mayo 16, 2022
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Domingo XXX del Tiempo Ordinario

Del Evangelio de Lucas 18, 9-14

Dos hombres subieron al templo a orar…

En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a los demás.

― Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era un fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.

El publicano, en cambio, se quedó a atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.

Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.

¿QUIÉN SOY YO PARA JUZGAR?

La parábola del fariseo y el publicano suele despertar en no pocos cristianos un rechazo grande hacia el fariseo que se presenta ante Dios arrogante y seguro de sí mismo, y una simpatía espontánea hacia el publicano que reconoce humildemente su pecado. Paradójicamente, el relato puede despertar en nosotros este sentimiento: “Te doy gracias, Dios mío, porque no soy como este fariseo”.

Para escuchar correctamente el mensaje de la parábola, hemos de tener en cuenta que Jesús no la cuenta para criticar a los sectores fariseos, sino para sacudir la conciencia de “algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”. Entre estos nos encontramos, ciertamente, no pocos católicos de nuestros días.

La oración del fariseo nos revela su actitud interior: “¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás”. ¿Que clase de oración es esta de creerse mejor que los demás? Hasta un fariseo, fiel cumplidor de la Ley, puede vivir en una actitud pervertida. Este hombre se siente justo ante Dios y, precisamente por eso, se convierte en juez que desprecia y condena a los que no son como él.

El publicano, por el contrario, solo acierta a decir: “¡Oh Dios! Ten compasión de este pecador”. Este hombre reconoce humildemente su pecado. No se puede gloriar de su vida. Se encomienda a la compasión de Dios. No se compara con nadie. No juzga a los demás. Vive en verdad ante sí mismo y ante Dios.

La parábola es una penetrante crítica que desenmascara una actitud religiosa engañosa, que nos permite vivir ante Dios seguros de nuestra inocencia, mientras condenamos desde nuestra supuesta superioridad moral a todo el que no piensa o actúa como nosotros.

Circunstancias históricas y corrientes triunfalistas alejadas del evangelio nos han hecho a los católicos especialmente proclives a esa tentación. Por eso, hemos de leer la parábola cada uno en actitud autocrítica: ¿Por qué nos creemos mejores que los agnósticos? ¿Por qué nos sentimos más cerca de Dios que los no practicantes? ¿Qué hay en el fondo de ciertas oraciones por la conversión de los pecadores? ¿Qué es reparar los pecados de los demás sin vivir convirtiéndonos a Dios?

Recientemente, ante la pregunta de un periodista, el Papa Francisco hizo esta afirmación: “¿Quién soy yo para juzgar a un gay?”. Sus palabras han sorprendido a casi todos. Al parecer, nadie se esperaba una respuesta tan sencilla y evangélica de un Papa católico. Sin embargo, esa es la actitud de quien vive en verdad ante Dios

José Antonio Pagola

CUIDADO CON EL MÉRITO

El evangelio desenmascara dos actitudes que, aun siendo profundamente egoístas, pueden pasarnos desapercibidas: la indiferencia y la religiosidad basada en el mérito.

En realidad, no podía ser de otro modo, si tenemos en cuenta que el mensaje de Jesús se asienta precisamente en la Compasión y en la Gracia. Y así es como muestra a Dios: Compasión gratuita y Gracia compasiva.

Frente a las llamadas “parábolas de la misericordia” (Lc 15), hay otras tres en las que se denuncia con fuerza inusitada la indiferencia del rico que no ve (Lc 16, 19-31), de las personas religiosas (sacerdote y levita) que “dan un rodeo” (Lc 10, 25-37) y de quienes son incapaces de reconocer a Jesús en cualquier persona que sufre (Mt 25, 31-46).

Y frente a un mensaje de gracia que descoloca nuestros esquemas y jerarquías, nuestros ideales de perfección y exigencia, nuestra idea de las recompensas y retribuciones, se denuncia la religiosidad –típicamente farisea, pero presente en todas las religiones- basada en el mérito y en la recompensa.

Una parábola que desmonta ese tipo de religiosidad en la que, paradójicamente, fuimos formados durante años, es la que se conoce como la de “los obreros de la viña” (Mt 20,1-16). Los trabajadores de “última hora” reciben exactamente lo mismo que los primeros, que “han aguantado el peso del día y del calor”. No solo eso: cuando estos van a quejarse al dueño, reciben una respuesta desconcertante para nuestros esquemas: “¿Vas a tener envidia porque yo soy bueno?”.

Tanto la indiferencia como el mérito son signos distintivos del ego en su modo de situarse en la vida y en la religión. El ego es incapaz de compasión y de empatía: vive encerrado en su caparazón de necesidades y de miedos, tratando de conseguir una existencia agradable para sí, al margen de cualquier otro criterio.

Del mismo modo, es incapaz de gratuidad: necesita apropiarse de todo lo que hace y, en su vida calculada, ha de obtener rédito a todas sus acciones. Si esto lo trasladamos a la religión, se entiende fácilmente que la viva también como medio para lograr respuesta a cualquiera de sus necesidades: sentirse seguro, merecedor, salvado, por encima de otros… Y que espere que Dios le “recompense” adecuadamente todos sus esfuerzos.

Eso es exactamente lo que vemos en la figura del hermano mayor de la parábola del “hijo pródigo” (“toda mi vida sirviéndote, y ni siquiera me has dado un cabrito”), y la de los trabajadores de la “primera hora”, que reclaman más recompensa que los que habían llegado al terminar la jornada.

El ego reclama el “cabrito” y el “denario”. Pero, en cuanto ve que al otro, que supuestamente no ha tenido un comportamiento similar al suyo, le dan lo mismo que a él, se rebela y exige más.

La denuncia de la religiosidad basada en la idea del mérito aparece también magníficamente plasmada en la parábola que leemos hoy. De hecho, Jesús la cuenta “por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a los demás”.

Se trata de una religiosidad “autosatisfecha”, que coloca a la persona en un pedestal de orgullo y complacencia, desde el que se permite juzgar a todos los demás. Sin embargo, su misma oración le delata porque se le ve condenar lo que, en su inconsciente, desearía hacer.

Con todo lo más grave de ese tipo de religiosidad no es solo que genera una actitud de comparación e incluso de desprecio hacia el diferente, sino que la propia persona vive “no reconciliada” consigo misma.

Aquello que condenamos en los demás, porque nos crispa, reside en nosotros oculto y reprimido. Por eso, cuando juzgamos y descalificamos a otros, sin darnos cuenta, estamos mostrándonos a nosotros mismos. Y hasta que no lo reconozcamos como propio, viviremos fracturados, desechando elementos que forman parte de nuestra persona. Esa misma fractura interior es la que provoca un resentimiento más o menos larvado hacia los demás.

Dicho en positivo: al reconocer y aceptar nuestra propia sombra –todo aquello que en algún momento tuvimos que negar, ocultar, disociar, reprimir…-, crecemos en unificación y armonía. Desaparecen los juicios y descalificaciones y entramos en un camino de humildad y de gracia.

La aceptación de la sombra nos baja del falso pedestal al que nos había subido el ego neurótico y nos permite crecer en humildad y, en último término, en humanidad.

Enrique Martínez Lozano

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