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Forzado a la intemperie

Forzado a la intemperie


No lo tuvo fácil. Fueron numerosas y significativas las contrariedades  que le acecharon. Y las tuvo que afrontar en solitario. Imposible contar con el consejo y apoyo de hermanos en el camino. Es que joven, muy joven aún, y después de padecer -de manera prolongada- tiempos convulsos, se vio privado del tipo de vida escogido. La revolución de la época dio al traste con su hogar-convento, con sus compañeros de aventura y hasta con los amigos del alma. Todos se dispersaron en busca de lugares idóneos donde ponerse a seguro. En la cárcel encontró albergue. ¿Por qué tanto honor?, por su condición de religioso. Liberado, buscó refugio en su propia familia. No obstante, la situación socio-política se enrareció hasta hacerse insoportable. Se despreciaba todo lo que para él era fundamental.

 Ante semejante situación optó por exiliarse a Francia. Contaba 29 años. Al menos allí viviría con más dignidad. En el campo de concentración se fraguaban continuas intententonas de conspiración contra el gobierno de España, por esta razón Palau puso tierra de por medio. Quiere, al menos, vivir con la serenidad que tanto echó de menos en su patria. Sin embargo, no se aleja de  quienes le necesitan ni del magisterio eclesial. Tampoco de su pueblo. Es experto en comunicación y relación. Pronto, un significativo grupo de jóvenes lo rodea. Les atrae su forma de vivir el evangelio: tan auténtico como austero, y en proporción a tal atractivo se levantan ampollas en ciertos representantes de la iglesia local. Ellos inician y sostienen una deplorable campaña de desconfianza y desprestigio contra este hombre de Dios. Palau da la cara. Se brinda al diálogo. Como en lugar de solucionarse, la situación se complica, decide volver a su país.

En Barcelona, donde recala, pergeña proyectos y cosecha éxitos impensables. Crea y acompaña la Escuela de la Virtud, original experiencia de catequesis de adultos. La ha pensado para ese singular momento histórico en que el cristiano se ve urgido a dar razón de su fe. La prensa anticlerical, consciente del excelente servicio que Palau presta a la iglesia de Barcelona y del prestigio que con tal misión adquiere, vomita todo tipo de calumnias contra él. Orquesta una campaña difamatoria en toda regla. Con ella indispone contra él a las autoridades de turno. ¿Conclusión? lo confinan a Ibiza -prisión del Estado-. ¡Han conseguido el objetivo propuesto!. En Ibiza permanece durante interminables años. Al fin -como no podía ser de otra manera- lo declaran inocente. De vuelta a la península, alumbra su carmelo misionero, por propia inspiración, sin ningún tipo de apoyaturas, circunstancia que le acarreó numerosas suspicacias, incomprensiones y desvelos.

El último período de su vida lo dedicó a los indigentes. A ellos atendió y acompañó. Casi, a tiempo completo. Hasta les cedió parte de su vivienda. Al menos así tendrían cobijo. Y con ellos dio, de nuevo, con sus huesos en la cárcel. ¡Ironías de la historia, la administración, incapaz de paliar esas carencias sociales, condena a quienes la sustituyen en su intransferible misión. Pasado cierto tiempo -demasiado-, lo indultan de nuevo.

Palau coordina y acompaña la andadura de sus hijas en la misión de cada día. Lo hace de modo singular en momentos significativos. Merece especial mención la asistencia –junto a ellas- a los contagiados de una mortífera epidemia en Calasanz. Es el último servicio que realiza. Lo más probable es que tal contagio fuera la causa de su muerte, acaecida pocos días después.

Forzado a la intemperie, Palau no se agrieta. Más bien se consolida en ella. Es fuerte y en la dificultad se fortalece. Se rehace. ¡Claro!, la vida que recibe, superado el último contratiempo, compensa el riesgo mantenido: acrece y dignifica al luchador. Así, camina sano a pesar de haber dejado tanta vida en el recorrido: personas, oportunidades, proyectos, sueños e ilusiones…Y es que la intemperie -asumida con talante evangélico- suprime estorbos y nos aproxima a Dios.

Ester Díaz S., carmelita misionera.

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