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III Domingo de Adviento (Ciclo B)

Del Evangelio de San Juan 1, 5-8.19-28

Y la luz brilla en la oscuridad. Y la oscuridad no logra sofocarla….

Hubo un hombre enviado por Dios, cuyo nombre era Juan.

Llegó para dar testimonio, para que testificara en favor de la Luz, a fin de que todos llegaran a creer por medio de él: ésta era la Luz verdadera que, al venir al mundo, ilumina a toda persona.

Y este es el testimonio de Juan, cuando enviaron a él los judios, desde Jerusalén, sacerdotes y levitas para preguntarle:

¿Tú quién eres?

Él confesó la verdad sin reservas y no la negó:

Yo no soy el Mesías.

Y le preguntaron:

Entonces ¿qué? ¿Tú eres tú Elías?

Dice:

No soy Elías.

¿Eres tú el Profeta?

Respondió:

No.

Conque le dijeron:

¿Quién eres? Para que demos una respuesta a quien nos enviaron, ¿qué dices de ti mismo?

Dijo:

Yo soy “voz de uno que grita en el desierto: ¡Enderezad el camino del Señor!”, como dijo el profeta Isaías.

Algunos de los enviados eran de fariseos y le preguntaron así:

Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?

Juan respondió así:

Yo bautizo con agua; en medio de vosotros está ese, al que vosotros no conocéis, el que viene detrás de mí, al que no soy digno de desatar la correa de su calzado.

Esto pasó en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde Juan estaba bautizando.

TESTIGOS DE LA LUZ

          La fe cristiana ha nacido del encuentro sorprendente que ha vivido un grupo de hombres y mujeres con Jesús. Todo comienza cuando estos discípulos y discípulas se ponen en contacto con él y experimentan «la cercanía salvadora de Dios». Esa experiencia liberadora, transformadora y humanizadora que viven con Jesús es la que ha desencadenado todo.

         Su fe se despierta en medio de dudas, incertidumbres y malentendidos mientras lo siguen por los caminos de Galilea. Queda herida por la cobardía y la negación cuando es ejecutado en la cruz. Se reafirma y vuelve contagiosa cuando lo experimentan lleno de vida después de su muerte.

         Por eso, si a lo largo de los años, no se contagia y se transmite esta experiencia de unas generaciones a otras, se introduce en la historia del cristianismo una ruptura trágica. Los obispos y presbíteros siguen predicando el mensaje cristiano. Los teólogos escriben sus estudios teológicos. Los pastores administran los sacramentos. Pero, si no hay testigos capaces de contagiar algo de lo que se vivió al comienzo con Jesús, falta lo esencial, lo único que puede mantener viva la fe en él.

          En nuestras comunidades estamos necesitados de estos testigos de Jesús. La figura del Bautista, abriéndole camino en medio del pueblo judío, nos anima a despertar hoy en la Iglesia esta vocación tan necesaria. En medio de la oscuridad de nuestros tiempos necesitamos «testigos de la luz».

          Creyentes que despierten el deseo de Jesús y hagan creíble su mensaje. Cristianos que, con su experiencia personal, su espíritu y su palabra, faciliten el encuentro con él. Seguidores que lo rescaten del olvido y de la relegación para hacerlo más visible entre nosotros.

       Testigos humildes que, al estilo del Bautista, no se atribuyan ninguna función que centre la atención en su persona robándole protagonismo a Jesús. Seguidores que no lo suplanten ni lo eclipsen. Cristianos sostenidos y animados por él, que dejan entrever tras sus gestos y sus palabras la presencia inconfundible de Jesús vivo en medio de nosotros.

         Los testigos de Jesús no hablan de sí mismos. Su palabra más importante es siempre la que le dejan decir a Jesús. En realidad el testigo no tiene la palabra. Es  solo «una voz» que anima a todos a «allanar» el camino que nos puede llevar a él. La fe de nuestras comunidades se sostiene también hoy en la experiencia de esos testigos humildes y sencillos que en medio de tanto desaliento y desconcierto ponen luz pues nos ayudan con su vida a sentir la cercanía de Jesús.

José Antonio Pagola
Red evangelizadora: BUENAS NOTICIAS

EGO, RELIGIÓN Y NO-DUALIDAD

          Sabemos que al ego le encanta discutir, porque eso le permite distanciarse de los otros y, de esa manera, autoafirmarse. Si estamos atentos, podremos observar que, en la discusión, se ponen en juego toda una serie de necesidades del ego, que exigen satisfacción: tener razón, destacar, lograr reconocimiento, “someter” al otro, obtener poder… Todas ellas giran en torno a la necesidad de seguridad, porque el ego, esencialmente inseguro porque es vacío, necesita ocultarse a sí mismo su carencia fundamental. Como todo él es una ficción, sólo se siente existir si “brilla” de algún modo.

         Tanto el ego individual como el colectivo parecen funcionar de esta manera. Uno y otro tratan de “marcar su territorio”, como hacen los animales de otras especies, y de imponer su dominio para obtener una sensación de seguridad.

         Debido al momento evolutivo en el que nos encontramos, los grupos humanos, en gran medida, actúan según esa ley. Parece que necesitamos crecer en consciencia de quienes somos para que sea posible un nuevo comportamiento caracterizado por la comunión y la solidaridad. Sólo la conciencia de nuestra “identidad común” –no egoica, sino transpersonal- permitirá el cambio en nuestro actuar. Entre tanto, es el ego quien nos conduce en la mayoría de las ocasiones.

         Los grupos religiosos tampoco escapan a ello. Con frecuencia, los vemos en pugna con otros diferentes, como queriendo afirmar la propia supremacía. Con frecuencia, se percibe en ellos el temor de que el reconocimiento de la “verdad” que hay en los otros menguara “su” propia verdad.

         Desde el modelo mental, no hay salida posible. La mente considera la “verdad” como un “objeto” que ella posee. Por tanto, da por supuesto que sólo es verdad lo que ella afirma, y que se hallan en el error quienes sostienen algo distinto.

         Necesitamos salir de ese modelo de conocer para poder percibirnos como “complementarios”, que mutuamente nos enriquecemos, en la medida en que respetamos y valoramos las diferencias.

         Las religiones –aunque no sólo ellas- tienen por delante un largo camino para salir de sus respectivos guetos y abrirse a lo que Javier Melloni llama “síntesis superiores”. (A quienes estén interesados en esta cuestión, recomiendo su libro Hacia un tiempo de síntesis, Fragmenta, Barcelona 2011; quizás más adelante pueda ofreceros un resumen del mismo).

         Todo este comentario me ha sido evocado por el texto del evangelio, en el que se trasluce el enfrentamiento entre seguidores de Jesús y discípulos del Bautista, a propósito de la supremacía de uno de ellos sobre el otro.

         Los enfrentamientos religiosos funcionan de ese modo. No se suele plantear de entrada lo que los une, ni tampoco tienden a ponerse de acuerdo en una “práctica” que les permita –sin negarlos- trascender sus propios puntos de vista. Más bien ocurre lo contrario: los grupos se encastillan en sus propias creencias, en sus ritos y en sus jerarquías, con un aire de superioridad mal disimulada, que termina socavando su propia credibilidad.

        Ocurre que al ego –individual o colectivo- no se le puede pedir que “renuncie” a sus creencias –en el sentido de relativizarlas, situándolas en un segundo plano- porque se sentirá perdido. Es necesario trascenderlo para comprobar que, sin renunciar a ellas –en el sentido de negarlas-, puede abrirse a una verdad mayor, que trasciende conceptos y palabras. Pero esto requiere aprender a silenciar la mente, para encontrarnos en el no-lugar donde experimentamos la unidad que somos. Cuando eso sucede, hemos pasado de la religión excluyente a la espiritualidad inclusiva.

         Aun siendo cierto que la religión tiende a separar, debido a la propia dinámica de la creencia –siempre quedarán “fuera” quienes no la compartan-, esto no significa que no pueda vivirse de una forma no excluyente. Esto es posible cuando se relativizan las “formas religiosas”, en aras de Aquello a lo que esas formas apuntan.

         Por el contrario, en ausencia de esa sabiduría que lleva a relativizar las propias formas, la religión se hace totalitaria. Como escribe Javier Melloni, “las religiones son receptáculos de una plenitud que ha sido vertida en ellas y que tratan de custodiar. Pero al custodiarla se pueden hacer insolentes. Por miedo a perderla, la blindan, y al no saber qué hacer con tanta densidad, la lanzan sobre las demás sin atender a lo que ellas ya contenían… Las religiones se hacen indigestas –no sólo indigestas, sino sumamente peligrosas- cuando pretenden apoderarse del Absoluto… Se reconoce que una plenitud ha sido reducida a totalidad por la crispación con que se defiende… La plenitud no se posee: se irradia” (J.MELLONI, Hacia un tiempo de síntesis, Fragmenta, Barcelona 2011, pp.43-44.53).

         Es comprensible, volviendo al texto del evangelio, que unos se sintieran especialmente fascinados por Jesús de Nazaret, mientras otros lo eran por el Bautista. Eso es humano, y no tiene por qué generar ningún problema.

         El problema empieza cuando, desde una lectura mítica y dualista, lo que sólo es “diferencia” lo convertimos en “separación excluyente” y en guerra de individualidades.

         Desde el modo no-dual de conocer, todas las diferencias son abrazadas en la no-dualidad; dejan de verse como causa de separación y se aprecian como factor de enriquecimiento. Pero esto requiere nada menos que la desapropiación del yo, porque él no puede sino vivir para autoafirmarse a costa de todos y de todo. La no-dualidad se halla completamente fuera de su alcance.

         Sin embargo, trascendida la cerrazón característica del ego, “lo que atrae de Cristo a los cristianos, del Corán a los islámicos, de la Torah a los judíos, de los Vedas a los hindúes o de Buddha a los budistas es el abismo de luz, el derramamiento de ser que se desprende de ellos y el camino que proponen para mantenerse en estado de apertura” (J. MELLONI, p.46).

         Es decir, nos atrae el hecho de que, en ellos, percibimos con nitidez, como en un espejo, el reflejo limpio de lo que –probablemente aun sin saberlo- todos somos…, y por eso en ellos nos reconocemos.

Enrique Martinez Lozano

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