“El camino ha comenzado para ti… Pon tus ojos más allá, que aún es mucho lo que queda hasta el final”

En 1825, contando catorce años de edad, sorpresivamente, Francisco viaja a Lérida. Su hermana Rosa, que acababa de contraer matrimonio, se lo lleva a su casa con el pretexto de que el muchacho puede prestar ayuda en el cultivo de las tierras que, el novel matrimonio, poseía en el caserío de Butsenit, próximo a la capital ilerdense.
La intención premeditada de Rosa estaba encaminada a facilitar a Francisco proseguir estudios superiores ’dada la buena índole e inclinación del muchacho hacia las letras, lo que indujo al maestro del pueblo D. Judas Tadeo a proponer a los padres lo dedicaran al estudio, y que éstos -según su biógrafo P. Alejo- consultaron con el párroco, regente de la Iglesia de Aytona, D. Juan Camps quien parece también influyó en la decisión’.
El hombre que sale de su hogar necesita encontrar otro hogar que lo acoja. La acogida es síntoma de vida, signo de confianza y apertura. Permitir que otra persona viva en la propia casa, evidencia que se tiene algo para compartir. La felicidad sólo se nos abre de par en par cuando tenemos abiertas todas las puertas: la de del corazón y la del hogar. “La puerta de la felicidad se abre hacia fuera” (Kierkegaard).
Acoger es también un riesgo. El que abre la puerta se hace vulnerable. Acoger implica aceptar a la persona tal cual es, comprenderla, fiarse de ella, posibilitar que pueda desarrollar su don personal; mostrar que se está contento con su presencia.
Acoger es signo revelador de la presencia de Dios en nuestro mundo. “No os olvidéis de la hospitalidad; gracias a ella hospedaron algunos, sin saberlo, a ángeles” (Hb 13,2).
Mª Consuelo Orella
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