Del Evangelio de Mateo 24, 37-44

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:
— Lo que pasó en tiempos de Noé, pasará cuando venga el Hijo del Hombre.
Antes del diluvio, la gente comía y bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca; y, cuando menos lo esperaban, llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del Hombre.
Dos hombres estarán en el campo: a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo: a una se la llevarán y a otra la dejarán.
Estad en vela, porque no sabéis que día vendrá vuestro señor.
Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría abrir un boquete en su casa.
Por eso estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre.
Estad alerta.

CON LOS OJOS ABIERTOS
Las primeras comunidades cristianas vivieron años muy difíciles. Perdidos en el vasto Imperio de Roma, en medio de conflictos y persecuciones, aquellos cristianos buscaban fuerza y aliento esperando la pronta venida de Jesús y recordando sus palabras: Vigilad. Vivid despiertos. Tened los ojos abiertos. Estad alerta.
¿Significan todavía algo para nosotros las llamadas de Jesús a vivir despiertos? ¿Qué es hoy para los cristianos poner nuestra esperanza en Dios viviendo con los ojos abiertos? ¿Dejaremos que se agote definitivamente en nuestro mundo secular la esperanza en una última justicia de Dios para esa inmensa mayoría de víctimas inocentes que sufren sin culpa alguna?
Precisamente, la manera más fácil de falsear la esperanza cristiana es esperar de Dios nuestra salvación eterna, mientras damos la espalda al sufrimiento que hay ahora mismo en el mundo. Un día tendremos que reconocer nuestra ceguera ante Cristo Juez: ¿Cuándo te vimos hambriento o sediento, extranjero o desnudo, enfermo o en la cárcel, y no te asistimos? Este será nuestro dialogo final con él si vivimos con los ojos cerrados.
Hemos de despertar y abrir bien los ojos. Vivir vigilantes para mirar más allá de nuestros pequeños intereses y preocupaciones. La esperanza del cristiano no es una actitud ciega, pues no olvida nunca a los que sufren. La espiritualidad cristiana no consiste solo en una mirada hacia el interior, pues su corazón está atento a quienes viven abandonados a su suerte.
En las comunidades cristianas hemos de cuidar cada vez más que nuestro modo de vivir la esperanza no nos lleve a la indiferencia o el olvido de los pobres. No podemos aislarnos en la religión para no oír el clamor de los que mueren diariamente de hambre. No nos está permitido alimentar nuestra ilusión de inocencia para defender nuestra tranquilidad.
Una esperanza en Dios, que se olvida de los que viven en esta tierra sin poder esperar nada, ¿no puede ser considerada como una versión religiosa de cierto optimismo a toda costa, vivido sin lucidez ni responsabilidad? Una búsqueda de la propia salvación eterna de espaldas a los que sufren, ¿no puede ser acusada de ser un sutil “egoísmo alargado hacia el más allá”?
Probablemente, la poca sensibilidad al sufrimiento inmenso que hay en el mundo es uno de los síntomas más graves del envejecimiento del cristianismo actual. Cuando el Papa Francisco reclama “una Iglesia más pobre y de los pobres”, nos está gritando su mensaje más importante a los cristianos de los países del bienestar.
¡Despertad!

ESTAR EN VELA PARA VIVIR LO QUE SOMOS
Tanto la referencia a la historia de Noé, como las dos breves parábolas que siguen, se presentan con un matiz de “urgencia”, que se traduce en una llamada a la “vigilancia”: “Estad en vela…, estad preparados”.
Indudablemente, es una invitación a permanecer despiertos, porque el “Hijo del Hombre” está viniendo, y solo la atención nos permite percibirlo.
En una lectura mítica (literalista), la “venida” se entendía como algo que habría de acontecer en un futuro más o menos próximo, y que comportaría un juicio con el correspondiente “premio” o “castigo”.
Sin embargo, todo ello puede leerse también desde otro “idioma” que, respetando la intuición de base, nos ofrece, sin embargo, una perspectiva amplia y actual.
Parece que Jesús utilizó la expresión “hijo del hombre” para referirse a sí mismo. Y que su primer significado –tal como lo entendía, entre otros, el experto Juan Mateos- era sencillamente “este hombre”.
Pero también esa misma expresión podría aludir al “hombre realizado”, al ser humano logrado o pleno. Y es de él de quien se afirma que “está viniendo”.
Así entendida, la expresión “hijo del hombre” sería, sencillamente, otro nombre más de nuestra verdadera identidad: cada uno y cada una de nosotros somos ya seres realizados, si bien todavía no nos hemos hecho conscientes de ello, por lo que permanecemos encerrados en la ignorancia acerca de nuestra verdadera condición.
En este sentido, “hijo del hombre” sería exactamente lo opuesto a “ego”. Y es precisamente nuestra identificación habitual con el ego lo que nos impide “ver” o reconocer al “hijo del hombre” que “está viniendo”, es decir, que está queriendo mostrarse.
De hecho, solemos tener una imagen de nosotros mismos como seres carenciados, que se sienten impulsados a buscar “fuera” de sí aquello que, supuestamente, colmaría la carencia.
Esa es la razón por la que el ego vive permanentemente proyectado hacia el futuro, en una carrera tan interminable como estéril, con una carga de ansiedad cada vez más insoportable.
Debido a esa misma dinámica, vivimos frecuentemente dispersos –“la gente comía, bebía y se casaba”-, entretenidos o distraídos. Necesitamos, según la palabra de Jesús, “estar en vela”.
Estamos entretenidos porque no sabemos “intratenernos”: nos resulta difícil permanecer a gusto con nosotros mismos porque probablemente no hemos aprendido a amarnos de un modo humilde e incondicional. No es raro que, al sentir malestar o miedo a nuestro mundo interior, optemos por la “distracción” o el “entretenimiento”.
Por otro lado, vivimos dispersos y ansiosos porque hemos crecido con la idea –alimentada por nuestra mente- de que nos falta “algo”, que supuestamente se halla “fuera” de nosotros, con lo cual lograríamos, finalmente, disfrutar de la felicidad ansiada.
Pues bien, frente a ambas tendencias, la palabra nos invita a “estar en vela”, es decir, a vivir en la atención o en la consciencia de quienes somos y de lo que hacemos.
Atención amorosa para poder reconciliarnos con toda nuestra verdad, vivirnos como amigos de nosotros mismos y experimentar el gusto profundo de habitarnos conscientemente.
Consciencia lúcida para reconocer que no somos el “yo carente” (o ego) que nuestra mente piensa, sino el “hijo del hombre”, la Plenitud ilimitada, la Vida sin límites que, temporalmente, ha tomado la forma de nuestro yo individual.
Esta consciencia lúcida equivale a “estar en vela”: estamos “despiertos” acerca de nuestra verdadera identidad. Y, desde ella, todo adquiere otro sabor. Es ahí precisamente donde “conectamos” hondamente con la Presencia de Jesús de Nazaret, con la Presencia de cada hombre y de cada mujer, ya que la identidad del “hijo del hombre” es una identidad compartida. Porque, como ha escrito Tomas Tranströmer, en una frase hermosa e inspirada, “cada persona es una puerta entreabierta que lleva a una común habitación”.
En efecto, la expresión “hijo del hombre” sería equivalente al “Yo Soy” universal, del que el sabio Vidyaranya afirmaba: “El conocimiento del Yo nos lleva a identificarnos con los demás de un modo tan intenso como uno se identifica con su propio cuerpo”.
Enrique Martínez Lozano
VIGILANTES, DESPIERTOS, PREPARADOS
Hoy, primer domingo de adviento, tenemos un texto de Mateo referente a la segunda venida del Señor, que será el fin del mundo. La liturgia lo utiliza para prepararnos a la conmemoración del nacimiento del Señor, que llamamos Navidad. En los inicios y finales del año litúrgico se leen pasajes como este.
El adviento nos recuerda la espera y la esperanza del Pueblo Judío, que anhelaba la llegada del Mesías. Para nosotros, el Mesías ya vino; ha resucitado y camina con nosotros hacia la plenitud del Reino de Dios que él mismo inició.
Esa plenitud se realizará con la segunda venida del Señor, que significa su reconocimiento como Señor del Universo. No sabemos el día ni la hora. El evangelio nos exhorta con dos comparaciones: la del diluvio, que llegó inesperadamente y arrasó a toda la población; y la del ladrón, que asalta la casa cuando nadie lo espera.
La consecuencia es clara: hemos de vivir vigilantes para recibir al Señor cuando venga; despiertos y no dormidos o distraídos como la gente del diluvio; preparados, con una vida cristiana fervorosa.
La segunda venida y el fin del mundo pueden quedar muy lejos para nosotros. Pero el Señor pasa a nuestro lado en cualquier momento, en muchos momentos de nuestra vida. La vigilancia y la preparación se aplican por lo tanto a toda nuestra vida. Se aplican especialmente a la hora de la muerte, que es la segunda venida particular del Señor para cada persona. La mejor preparación para esa hora suprema es vivir despiertos día a día con naturalidad, unidos al Señor con la oración y con la práctica del amor. Recordemos que al final nos examinarán de amor y nos preguntarán por la gente pobre: Tuve hambre y me disteis de comer.
Con este evangelio, la Navidad se nos presenta cada año como un tiempo de avivamiento del fervor cristiano en dos direcciones: Dios y el prójimo; Dios y la caridad; Dios y la justicia social; Dios y la sociedad nueva que Jesús inauguró con su nacimiento.
Patxi Loidi
Documentación: Liturgia de la Palabra
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