
En una vivienda alquilada de la calle San Gervasio (Barcelona), envuelta en suma pobreza y soledad, viviendo de limosna y recibiendo ayuda prestada por compasión a su humilde vida, Juana Gratias Fabré, el 24 de diciembre de 1903, ultimaba su carrera mortal tras 79 años de vida entretejida en fidelidad absoluta a Dios y lealtad incondicional a su padre y fundador
Murió en ‘nochebuena’, serena, en actitud ejemplar de resignación, paciencia y conformidad, ‘sin quejas de nada ni de nadie’, con esperanza inconmensurable en Dios y amor insondable a su Congregación, dio el paso definitivo a la Vida. La muerte, como nacimiento verdadero y culminación de la existencia humana, es un continuo y hermoso proceso de vida. Toda carrera vital, irrepetible, llega tarde o temprano al término y entonces se hace eternidad (K. Rahner)
La vida es un desafío: si la soportamos pasivamente se convierte en un peso; si la asumimos responsablemente se convierte en don. Este don fue la aceptación sin fisuras de lo que Juana creía ser voluntad de Dios. Don que la mantuvo firme y constante en sus actuaciones a pesar de las complejas adversidades en la que se vio implicada. Fue la sierva buena y fiel del Evangelio.
En este contexto de liturgia navideña nos sentimos deudoras de sus fatigas fundacionales y confirmamos que Juana hizo suyo lo que cantó el poeta: “Cuando llegue yo, Señor, a la aduana de la muerte, sólo mi amor, mi dolor y mi trabajo habrán embarazado una perla de vida divina, engastada en la proa de mi nao peregrina” Eduardo J. O.
Mª Consuelo Orella
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