Escrito por Juan Rubio (Director VN) 20 de enero de 2012
Cuando leas esta reflexión no olvides que la Iglesia no es un ente abstracto. La Iglesia eres tú y soy yo, es la parroquia y mi congregación, ahora vuelve a leer y… responde

Es ya como una letanía: no sabemos qué hacer; se nos vacían los templos y huyen los pensadores y los jóvenes. Se cansan los viejos y pocos acuden a la llamada. Aumentan certezas sin alma y escasean almas que busquen la certeza. El Credo se ha impuesto al Padrenuestro y el Dogma precede al Evangelio. ¡Oh, tempora; oh mores! Está la Iglesia ahora en una encrucijada: evangelizar en el atrio o en las viejas sacristías.
A uno le llaman el “Atrio de los Gentiles”, fórmula nueva y vieja a la vez. Al otro, la llaman la “Sacristía de Vetusta”, reflejada en La Regenta de Clarín.
El primer escenario lo vemos en unos versos del poeta y sacerdote italiano David María Turoldo, en su Canti Ultimi:
“Hermano ateo, noblemente pensativo,
en búsqueda de un Dios
que yo no sé darte
atravesemos juntos el desierto.
De desierto en desierto,
vayamos mas allá
del bosque de los credos,
libres y desnudos, hacia
el Ser Desnudo
y allá,
donde la palabra muere
tenga fin nuestro camino”.
Es el camino de la búsqueda compartida de la fe. La Iglesia, en éxodo permanente, en camino, en travesía, en peregrinación. La Iglesia que se despoja para enriquecerse, incluso del pensamiento adverso. La Iglesia que aprende lenguajes y que acompaña serena y humilde con la riqueza de la Verdad en sus manos, como propuesta.
El segundo escenario, el de Vetusta, está bien descrito en la inmortal obra: “Acontecía allí lo que es ley general de los corrillos. Entre todos murmuraban de los ausentes, como si ellos no tuvieran defectos, estuvieran en el justo medio de todo y en la vida hubieran de separarse. Pero marchaba uno, y los demás le guardaban cierto respeto por algunos minutos”.
Cuando la Iglesia no sale de la sacristía, olvida el olor al barro y el ruido de la calle. El sonido del arpa oculta el incendio de la ciudad. Pendientes de las cosas del templo, del ajuar, de los candelabros y del roquete, la música de la calle suena a estridente.
Se respira aire espeso en el que solo se habla del último nombramiento o del último pecado del vecino. Abundan los dimes y diretes y se debilita la fraternidad. Pendientes de las prebendas, olvidamos acompañar a quienes buscan a Dios con sincero corazón. Cerramos los ojos a quienes les cuesta vivir la fe en el desierto y a quienes el dolor ha hecho mella en corazones fuertes.
Es la tentación de una Iglesia que se adormece y que prefiere dormitar a caminar; discutir sobre cuestiones bizantinas que abordar los graves problemas que hoy hacen sufrir a una humanidad que sigue llamando a nuestra puerta. Anda la Iglesia demasiado pendiente de cosas menores, entrando en alcobas, usando lenguajes que suenan a piezas de teatro barroco.
Gusta de los fastos y huye del basurero. Prefiere leer lo que solo remueve el aire viciado y se asombra del que piensa de otra manera. Gusta de la hoguera teológica. Abandona al viejo marinero y apuesta por el doncel. Usan la palabra como dardo y señalan con desdén, rehusando la mano que busca la caricia samaritana.
Hay que elegir por uno u otro camino. El riesgo es grande y pone a prueba la fe. Un mundo por evangelizar, una juventud a la que responder. Lo demás no dejan de ser bagatelas de sacristía, el refugio de las cartas y el dominó, la vieja estampa clerical de una España en la que cada vez se llena más de gentiles el atrio.
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