Del evangelio de San Lucas 18, 1-8
…cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?

En aquel tiempo, Jesús, para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola:
― Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres.
En la misma ciudad había una viuda que solía decirle: «Hazme justicia frente a mi adversario»; por algún tiempo se negó; pero después se dijo: «Aunque no tema a Dios ni me importen los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara».
Y el Señor respondió:
― Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?

¿SEGUIMOS CREYENDO EN LA JUSTICIA?
Lucas narra una breve parábola indicándonos que Jesús la contó para explicar a sus discípulos “cómo tenían que orar siempre sin desanimarse”. Este tema es muy querido al evangelista que, en varias ocasiones, repite la misma idea. Como es natural, la parábola ha sido leída casi siempre como una invitación a cuidar la perseverancia de nuestra oración a Dios.
Sin embargo, si observamos el contenido del relato y la conclusión del mismo Jesús, vemos que la clave de la parábola es la sed de justicia. Hasta cuatro veces se repite la expresión “hacer justicia”. Más que modelo de oración, la viuda del relato es ejemplo admirable de lucha por la justicia en medio de una sociedad corrupta que abusa de los más débiles.
El primer personaje de la parábola es un juez que “ni teme a Dios ni le importan los hombres”. Es la encarnación exacta de la corrupción que denuncian repetidamente los profetas: los poderosos no temen la justicia de Dios y no respetan la dignidad ni los derechos de los pobres. No son casos aislados. Los profetas denuncian la corrupción del sistema judicial en Israel y la estructura machista de aquella sociedad patriarcal.
El segundo personaje es una viuda indefensa en medio de una sociedad injusta. Por una parte, vive sufriendo los atropellos de un “adversario” más poderoso que ella. Por otra, es víctima de un juez al que no le importa en absoluto su persona ni su sufrimiento. Así viven millones de mujeres de todos los tiempos en la mayoría de los pueblos.
En la conclusión de la parábola, Jesús no habla de la oración. Antes que nada, pide confianza en la justicia de Dios: “¿No hará Dios justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?”. Estos elegidos no son “los miembros de la Iglesia” sino los pobres de todos los pueblos que claman pidiendo justicia. De ellos es el reino de Dios.
Luego, Jesús hace una pregunta que es todo un desafío para sus discípulos: “Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”. No está pensando en la fe como adhesión doctrinal, sino en la fe que alienta la actuación de la viuda, modelo de indignación, resistencia activa y coraje para reclamar justicia a los corruptos.
¿Es esta la fe y la oración de los cristianos satisfechos de las sociedades del bienestar? Seguramente, tiene razón J. B. Metz cuando denuncia que en la espiritualidad cristiana hay demasiados cánticos y pocos gritos de indignación, demasiada complacencia y poca nostalgia de un mundo más humano, demasiado consuelo y poca hambre de justicia.
José Antonio Pagola

EL DIOS PENSADO, EL DIOS HALLADO
Estamos ante una parábola que puede inducir a engaño, por cuanto, en una lectura literal de la misma, se equipararía a Dios con un juez “al que no le importan los hombres”, y al que parece que hay que “conquistar” a fuerza de insistencia, hasta que, por hartazgo, se decide a intervenir.
Se trata de un dios que se ha grabado extensamente en el imaginario colectivo, y que ha sido alimentado por no pocas predicaciones y teologías. La imagen de dios como “señor todopoderoso”, ególatra y celoso, juez impasible y castigador, ha dominado no pocas conciencias que han crecido bajo el peso de la culpa y del temor.
Pues bien, frente a tales imágenes divinas, es necesario rebelarse con contundencia: un tal dios no es digno de fe. No se puede creer en un dios que sería peor que nosotros: insensible ante la necesidad humana y capaz de condenar a alguien por toda la eternidad.
Un tal dios es solo un invento de la mente, sostenido por el miedo y la debilidad humana, que ha creído esos mensajes culpabilizadores como provenientes de la misma divinidad (y, por tanto, “palabra de Dios”).
Esta parábola solo puede entenderse adecuadamente si la leemos como una parábola de contraste. Es decir, la imagen del juez sería justo lo opuesto al comportamiento de Dios. De modo que, si hasta un juez inhumano es capaz de ceder ante la petición de la mujer, cuánto más Dios –que es todo lo opuesto- estará siempre a nuestro favor, incluso aunque no le pidamos nada.
Con esta clave, la parábola puede ser asumida desde la perspectiva de Jesús, que anunciaba a Dios como Gracia y Compasión.
Pero sigo preguntándome por qué, entre las personas religiosas, hay tantas que defienden aquella imagen de dios como juez severo. Más allá de la formación recibida, me parece intuir que se trata, simplemente, de una proyección (inconsciente) de la propia “severidad”, que es frecuente entre quienes viven una religiosidad exigente, basada en la idea del mérito y de la “perfección”.
Por eso, creo que no se trata solo de cambiar una imagen por otra: la de un dios severo por la de un dios amoroso. Uno y otro seguirían siendo construcciones de nuestra mente, es decir, ídolos proyectados.
Todo dios “pensado” no puede ser sino una caricatura de Dios. Dios no cabe en nuestra pequeña mente, como expresan estos versos magníficos de Charo Rodríguez:
“Solo el Dios encontrado,
ningún dios enseñado puede ser verdadero,
ningún dios enseñado.
Solo el Dios encontrado
puede ser verdadero”.
(C. RODRÍGUEZ, Luces en la niebla, edición de la autora, Madrid 2012).
Si nos postramos ante un dios pensado, no actuaremos desde Dios, sino en nombre de nuestra propia idea: es el fanatismo, más o menos arrogante o disimulado. Y de ese “dios separado” no puede nacer sino una heteronomía rígida, que nos hace sentirnos como marionetas en manos ajenas.
Quizás por ello, por la peligrosidad que tal idea encierra, el Maestro Eckhart repitiera: “Le pido a Dios que me libre de Dios”; que el Dios verdadero me libere de toda idea mía sobre él.
¿Qué camino queda? Acallar la mente. Alguien ha dicho que “Dios es el espacio que hay entre dos pensamientos”. Lo cierto es que, al silenciar la mente, quedamos absortos ante aquello que, para nuestra mente, es Nada y que, sin embargo, paradójicamente, lo es Todo.
Ahí, descalzos como Moisés (Ex 3,5) y desnudos de nuestras etiquetas mentales, estamos en condiciones de abrirnos al Misterio que, aunque no separado, trasciende el mundo de nuestros pensamientos y de nuestros sueños.
Y, en ese Silencio, venimos a descubrir que Dios no solo no es alguien separado, sino que constituye nuestro mismo Fondo, y el Fondo de todo lo que es.
Nuestra mente no tendrá conceptos ni palabras para expresarlo adecuadamente, pero habremos experimentado esa otra Dimensión que da sentido a todo lo demás.
Enrique Martínez Lozano
ORAD SIN CESAR
A primera vista, parece que Jesús compara a Dios con un juez injusto. Pero tengamos en cuenta que se trata de una parábola. Dios no tiene nada que ver con el juez injusto. La parábola es una invitación a ser constantes en la oración. Para hacerse entender, Jesús utiliza cualquier comparación por extraña que sea.
El Señor quiere que oremos sin cesar: esta es la cuestión. Se trata de orar con constancia, aunque nos parezca que no sacamos nada. Siempre sacamos mucho de la oración. Dios nos escucha siempre, nos concede sus dones continuamente, nos salva todos los días.
Tampoco se trata de que Dios se haga de rogar un día y otro, como si estuviera muy ocupado o no nos oyera, por hallarse muy lejos y muy arriba, sentado en su trono. Somos nosotras quienes necesitamos orar con constancia, incluso a gritos, para recibir los dones de Dios. Orando un día y otro, nos vamos transformando. Así nos capacitamos para recibir y aprovechar los grandes dones que Dios tiene preparados para darnos. El no necesita nuestra constancia. Somos nosotras quienes necesitamos orar muchas veces sin cansarnos, para transformarnos y así recibir sus dones. Esta es la gran lección de hoy.
De pasada, hay otra sugerencia que nos da que pensar: una viuda pobre que pide justicia y no le escuchan. ¡Cuánta gente, en nuestra sociedad, está pidiendo justicia y los jueces del mundo no le hacen caso! ¡Cuánta gente hundida en la miseria por el desinterés de magistrados corruptos! Demasiada gente maltratada por unas estructuras injustas y por la crueldad de quienes dominan el sistema.
Frente a estas realidades tremendas, el Señor nos pide fe. Necesitamos fe para orar con constancia y luchar por la justicia, en este mundo destrozado por una avaricia sin límites. Los pobres son corderos entre lobos. ¡Todas las personas somos corderos entre lobos! Pero la fe nos pone en movimiento y hace posible lo que humanamente es imposible: abrir caminos hacia un futuro nuevo.
Patxi Loidi
Documentación: Plegaria
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