Del Evangelio de Juan 20, 1-9
¡El vive! ¡Vive Jesús el Señor!

El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien quería Jesús, y les dijo:
– Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.
Salieron Pedro y el otro discípulo, camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: Vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, vio y creyó.
Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.

LECTURA ORANTE DEL EVANGELIO
“Vive muy cerca de Jesús, muy dentro de Él… Quien lo mira queda radiante” (Beata Isabel de la Trinidad).
El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer. ¡Una mujer: testigo de Jesús! No queremos olvidar esto. En la oscuridad, con la sola luz que lleva en el corazón enamorado, es testigo para nosotros de un amanecer nuevo. Nos dice que la fe en Jesús resucitado comienza con la búsqueda, propia del amor. En su gesto valiente de salir de sí misma, superando la resignación de quedarse en casa, ya se oye la canción de la resurrección. Sin Jesús se siente perdida. Aunque todo esté vacío, si amamos a Jesús, ya estamos viviendo la resurrección. ¿Cómo cerrar las puertas del alma a la alegría que Jesús nos regala en el camino? Gracias, Jesús, por esta mujer que nos anuncia el Evangelio de la vida.
‘Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto’. En esta mañana de Pascua percibimos el perfume del encuentro de Jesús con esta mujer enamorada. El amor, que siempre tiene prisa para que se dé el encuentro, supera la desorientación. Jesús resucitado nos transforma; nos prepara para anunciar el Evangelio con la bondad y la ternura. Gracias, Jesús. Tu Vida está en nuestra vida.
Los dos corrían juntos. Buscamos a Jesús en la Iglesia, junto con otros hermanos y hermanas. El que vive está donde hay vida, donde hay amor. Esta búsqueda común es una garantía para nuestra fe. Muchas personas nos han ayudado a encontrarnos con Jesús, ungiéndonos con el óleo de la alegría. Jesús está vivo y obra en nuestra historia. Ningún sepulcro puede retener su presencia. Gracias, Jesús, por los hermanos y hermanas de fe que nos has regalado para hacer el camino en compañía.
El que había llegado primero al sepulcro: vio y creyó. El discípulo amado llega, ve y cree. Ve y cree con el corazón de Jesús, en el que se recostó en la noche. Ha sido necesario un recorrido interior para percibir la gracia del Amigo. El Padre ha resucitado a Jesús para nosotros y nos lo hace ver en medio de las comunidades vivas, acogedoras, servidoras de los pobres. La presencia de Jesús es ahora de otra manera: más viva, más fraterna, más solidaria. Jesús, estás vivo y operante en nosotros. En Ti se apoya nuestra esperanza.
Hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos. Dios estaba de una forma única en la historia de Jesús; el Crucificado tenía razón. Todo lo suyo tiene sentido para nosotros. Su evangelio nos marca el camino. Jesús nos enamora y seduce, nos toca los corazones y nos contagia su libertad. Jesús vive y nos hace vivir. Es la hora de la alegría.No perdamos la esperanza. ¡Qué alegría creer en ti, Jesús!
Equipo CIPE

¿DÓNDE BUSCAR AL QUE VIVE?
La fe en Jesús, resucitado por el Padre, no brotó de manera natural y espontánea en el corazón de los discípulos. Antes de encontrarse con él, lleno de vida, los evangelistas hablan de su desorientación, su búsqueda en torno al sepulcro, sus interrogantes e incertidumbres.
María de Magdala es el mejor prototipo de lo que acontece probablemente en todos. Según el relato de Juan, busca al crucificado en medio de tinieblas, «cuando aún estaba oscuro». Como es natural, lo busca «en el sepulcro».Todavía no sabe que la muerte ha sido vencida. Por eso, el vacío del sepulcro la deja desconcertada. Sin Jesús, se siente perdida.
Los otros evangelistas recogen otra tradición que describe la búsqueda de todo el grupo de mujeres. No pueden olvidar al Maestro que las ha acogido como discípulas: su amor las lleva hasta el sepulcro. No encuentran allí a Jesús, pero escuchan el mensaje que les indica hacia dónde han de orientar su búsqueda: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado».
La fe en Cristo resucitado no nace tampoco hoy en nosotros de forma espontánea, solo porque lo hemos escuchado desde niños a catequistas y predicadores. Para abrirnos a la fe en la resurrección de Jesús, hemos de hacer nuestro propio recorrido. Es decisivo no olvidar a Jesús, amarlo con pasión y buscarlo con todas nuestras fuerzas, pero no en el mundo de los muertos. Al que vive hay que buscarlo donde hay vida.
Si queremos encontrarnos con Cristo resucitado, lleno de vida y de fuerza creadora, lo hemos de buscar, no en una religión muerta, reducida al cumplimiento y la observancia externa de leyes y normas, sino allí donde se vive según el Espíritu de Jesús, acogido con fe, con amor y con responsabilidad por sus seguidores.
Lo hemos de buscar, no entre cristianos divididos y enfrentados en luchas estériles, vacías de amor a Jesús y de pasión por el Evangelio, sino allí donde vamos construyendo comunidades que ponen a Cristo en su centro porque, saben que «donde están reunidos dos o tres en su nombre, allí está él».
Al que vive no lo encontraremos en una fe estancada y rutinaria, gastada por toda clase de tópicos y fórmulas vacías de experiencia, sino buscando una calidad nueva en nuestra relación con él y en nuestra identificación con su proyecto. Un Jesús apagado e inerte, que no enamora ni seduce, que no toca los corazones ni contagia su libertad, es un «Jesús muerto». No es el Cristo vivo, resucitado por el Padre. No es el que vive y hace vivir.
José Antonio Pagola
DOMINGO DE PASCUA
En este día de Pascua, debemos recordar aquellas palabras de Pablo: “si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe”. Aunque hay que hacer una pequeña aclaración. La formulación condicional (si) nos puede despistar y entender que Jesús podía resucitar o no resucitar, lo cual no tiene sentido porque Jesús había alcanzado la VIDA antes de morir. Esa Vida era la misma Vida de Dios y por lo tanto definitiva y eterna. Por lo tanto la posibilidad de que no resucitara es absurda.
Lo primero que debemos tener en cuenta es que estamos celebrando hechos teológicos, no históricos ni científicos. Todavía la muerte de Jesús fue un acontecimiento histórico, pero la resurrección no es constatable científicamente porque se realiza en otro plano fuera de la historia. Esto no quiere decir que no ha resucitado, quiere decir que para llegar a la resurrección, no podemos ir por el camino de los sentidos y los razonamientos. Hay que ir por otro camino. Nadie pudo ver, ni demostrar con ninguna clase de argumentos la resurrección de Jesús. No es un acontecimiento que se pueda constatar por los sentidos ni comprender por la razón. Esta es una de las claves para salir del callejón sin salida en que nos encontramos por haber interpretado los textos de una manera literal.
Cuando hablamos en un contexto religioso, de muerte y vida, estas palabras tienen un sentido analógico. No estamos hablando de la muerte ni de la vida biológica. La muerte y la vida física no son objetos de teología, sino de ciencia. La teología habla de otra realidad que no puede ser metida en conceptos. En ningún caso debemos entender la resurrección como la reanimación de un cadáver. Esta interpretación ha sido posible gracias a la antropología griega (alma – cuerpo), que no tiene nada que ver con lo que entendían los judíos por “ser humano”. Por otra parte, la reanimación de un cadáver, da por supuesto que los despojos del fallecido mantienen una relación especial con el ser que estuvo vivo. La realidad es que la muerte devuelve el cuerpo al universo de la materia de una manera irreversible. La posibilidad de reanimación de un cadáver, es la misma que existe de hacer un ser vivo, partiendo de los elementos de un estercolero, lo cual no tiene ningún sentido.
¿Qué pasó en Jesús después de su muerte? Nada. Absolutamente nada. La trayectoria histórica de Jesús termina en el instante de su muerte. En ese momento pasa a otro plano en el que el tiempo no transcurre. En ese plano no puede “suceder” nada. En los apóstoles sí sucedió algo muy importante. Ellos no habían comprendido nada de lo que era Jesús, porque estaban en su falso yo, pegados a lo terreno y esperando una salvación que potenciara su ser contingente. Solo después de la muerte del Maestro, llegaron a la experiencia pascual. Descubrieron, no por razonamientos, sino por vivencia, que Jesús seguía vivo y que les comunicaba Vida. Eso es lo que intentaron transmitir a los demás, utilizando el lenguaje humano al uso, que es siempre insuficiente para expresar lo trascendente.
Todos estaríamos encantados de que se nos comunicara esa Vida, la misma Vida de Dios. El problema consiste en que no puede haber Vida, si antes no hay muerte. Es esa exigencia de muerte lo que no estamos dispuestos a aceptar. “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo, pero si muere, da mucho fruto”. Esa exigencia de ir más allá de la vida biológica, es la que nos hace quedarnos a años luz del mensaje de esta fiesta de Pascua. Celebrar la Pascua es descubrir la Vida en nosotros y estar dispuestos a dar más valor a la Vida que a la vida.
Pero no debo quedarme en la resurrección de Jesús. Debo descubrir que yo estoy llamado a esa misma Vida. A la Samaritana le dice Jesús: El que beba de esta agua nunca más tendrá sed; el agua que yo le daré se convertirá en un surtidor que salta hasta la Vida eterna. A Nicodemo le dice: Hay que nacer de nuevo; lo que nace de la carne es carne, lo que nace del espíritu es Espíritu. El Padre vive y yo vivo por el Padre, del mismo modo el que me coma, (el que me asimile), vivirá por mí. Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí aunque haya muerto vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre. ¿Creemos esto? Entonces, ¿qué nos importa lo demás? Poner a disposición de los demás todo lo que somos y tenemos es la consecuencia de este descubrimiento
Jesús, antes de morir, había conseguido, como hombre, la plenitud de Vida en Dios, porque había muerto a todo lo terreno, a su egoísmo, y se había entregado por entero a los demás, después de haber descubierto que esa era la meta de todo ser humano, que ese era el camino para hacer presente lo divino. Eso era posible, porque había experimentado a Dios como Don absoluto y total. Una vez que se llega a la meta, es inútil seguir preocupándose del vehículo que hemos utilizado para avanzarla. Todo el esfuerzo de la predicación de Jesús consistió en hacer ver a sus seguidores la posibilidad de esa Vida. Solo seremos sus seguidores, si descubrimos esa Vida de Dios en nosotros como él la descubrió y tratamos de manifestarla a través de nuestras relaciones con lo demás. Soy seguidor de Jesús en la medida que soy otro Cristo (ungido) como él.
Fray Marcos
Documentación: Liturgia de la Palabra
Documentación: Meditación
Documentación: Plegaria
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