Del evangelio según san Juan 20,19-23
Recibid el Espíritu Santo
Cómo pasa el tiempo de rápido! Han pasado 50 días desde la Resurrección del Señor y llegamos a Pentecostés. El Señor derrama su Espíritu sobre los apóstoles, derrama su Espíritu sobre nosotros.

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
«Paz a vosotros.»
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.»
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»
¿A QUÉ EXPERIENCIA ME REMITE EL ESPÍRITU SANTO, HOY?
Un signo de nuestro tiempo es la constatación de un espíritu universal. El ser humano actual se manifiesta ciudadano del mundo. Los medios de comunicación difunden tanta información (también basura), tantos acontecimientos relevantes en tiempo real que podríamos pensar que el entendimiento es posible. Sin embargo, este espíritu universal no se realiza sin graves tensiones y desencuentros. Es más, los motivos por los que los pueblos se ven abocados a reunirse no son, por lo general, el llegar a lograr una fraternidad sin fronteras. Uno de los objetivos prioritarios es la competitividad en el mercado internacional o la opresión secular de unos sobre los otros. La complejidad de estas dificultades son como los dolores de parto de un mundo que pugna por dar a luz lo universal, que va construyendo la unidad y la conciencia de que todos formamos parte de un mismo pueblo con un mismo destino.
La Iglesia, comunidad del Espíritu de Unidad, extendida entre todos los pueblos, trata de anunciar y testimoniar que somos un solo pueblo viviendo una comunión de hermanos y hermanas. El Espíritu Santo es aliento de vida, empuje creador, fuerza para reparar lo dañado, reunir lo separado, viento que barre la contaminación, fuego purificador, agua que limpia y fecunda…
El Espíritu de Dios es un poder infinito de amor. “Revoloteaba sobre las aguas” (Gn 1,2) desde la creación. Se revela constantemente en cada logro positivo del ser humano, en el coraje de cada persona y generación. Dios Espíritu-Ruah se ha embarcado en la misma historia y es para todos/as Sabiduría, Señora y Dadora de vida, Maestra, Defensora, Reveladora de la Palabra de Dios. El Espíritu de Dios es, a la vez, el Espíritu de Jesús, el que lo ha resucitado. Ello significa que el Espíritu que creó el mundo, el que lo sostiene y lo impulsa permanentemente con Amor le dará la plenitud haciendo posible la nueva creación en el universo. El acontecimiento pascual acontece simultáneamente: muerte-resurrección-ascensión-pentecostés.
Surge deslumbrante la certeza: creado para el amor y la alegría, el ser humano está llamado a la alegría y el amor –ésa es su verdadera naturaleza- y esto se cumplirá. Conocer ese fondo último que nos habita, es conocer a Dios; vivir ese amor, esa belleza y libertad que somos, es vivir a Dios y en Dios, que es el nombre de la vida. Ese es el mensaje que nos transmite Juliana de Norwich, beguina.
“Desde el momento en que esto me fue revelado, deseé muchas veces saber lo que nuestro Señor quería decir. Y años después me fue respondido en mi entendimiento: “Y bien, ¿deseas saber lo que nuestro Señor ha querido decir? Conócelo bien, amor era su significado. ¿Quién te lo revela? Amor. ¿Qué te reveló? Amor. ¿Por qué te lo reveló? Por amor. Permanece en ello y conocerás más y más el amor”. “Así me fue enseñado que el amor es el propósito último de nuestro Señor. Y vi con plena certeza que Dios, ya antes de crearnos, nos amaba. Su amor nunca disminuyó y nunca disminuirá. En nuestra creación, tuvimos un principio, pero el amor en el que nos creó estaba en Él desde toda la eternidad”.

Las tres lecturas de este domingo, confluyen en esta certeza. En Hechos 2,1-11, encontramos el significado de Pentecostés: el Espíritu-Ruah nos invita a hablar nuevos lenguajes, emplear metáforas femeninas, atrevernos a recrear formulaciones anacrónicas que no nos dicen nada. Nadie debería tener, ni siquiera la Iglesia, el monopolio de la evangelización, de la teología, del conocimiento. La liturgia actual clama una profunda renovación. La Divinidad es ternura, madre, compasión, efusión, matriz, presencia, fuente, brisa, vida, luz, bondad, fuego, misericordia, aliento… ¿lo expresamos así, hoy, en nuestras celebraciones?
El Salmo 103 proclama: “Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra” entendiendo que es presencia que ya nos habita. En la 1 Carta a los Corintios (12,3b-7.12-13) Pablo nos recuerda que “hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo”. La Iglesia no puede seguir siendo espacio de discriminación entre hombres y mujeres, entre clérigos y laicos, entre culturas privilegiadas y culturas arrinconadas o despreciadas. ¿Qué puertas mantiene todavía cerradas? ¿Y yo?
El primer día de la semana la comunidad se encuentra reunida, celebra la fracción del pan, la Eucaristía; es en la mesa compartida donde descubrimos al Resucitado. Porque creemos, “vemos”. Esa experiencia nos habla del Espíritu, de la misión a la que estamos llamados, de la paz y del perdón que debemos ejercitar cada día. “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. El núcleo central es, pues, comunicar y favorecer la vida ya que Él ha venido “para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10,10). Sentirse enviado es reconocerse “cauce” a través del cual la Vida se manifiesta en mí, en nosotros, tal como somos. El Resucitado comunica su propio Espíritu y nos hace partícipes de su propio Dinamismo y de su propio Gozo, el mismo que lo acompañó durante toda su vida.
Dios Espíritu es el fundamento de nuestro ser y la fuerza de unión de la comunidad. Por eso las personas se entienden, porque la lengua del Espíritu es el Amor, que todo el mundo puede comprender. La vivencia de la fraternidad de las primeras comunidades, mediante la fe en Jesús presente en ellos por el Espíritu, pronto se convierte en estructura jerárquica donde unos pocos mandan y la mayoría obedece. ¿A quién? No es la voluntad de Dios lo que se busca, sino someter a los demás a la propia voluntad.
El “perdonar y retener los pecados” se halla vinculado a la tradición sinóptica de “atar y desatar”. La lectura que hizo el concilio de Trento, que vio en estas palabras la institución del sacramento de la penitencia, es una interpretación dogmática, que fuerza lo que el texto quiere expresar. La clave para salir de ese callejón sin salida es ponernos a la escucha del Misterio de Dios, aprender a percibirlo en lo más íntimo de nuestro ser, aun en medio de la mediocridad y la frivolidad del mundo que nos rodea. Se nos reconoce, pues, como sus discípulos/as en cuanto habitados por aquel mismo “Espíritu de verdad”, que nos capacita para discernir lo verdadero de lo falso.
¡Shalom!
Mª Luisa Paret
EL SOPLO DE DIOS
Sabemos que la escala ontológica es como la ladera de una montaña, donde una piedra puede caer, pero nunca remontarse hacia arriba. Y lo sabemos porque existe la evidencia histórica de que nunca nadie ha sido capaz de construir una realidad ontológica superior partiendo de otra inferior, es decir, que nadie ha sido capaz de dar vida a un objeto inanimado, o dotar de conciencia o inteligencia a un ser irracional. En lo más alto de esa escala están el amor, la libertad, la tolerancia, la compasión, la capacidad de Dios, la belleza… y sabemos que no pueden proceder de una realidad inferior, y cuyo “principio de la existencia” no hemos sido capaces de encontrar dentro del mundo.

Al parecer, a Stanley Kubrick (quien manifiesta no creer en Dios) le ocurría lo mismo que a nosotros: que le era imposible imaginar un mecanismo evolutivo capaz de convertir un animal irracional esclavo de sus instintos, en un ser humano libre y consciente. En su película “2001, odisea en el espacio”, Kubrick narra la historia de la evolución humana a lo largo de varios millones de años, y lo curioso es que imagina esa evolución dirigida por algún tipo de inteligencia o fuerza indeterminada representada por un monolito negro. El monolito aparece en los momentos clave, cuando el cambio es sustancial, y en cierto modo expresa su desconcierto ante la radicalidad de esa etapa evolutiva.
En cambio, hace tres mil años, el cronista bíblico lo tenía claro: «Modeló Yahvé al hombre de la arcilla y sopló en su rostro aliento de vida». Desde la cultura cientifista que nos empapa, desdeñamos su interpretación porque nos consta que no tenía ni idea de cosmología, ni selección natural, ni genética, ni biología… pero quizá nos convendría hacer un pequeño esfuerzo por comprenderle.
Nuestro cuerpo y nuestro cerebro proceden del barro, pero es evidente que somos más que barro. El cronista expresa este plus que hay en nosotros con una imagen preciosa: “el soplo de Dios; el espíritu de Dios”. Y desde esta imagen se puede entender por qué amamos, por qué nos compadecemos, por qué sabemos distinguir entre el bien y el mal, por qué nos estremecemos con la música… y es porque venían con el soplo de Dios. Dios nos ha trasmitido su espíritu, y su espíritu es amor, inteligencia, libertad, belleza…
El cronista se ocupa de lo fundamental, aunque ignore los detalles. Ignora que Dios tardó miles de millones de años en hacer el muñeco de barro, y que durante ese tiempo hemos recorrido toda la escala evolutiva. Ignora también que por esa razón nuestro código genético se parece tanto al de los animales y tenemos sus mismos instintos. Pero el cronista va mucho más allá, y dice a continuación que también estamos constituidos por soplo de Dios. Y a partir de esa información, podemos intuir que los genes nos arrastran hacia abajo, hacia el barro del que proceden, y que el soplo de Dios nos arrastra hacia arriba, hacia el amor, hacia la compasión…
Miguel Ángel Munárriz Casajús
Para leer el comentario que José E. Galarreta hizo en su momento, pinche aquí
NUEVO INICIO
Aterrados por la ejecución de Jesús, los discípulos se refugian en una casa conocida. De nuevo están reunidos, pero ya no está Jesús con ellos. En la comunidad hay un vacío que nadie puede llenar. Les falta Jesús. No pueden escuchar sus palabras llenas de fuego. No pueden verlo bendiciendo con ternura a los desgraciados. ¿A quién seguirán ahora?
Está anocheciendo en Jerusalén y también en su corazón. Nadie los puede consolar de su tristeza. Poco a poco, el miedo se va apoderando de todos, pero no tienen a Jesús para que fortalezca su ánimo. Lo único que les da cierta seguridad es «cerrar las puertas». Ya nadie piensa en salir por los caminos a anunciar el reino de Dios y curar la vida. Sin Jesús, ¿cómo van a contagiar su Buena Noticia?
El evangelista Juan describe de manera insuperable la transformación que se produce en los discípulos cuando Jesús, lleno de vida, se hace presente en medio de ellos. El Resucitado está de nuevo en el centro de su comunidad. Así ha de ser para siempre. Con él todo es posible: liberarnos del miedo, abrir las puertas y poner en marcha la evangelización.
Según el relato, lo primero que infunde Jesús a su comunidad es su paz. Ningún reproche por haberlo abandonado, ninguna queja ni reprobación. Solo paz y alegría. Los discípulos sienten su aliento creador. Todo comienza de nuevo. Impulsados por su Espíritu, seguirán colaborando a lo largo de los siglos en el mismo proyecto salvador que el Padre ha encomendado a Jesús.

Lo que necesita hoy la Iglesia no es solo reformas religiosas y llamadas a la comunión. Necesitamos experimentar en nuestras comunidades un «nuevo inicio» a partir de la presencia viva de Jesús en medio de nosotros. Solo él ha de ocupar el centro de la Iglesia. Solo él puede impulsar la comunión. Solo él puede renovar nuestros corazones.
No bastan nuestros esfuerzos y trabajos. Es Jesús quien puede desencadenar el cambio de horizonte, la liberación del miedo y los recelos, el clima nuevo de paz y serenidad que tanto necesitamos para abrir las puertas y ser capaces de compartir el evangelio con los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Pero hemos de aprender a acoger con fe su presencia en medio de nosotros. Cuando Jesús vuelve a presentarse a los ocho días, el narrador nos dice que todavía las puertas siguen cerradas. No es solo Tomás quien ha de aprender a creer con confianza en el Resucitado. También los demás discípulos han de ir superando poco a poco las dudas y miedos que todavía les hacen vivir con las puertas cerradas a la evangelización.
José Antonio Pagola
Publicado en www.gruposdejesus.com
Documentación: Liturgia de la Palabra
Documentación: Gracias, Padre, por el Espíritu Santo
Documentación: Ven, Espíritu Santo – Santa Magdalena de Pazzi
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