como “defensor”, pensando seguramente en el papel que hace el abogado con su cliente, pero existen otros ámbitos, aparte del jurídico, que iluminan también en qué consiste la acción del Espíritu. Uno de ellos es el del deporte y, dentro de él, la figura del entrenador de un atleta o de un equipo es un personaje que simboliza bien esa acción de “estar a favor”, de implicarse, de emplear todas sus energías, saberes y estrategias al servicio de los que entrena. Y no hay nadie que tenga más empeño que él en conseguir que jueguen bien y que alcancen la victoria los aquellos a los que ha dedicado su tiempo y su esfuerzo. En este juego de nuestra vida cristiana, sabemos que podemos contar siempre con una “Entrenadora” que está siempre de nuestra parte, que nos anima y nos estimula, que conoce bien nuestros recursos y también nuestros fallos y que puede enseñarnos a sacar partido de todo ello para conseguir la victoria.
“El Espíritu lo sondea todo, incluso las profundidades de Dios” (1Cor 2,10). Al intercambiar sin demasiado esfuerzo el verbo “sondear” por el de “navegar”, uno de los verbos más utilizados en informática, encontramos en ese lenguaje expresiones que permitirían hablar de la Ruaj como “Navegadora” porque “permite acceder”, “abre ventanas”, “posibilita la búsqueda de respuestas…” Si la elegimos como Navegadora por defecto, nos dará acceso a la experiencia de la inmerecida generosidad y abrirá nuestras ventanas a la compasión, la solidaridad y el perdón.
“Habéis sido sellados con el Espíritu Santo…” (Ef 1,13b). “El Espíritu atestigua que somos hijos de Dios” (Rom 8,16). Si estamos ante un lenguaje de mercado y el consumo que habla de marcas, sellos de calidad y etiquetas ¿no podemos llamar a la Ruaj “Controladora” de nuestra denominación de origen? Ella nos marca con un sello que atestigua quiénes somos y nos recuerda nuestra verdadera procedencia: “No habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos que nos permite clamar: “Abba, Padre” (Rom 8, 14). “Sois raza escogida, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para proclamar la grandeza del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa”, proclama la Primera carta de Pedro (2,9) y Pablo no dejaba que los Filipenses olvidaran qué nacionalidad figuraba en su “pasaporte”: “Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos recibir al Señor Jesucristo…” (Fil 3,20).
Solo necesitamos desplegar nuestras velas” y dejar que la Ruaj nos conduzca hacia ese Dios de la donación, la abundancia, la generosidad y el exceso que se nos ha revelado en Jesús.
De todas maneras, quien siga prefiriendo evocar al Espíritu como dulce huésped del alma, sombra en medio del bochorno, brisa que nos refresca o llama que derrite nuestro hielo…, está en su derecho y para ser totalmente sincera, me parece que también yo.
Dolores Aleixandre RSCJ

ACOGER LA VIDA
Hablar del «Espíritu Santo» es hablar de lo que podemos experimentar de Dios en nosotros. El «Espíritu» es Dios actuando en nuestra vida: la fuerza, la luz, el aliento, la paz, el consuelo, el fuego que podemos experimentar en nosotros y cuyo origen último está en Dios, fuente de toda vida.
Esta acción de Dios en nosotros se produce casi siempre de forma discreta, silenciosa y callada; el mismo creyente solo intuye una presencia casi imperceptible. A veces, sin embargo, nos invade la certeza, la alegría desbordante y la confianza total: Dios existe, nos ama, todo es posible, incluso la vida eterna.
El signo más claro de la acción del Espíritu es la vida. Dios está allí donde la vida se despierta y crece, donde se comunica y expande. El Espíritu Santo siempre es «dador de vida»: dilata el corazón, resucita lo que está muerto en nosotros, despierta lo dormido, pone en movimiento lo que había quedado bloqueado. De Dios siempre estamos recibiendo «nueva energía para la vida» (Jürgen Moltmann).
Esta acción recreadora de Dios no se reduce solo a «experiencias íntimas del alma». Penetra en todos los estratos de la persona. Despierta nuestros sentidos, vivifica el cuerpo y reaviva nuestra capacidad de amar. Por decirlo brevemente, el Espíritu conduce a la persona a vivirlo todo de forma diferente: desde una verdad más honda, desde una confianza más grande, desde un amor más desinteresado.
Para bastantes, la experiencia fundamental es el amor de Dios, y lo dicen con una frase sencilla: «Dios me ama». Esa experiencia les devuelve su dignidad indestructible, les da fuerza para levantarse de la humillación o el desaliento, les ayuda a encontrarse con lo mejor de sí mismos.
Otros no pronuncian la palabra «Dios», pero experimentan una «confianza fundamental» que les hace amar la vida a pesar de todo, enfrentarse a los problemas con ánimo, buscar siempre lo bueno para todos. Nadie vive privado del Espíritu de Dios. En todos está él atrayendo nuestro ser hacia la vida. Acogemos al «Espíritu Santo» cuando acogemos la vida. Este es uno de los mensajes más básicos de la fiesta cristiana de Pentecostés.
José Antonio Pagola
Publicado en www.gruposdejesus.com
DOMINGO DE PENTECOSTÉS
Cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles que Pablo encontró cierta vez en Éfeso un grupo de cristianos desconocidos. Algo debió de resultarle raro porque les preguntó: “¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando comenzasteis a creer?” La respuesta fue rotunda: “Ni siquiera hemos oído que hay un Espíritu Santo”. Si Pablo nos hiciera hoy la misma pregunta, muchos cristianos deberían responder: “Sé desde niño que existe el Espíritu Santo. Pero no sé para qué sirve, no influye nada en mi vida. A mí me basta con Dios y con Jesús”. Esta respuesta sería sincera, pero equivocada. Las palabras que acaba de pronunciar las ha dicho impulsado por el Espíritu Santo. Tiene más influjo en su vida de lo que él imagina. Y esto lo sabemos gracias a las discusiones y peleas entre los cristianos de Corinto.
La importancia del Espíritu (1 Corintios 12,3b-7.12-13)
Los corintios eran especialistas en crear conflictos. Una suerte para nosotros, porque gracias a sus discusiones tenemos las dos cartas que Pablo les escribió. La que originó la lectura de hoy no queda clara, porque el texto, para no perder la costumbre, ha sido mutilado. Quien se toma la pequeña molestia de leer el capítulo 12 de la Primera carta a los Corintios, advierte cuál es el problema: algunos se consideran superiores a los demás y no valoran lo que hacen los otros. Con una imagen moderna, es como si un arquitecto despreciase, y considerase inútiles, al delineante que elabora los planos, al informático que trabaja en el ordenador, al capataz que dirige la obra y, sobre todo, a los obreros que se juegan a veces la vida en lo alto del andamio.
La sección suprimida en la lectura (versículos 8-11) describe la situación en Corinto. Unos se precian de hablar muy bien en las asambleas; otros, de saber todo lo importante; algunos destacan por su fe; otros consiguen realizar curaciones, y hay quien incluso hace milagros; los más conflictivos son los que presumen de hablar con Dios en lenguas extrañas, que nadie entiende, y los que se consideran capaces de interpretar lo que dicen.
Pablo comienza por la base. Hay algo que los une a todos ellos: la fe en Jesús, confesarlo como Señor, aunque el César romano reivindique para sí este título. Y eso lo hacen gracias al Espíritu Santo. Esta unidad no excluye diversidad de dones espirituales, actividades y funciones. Pero en la diversidad deben ver la acción del Espíritu, de Jesús y de Dios Padre. A continuación de esta fórmula casi trinitaria, insiste en que es el Espíritu quien se manifiesta en esos dones, actividades y funciones, que concede a cada uno con vistas al bien común.
Además, el Espíritu no solo entrega sus dones, también une a los cristianos. Gracias al él, en la comunidad no hay diferencias motivadas por el origen (judíos – griegos) ni por las clases sociales (esclavos – libres). En la carta a los Gálatas dirá Pablo que también elimina las diferencias basadas en el género (varones – mujeres). Hoy día somos especialmente sensibles a la diferencia de género. No podemos imaginar lo que suponía en el siglo I las diferencias entre un esclavo (por más cultura que tuviese) y un ciudadano libre, ni entre un cristiano de origen judío (algunos se consideraban lo mejor de lo mejor) y un cristiano de origen pagano, recién bautizado (para algunos, un advenedizo). [Solo hay un tema en el que ha fracasado el Espíritu: en unir a independentistas y nacionalistas].
En definitiva, todo lo que somos y tenemos es fruto del Espíritu, porque es la forma en que Jesús resucitado sigue presente entre nosotros.
¿Cómo comenzó la historia? Dos versiones muy distintas.
Si a un cristiano con mediana formación religiosa le preguntan cómo y cuándo vino por vez primera el Espíritu Santo, lo más probable es que haga referencia al día de Pentecostés. Y si tiene cierta cultura artística, recordará el cuadro de El Greco, aunque quizá no haya advertido que, junto a la Virgen, está María Magdalena, representando al resto de la comunidad cristiana (ciento veinte personas según Lucas).
Pero hay otra versión muy distinta: la del evangelio de Juan.
La versión de Lucas (Hechos de los apóstoles 2,1-11)
Lucas es un entusiasta del Espíritu Santo. Ha estudiado la difusión del cristianismo desde Jerusalén hasta Roma, pasando por Siria, la actual Turquía y Grecia. Conoce los sacrificios y esfuerzos de los misioneros, que se han expuesto a bandidos, animales feroces, viajes interminables, naufragios, enemistades de los judíos y de los paganos, para propagar el evangelio. ¿De dónde han sacado fuerza y luz? ¿Quién les ha enseñado a expresarse en lenguas tan diversas? Para Lucas, la respuesta es clara: todo eso es don del Espíritu.
Por eso, cuando escribe el libro de los Hechos, desea inculcar que su venida no es solo una experiencia personal y privada, sino de toda la comunidad. Algo que se prepara con un largo período (¡cincuenta días!) de oración, y que acontecerá en un momento solemne, en la segunda de las tres grandes fiestas judías: Pentecostés. Lo curioso es que esta fiesta se celebra para dar gracias a Dios por la cosecha del trigo, inculcando al mismo tiempo la obligación de compartir los frutos de la tierra con los más débiles (esclavos, esclavas, levitas, emigrantes, huérfanos y viudas).
En este caso, quien empieza a compartir es Dios, que envía el mayor regalo posible: su Espíritu. El relato de Lucas contiene dos escenas (dentro y fuera de la casa), relacionadas por el ruido de una especie de viento impetuoso.
Dentro de la casa, el ruido va acompañado de la aparición de unas lenguas de fuego que se sitúan sobre cada uno de los presentes. Sigue la venida del Espíritu y el don de hablar en distintas lenguas. ¿Qué dicen? Lo sabremos al final.
Fuera de la casa, el ruido (o la voz de la comunidad) hace que se congregue una multitud de judíos de todas partes del mundo. Aunque Lucas no lo dice expresamente, se supone que la comunidad ha salido de la casa y todos los oyen hablar en su propia lengua. Desde un punto de vista histórico, la escena es irreal. ¿Cómo puede saber un elamita que un parto o un medo está escuchando cada uno su idioma? Pero la escena simboliza una realidad histórica: el evangelio se ha extendido por regiones tan distintas como Mesopotamia, Judea, Capadocia, Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, Libia y Cirene, y sus habitantes han escuchado su proclamación en su propia lengua. Este “milagro” lo han repetido miles de misioneros a lo largo de siglos, también con la ayuda del Espíritu. Porque él no viene solo a cohesionar a la comunidad internamente, también la lanza hacia fuera para que proclame «las maravillas de Dios».
La versión de Juan 20, 19-23
Muy distinta es la versión que ofrece el cuarto evangelio. En este breve pasaje podemos distinguir cuatro momentos: el saludo, la confirmación de que es Jesús quien se aparece, el envío y el don del Espíritu.
El saludo es el habitual entre los judíos: “La paz esté con vosotros”. Pero en este caso no se trata de pura fórmula, porque los discípulos, muertos de miedo a los judíos, están muy necesitados de paz.
Esa paz se la concede la presencia de Jesús, algo que parece imposible, porque las puertas están cerradas. Al mostrarles las manos y los pies, confirma que es realmente él. Los signos del sufrimiento y la muerte, los pies y manos atravesados por los clavos, se convierten en signo de salvación, y los discípulos se llenan de alegría.
Todo podría haber terminado aquí, con la paz y la alegría que sustituyen al miedo. Sin embargo, en los relatos de apariciones nunca falta un elemento esencial: la misión. Una misión que culmina el plan de Dios: el Padre envió a Jesús, Jesús envía a los apóstoles.
El final lo constituye una acción sorprendente: Jesús sopla sobre los discípulos. No dice el evangelistas si lo hace sobre todos en conjunto o lo hace uno a uno. Ese detalle carece de importancia. Lo importante es el simbolismo. En hebreo, la palabra ruaj puede significar “viento” y “espíritu”. Jesús, al soplar (que recuerda al viento) infunde el Espíritu Santo. Este don está estrechamente vinculado con la misión que acaban de encomendarles. A lo largo de su actividad, los apóstoles entrarán en contacto con numerosas personas; entre las que deseen hacerse cristianas habrá que distinguir entre quiénes pueden ser aceptadas en la comunidad (perdonándoles los pecados) y quiénes no, al menos temporalmente (reteniéndoles los pecados).
Resumen
Estas breves ideas dejan clara la importancia esencial del Espíritu en la vida de cada cristiano y de la Iglesia. El lenguaje posterior de la teología, con el deseo de profundizar en el misterio, ha contribuido a alejar al pueblo cristiano de esta experiencia fundamental. En cambio, la preciosa Secuencia de la misa ayuda a rescatarla. Hoy es buen momento para pensar en lo que hemos recibido del Espíritu y lo que podemos pedirle que más necesitemos.
El don de lenguas
«Y empezaron a hablar en diferentes lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse». El primer problema consiste en saber si se trata de lenguas habladas en otras partes del mundo, o de lenguas extrañas, misteriosas, que nadie conoce. En este relato es claro que se trata de lenguas habladas en otros sitios. Los judíos presentes dicen que «cada uno los oye hablar en su lengua nativa». Pero esta interpretación no es válida para los casos posteriores del centurión Cornelio y de los discípulos de Éfeso. Aunque algunos autores se niegan a distinguir dos fenómenos, parece que nos encontramos ante dos hechos distintos: hablar idiomas extranjeros y hablar «lenguas extrañas» (lo que Pablo llamará «las lenguas de los ángeles»).
El primero es fácil de racionalizar. Los primeros misioneros cristianos debieron enfrentarse al mismo problema que tantos otros misioneros a lo largo de la historia: aprender lenguas desconocidas para transmitir el mensaje de Jesús. Este hecho, siempre difícil, sobre todo cuando no existen gramáticas ni escuelas de idiomas, es algo que parece impresionar a Lucas y que desea recoger como un don especial del Espíritu, presentando como un milagro inicial lo que sería fruto de mucho esfuerzo.
El segundo fenómeno es más complejo. Lo conocemos a través de la primera carta de Pablo a los Corintios. En aquella comunidad, que era la más exótica de las fundadas por él, algunos tenían este don, que consideraban superior a cualquier otro. En la base de este fenómeno podría estar la conciencia de que cualquier idioma es pobrísimo a la hora de hablar de Dios y de alabarlo. Faltan las palabras. Y se recurre a sonidos extraños, incomprensibles para los demás, que intentan expresar los sentimientos más hondos, en una línea de experiencia mística. Por eso hace falta alguien que traduzca el contenido, como ocurría en Corinto. (Creo que este fenómeno, curiosamente atestiguado en Grecia, podría ponerse en relación con la tradición del oráculo de Delfos, donde la Pitia habla un lenguaje ininteligible que es interpretado por el “profeta”).
Sin embargo, no es claro que esta interpretación tan teológica y profunda sea la única posible. En ciertos grupos carismáticos actuales hay personas que siguen «hablando en lenguas»; un observador imparcial me comunica que lo interpretan como pura emisión de sonidos extraños, sin ningún contenido. Esto se presta a convertirse en un auténtico galimatías, como indica Pablo a los Corintios. No sirve de nada a los presentes, y si viene algún no creyente, pensará que todos están locos.
José Luis Sicre
Documentación: Liturgia de la Palabra
Documentación: Canción
Documentación: Plegaria
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