Del Evangelio de San Mateo 5, 1-12a
¡Dichosos….!

En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó, y se acercaron sus discípulos. Y él se puso a hablar enseñándoles:
Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra.
Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados.
Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados.
Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán “los hijos de Dios”.
Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Dichosos vosotros cuando os insulten, y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.

LLAMADOS/AS A SER FELICES, BIENEVENTURADOS, SANTOS
Si algo constatamos estos dias es ese afan de salir, de disfrutar, de recuperar encuentros perdidos o aplazados, en definitiva el deseo de vivir y ser felices. Y en este momento a los cristianos se nos ocurre celebrar la fiesta de “Todos los Santos” y proclamar repetidas veces, ¡hasta siete! Que somos felices, dichosos, bienaventurados… ¡santos! Pero muchas veces sentimos que el mensaje no es claro, o no logra conectar con nuestra gente. Sinceramente, ¿a quien le interesa hablar hoy de santidad? ¿Será que esta búsqueda de felicidad tiene algo que ver con la santidad o es totalmente ajena a ella?
Todo depende de cómo concibamos la santidad. Si santo es separarse de este mundo y buscar una perfección personal, haciendo cosas más o menos “raras”, lo más seguro es que no interesa a muchos. Pero si nos apropiamos de la llamada a la santidad que hizo el Vaticano II “para todos” (y no sólo para sacerdotes, obispo o religiosos), la propuesta puede ir muy de la mano de quien busca la felicidad y el sentido de su vida. O si recordamos cómo el Papa Francisco nos invita a mirar a nuestro alrededor y descubrir a los que ya lo son, a “los santos de la puerta de al lado” que son los varones y mujeres del pueblo de Dios: “los padres que crían con tanto amor a sus hijos, los hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, los enfermos, las religiosas ancianas que siguen sonriendo (…) son aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios”. Entonces, estaremos de acuerdo con él, y constataremos que la santidad excede los límites de la iglesia católica porque el Espíritu derrama sus dones sin medida y suscita por doquier signos de su presencia. Y, ¿qué signo de la presencia de Dios es más elocuente que la vida, el amor, la plenitud o la felicidad?
Desde ahí vamos a dejarnos sorprender por el evangelio de esta fiesta y a descubrirnos “bienaventurados” llamados a ser felices, incluso a descubrir cómo somos felices en circunstancias que no lo hubiésemos sospechado, y a dejar que se nos grabe en lo más hondo, hasta que llegue a transformarnos.
No vamos a tomar las bienaventuranzas como un programa de vida o algo a cumplir. Son el horizonte, la meta, el tesoro a descubrir. Tenemos que acercarnos a cada una de ella, y quizá solo a su primera parte, como a realidades y experiencias, propias unas veces y que vemos en otras personas en muchas ocasiones. Como pistas por las que avanzamos hasta vivir en esa “dinámica” del reino, que tantas veces choca con otras dinámicas y formas de vivir que nosotros mismos tenemos.
Y escuchamos y acogemos que somos “felices”, santos, cuando somos “pobres de espíritu”, que significa haber alcanzado la libertad interior, ser conscientes de dónde ponemos la seguridad de nuestra vida… Pero también vivir una existencia austera y despojada, sintiéndonos llamados a compartir la vida de los más necesitados.
O cuando somos “manso/a, para poseer la tierra” a diferencia del orgullo que se cultiva en la sociedad. La mansedumbre es fruto del Espíritu, propio de quien deposita toda su confianza en Dios. Si vivimos tensos, engreídos ante los demás, terminamos cansados y agotados. Pero cuando miramos nuestros límites y defectos –y los de los demás- con ternura y mansedumbre, sin sentirnos más ni menos que nadie, podemos darnos una mano evitando desgastar energías en lamentos o disimulos inútiles.
Que somos felices, santos, cuando “sabemos llorar con los demás”, compartir el sufrimiento ajeno y afrontar las situaciones dolorosas, solidarizándonos con el sufrimiento del mundo para transformarlo.
Y seguimos escuchando que somos felices, bienaventurados, cuando sentimos “hambre y sed de justicia”, de que la vida digna sea posible para todos y sentirlo como se siente el hambre, desde las entrañas.
Cuando somos “misericordiosos” dejando que fluya de nuestro corazón el amor recibido de Dios, y acogiendo a los demás incondicionalmente, como nos sentimos acogidos nosotros.
Que somos santos o felices, cuando tenemos “un corazón limpio para poder ver a Dios” un corazón sencillo, sin doblez, auténtico, transparente.
Y nos admiramos en estos tiempos de escuchar que somos felices, santos, cuando “trabajamos por la paz” sin excluir a nadie. Construyendo la paz en la búsqueda de consenso, de armonía, de perdón, de posibilidad de vida para todos.
Más aun, al final se nos dice que somos santos, felices, cuando nos sentimos “perseguidos a causa de la justicia” porque el reino de Dios reclama una sociedad justa y en paz y esto no se puede hacer sin una gran dosis de entrega personal para contrarrestar todos los obstáculos a la justicia que nacen de los intereses personales y los egoísmos grupales que, una y otra vez, retrasan la plenitud del reino.
Y quizá queda resonando en nosotros el “somos”, como una invitación a descubrir en el presente, no como una promesa de futuro. ¿Cómo podemos vivir a diario las bienaventuranzas? Anclando experiencias, es decir, cada vez que tengamos experiencia de estar viviendo una de estas actitudes que nos dice el evangelio conviene que nos paremos y tomemos conciencia de ello, de que “somos felices” viviendo así. Que respiremos profundamente y dejemos que se nos grabe en lo más hondo. Ser conscientes de la cantidad de experiencias de bienaventuranza que vivimos es posible y nos ayuda a darnos cuenta de cómo caminamos hacia la meta y a qué paso.
A esta santidad estamos todos llamados. Esta santidad es don de Dios que se acoge y da fruto en nuestra vida. Nos permite sentirnos “hijos e hijas de Dios, ser consolados, alcanzar misericordia… sentir que se nos ha dado y ya es nuestro el reino de Dios y, por ello, desbordar de felicidad.
¿Estamos dispuestos a arriesgar lo necesario para experimentarlo?
Mª Guadalupe Labrador Encinas, fmmdp

TODOS SANTOS PORQUE LO DIVINO NOS ATRAVIESA Y ES NUESTRA ESENCIA
Esta fiesta puede tener un profundo sentido si la entendemos como invitación a la unidad de todos en Dios. No recordamos a cada uno de los humanos como individuos. Celebramos la Santidad (Dios), que se da en cada uno. No se trata de distinguir mejores y peores, sino de tomar conciencia de lo que hay de Dios en todos. El hombre perfecto no solo no existe, sino que no puede existir. El concepto de santo que arrastramos desde hace siglos tiene que ser superado. No refleja el mensaje de Jesús sobre lo que Dios espera de nosotros.
Trataré de explicar cómo hemos llegado a ese concepto. Cuando el cristianismo se tropezó con la cultura griega, los ‘Santos Padres’ emprendieron una tarea de inculturación que trastocó el mensaje de Jesús. La razón griega trituró el mensaje que era vitalista. El Logos griego engulló el mito judío. Hoy conocemos el ideal de perfección que manejaban los filósofos griegos. Los cristianos incorporaron ese ideal. La ‘arete’ griega pasó al latín como ‘virtus’; en ambos casos significa fortaleza, valor, perfección. El hombre perfecto era el ‘vir’ que se guiaba siempre por la razón y no se dejaba llevar nunca para la pasión.
La propuesta del evangelio se convirtió en perfección griega y se vendió como propuesta evangélica. Pero la perfección griega es fruto de la razón y el evangelio no tiene nada que ver con la racionalidad. Desde entonces el santo era aquel ser humano que obraba siempre desde una fuerza de voluntad (vir-tuoso). Este sutil cambio tuvo consecuencias nefastas para la religiosidad posterior. El santo será para siempre el que actúa desde la racionalidad que quiere decir desde el falso yo. Todo lo que haga o deje de hacer estará encaminado a potenciar su individualidad. Será una pura programación para conseguir un fin personal.
Digo todo esto porque la idea de santo que hemos manejado corresponde a esta influencia griega. Queda así explicado, no justificada, la racionalización del concepto de santo. Las dos consecuencias nefastas de esa postura las seguimos padeciendo hoy. Por un lado el sentirse superior y, en la medida que alcanzo ese ideal de perfección, mirar a los demás por encima del hombro, creyendo que son inferiores. No hay nada más alejado del mensaje evangélico. Por otro lado, en la medida que no consigo ese objetivo que me he propuesto, la necesidad de simular para que los demás me crean perfecto, cayendo en un fariseísmo deshumanizador.
Esta distorsión se culminó con la incorporación al cristianismo de la juridicidad romana. Durante muchos siglos quien canonizaba a los santos era la comunidad (pueblo de Dios), con criterios de humanidad. Después canonizó la Iglesia con criterios racionales: un proceso con abogados que defienden la perfección del candidato y la aportación de los preceptivos milagros bien justificados y el veredicto final de unos jueces. Así se explica que haya en los altares tantas personas que han llevado una vida programada perfecta. Muy cumplidores de todas las normas externas, pero con ninguna empatía con los demás seres humanos.
Es verdad que los evangelios ponen en boca de Jesús: Sed perfectos como vuestro Padre es perfecto. Pero ¿cómo es perfecto Dios? Cuando Dios dice: “sed santos porque yo soy santo”, no hace alusión a la condición moral. La perfección de Dios no se debe a sus cualidades. Dios es solo esencia, no hay nada que pueda no tener. Nosotros somos perfectos en nuestro verdadero ser, en lo que hay de Dios en nosotros. No hablamos de nuestras cualidades sino de Dios nuestra esencia, tesoro que llevamos en vasija de barro.
“Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer”. Es un error garrafal el creer que podemos alcanzar la perfección evangélica con el esfuerzo personal. “Las prostitutas y los pecadores os llevan la delantera en el Reino de Dios”. Jesús decía eso precisamente a los ‘perfectos’, a los que cumplían la Ley hasta la último tilde. Esta frase de Jesús es un aldabonazo contra la idea de perfección que acabamos de explicar. Dios no valora el cumplimiento de una programación sino un corazón sincero, humilde y agradecido. Todo lo que somos lo hemos recibido de Dios.
Después de estas sencillas explicaciones, ¿qué sentido tiene hablar de “comunión de los santos”? Si pensamos que se trata de unas gracias, que ellos han ‘merecido’ y que nos ceden a nosotros, estamos ridiculizando a Dios y al ser humano. Los dones de Dios ni se pueden cuantificar ni se almacenan. Todo lo que nos viene de Dios es siempre gratuito, nunca se puede merecer. Si tomamos conciencia de que en Dios todos somos uno, veremos que lo que cada uno puede vivir de Dios, lo viven todos y beneficia a todos.
Por la misma razón tenemos que aquilatar la expresión “intercesores”, aplicada a los santos. Si lo entendemos pensando en un Dios que solo atiende las peticiones de sus amigos, o de aquellos que son “recomendados”, estamos ridiculizando a Dios. En (Jn 16,26-27) dice Jesús: “no será necesario que yo interceda ante el Padre por vosotros, porque el Padre mismo os ama”. Lo hemos dicho hasta la saciedad, Dios no nos ama porque somos buenos, menos por recomendación sino porque Él es amor y está en cada uno de nosotros.
Se puede entender la intercesión de una manera aceptable. Si descubrimos que esas personas, que han tomando conciencia de su verdadero ser, son capaces de hacer presente a Dios en todo lo que hacen, pueden facilitarnos ese mismo descubrimiento, y por lo tanto, el acercamiento a Dios. Descubrir que ellos confiaron en Dios a pesar de sus miserias, nos tiene que animar a confiar más nosotros mismos. Y no solo valdría para los que convivieron con ellos, sino para todos los que después de haber muerto, tuvieran noticia de su “vida y milagros”. Allanarían el camino para que creciera el número de los conscientes.
No os dejéis llamar maestro. No llaméis a nadie padre. Jesús dijo al joven rico: ¿por qué me llamas bueno? ¿Cómo habría respondido si le hubiera llamado santo? Pues nosotros no solo santo, sino que nos atrevemos a llamar a un ser humano santísimo. ¡Cuándo tomaremos en serio el evangelio! No somos santos cuando somos perfectos, sino cuando vivimos lo más valioso que hay en nosotros como don absoluto. La perfección moral es consecuencia de la santidad, no su causa. Todos somos santos aunque muy pocos lo descubren.
Las bienaventuranzas quieren decir que es preferible ser pobre, que ser rico opresor; es preferible llorar que hacer llorar al otro. Es preferible pasar hambre a ser la causa de que otros mueran de hambre porque les hemos negado el sustento. Dichosos, no por ser pobres, sino por no ser egoístas. Dichosos, no por ser oprimidos, sino por no oprimir.
Para mí, tiene un profundo significado teológico que la fiesta de los difuntos esté ligada a la de todos los santos. Litúrgicamente ‘los difuntos’ se celebra el día 2, pero para el pueblo sencillo, el día de todos los santos es el día de difuntos, sin más. Con lo que hemos dicho tenemos datos para una interpretación en profundidad de esta fiesta. Si todo ser humano tiene un fondo impoluto, Dios tiene que amarnos precisamente por eso que ve en nosotros de sí mismo. No puede haber miedo a equivocarse. Todos son santos en su esencia.
Fray Marcos
LECTURA ORANTE DEL EVANGELIO
“Dichoso el corazón enamorado que en solo Dios ha puesto el pensamiento; por Él renuncia todo lo criado, y en Él halla su gloria y su contento. Aún de sí mismo vive descuidado, porque en su Dios está todo su intento, y así alegre pasa y muy gozoso las ondas de este mar tempestuoso” (Teresa de Jesús, Poesía 5).
Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Apoyados en la palabra de Jesús, esperamos un final feliz para todos los pobres de la tierra. Ya era hora de que la historia diera un vuelco.
Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra.
Confiados en la palabra de Jesús, sabemos que los que han resistido en el sufrimiento encontrarán una tierra donde danzarán de alegría.
Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados.
Siguiendo a Jesús, confiamos que los que han llorado de mil maneras, aquí en la tierra, encontrarán un consuelo pleno y una salud total. Dios es sorprendente y grande en sus designios.
Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados.
Esperando en la promesa de Jesús, creemos que la bondad inagotable del Padre colmará la sed de justicia que se ha quedado sin saciar en tantos corazones.
Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Con los ojos puestos en Jesús, esperamos que los que han mirado con misericordia las heridas de la humanidad se encontrarán con la mirada misericordiosa y con el abrazo lleno de ternura del Padre de Jesús y de todos.
Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Con la transparencia de los niños confiamos que los que han andado en verdad en esta vida contemplarán un día, cara a cara, el rostro de Jesús, la Verdad en quien no hay engaño.
Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán los Hijos de Dios.
Haciendo nuestra esta palabra de Jesús, esperamos que todos los que han sido artesanos de paz, amando en el anonimato de la vida cotidiana, serán llamados hijos de Dios.
Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Confiados en Jesús, esperamos que, un día, coronas de triunfo adornarán las cabezas de todos los que han sido perseguidos, refugiados, abandonados a su suerte.
Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa.
Aunque nos tengan por tontos aguardamos que se cumpla la dicha en todos los que han sido menospreciados por ser amigos de Jesús.
Estad alegres y contentos.
Hacemos fiesta grande al celebrar el triunfo de todos los santos. Con Jesús, y con ellos,optamos por vivir alegres y contentos, porque esa es nuestra vocación y nuestro futuro. Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu.
Equipo CIPE
Documentación: Liturgia de la Palabra
Documentación: Meditación
Documentación: Plegarias
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