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Maduración para un nuevo nacimiento

Roland Meter Litzenburger – Benito en la gruta, 1963

Colores terrosos, formas y líneas giratorias. Cerco alrededor de un hombre acurrucado. La espalda se ha convertido en un arco. La cabeza barbada se inclina profundamente hacia el hueco de los brazos elevados. Una figura desnuda. No erguida, no mirando como alguien que quiere afirmarse y actuar. Acurrucado como un embrión en el seno materno.

¿Es de verdad un seno materno? ¿Tenemos ante nosotros un sepulcro? ¿O a un proscrito? ¿O a un penitente? ¿Un prisionero?

Recordemos la imagen del grano de trigo que muere y muriendo da fruto (Jn 12, 24)

Sólo las líneas exteriores rompen el total encerramiento. Obran como las hojas protectoras de las flores que guardan un capullo hasta que la flor se abre. El vértice de un pentágono color tierra y las manos elevadas se alargan ya hacia esa apertura. Únicas señales de vida en un recinto entre la vida y la muerte.

Cerrados los ojos. Cerrada la boca. Inmerso en el silencio, la escucha y la espera. Un hombre desnudo, anónimo, mudo. Ante este hombre la palabra auto-conciencia pierde el significado habitual. Pierde su secreta arrogancia y recupera su verdad profunda: ahí hay un hombre consciente de sí mismo. Ahí hay un hombre que se ha despojado de todo lo que era sólo vestido y apariencia: títulos, profesión, prestigio, rendimiento, posesión, ciencia. Aquí reconoce su verdadera medida: su nada y su dignidad. Aquí se convierte en él mismo como sólo se puede convertir ante un Tú presente, invisible, poderoso. Aquí sucede algo decisivo: un cambio, una purificación, una maduración, un renacimiento. “Puede un hombre volver al seno de su madre y nacer de nuevo?”. La pregunta de Nicodemo tiene aquí su respuesta.

Los colores y líneas hablan de mucha estrechez, límite, ahogo, cueva. Pero la cueva es siempre algo provisional. No es apta para permanecer en ella, sino para esperar, para ser llamado, para escuchar. La cueva proporciona refugio, abrigo. Pero no es casa para vivir. Prepara la vida y empuja hacia ella.

Moisés, Elías, Jonás, Benito, Juan de la Cruz… todos tuvieron su vivencia de la cueva, y salieron de ella trasformados, enamorados.

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