Sábado Santo

Jesús yace en su tumba y los apóstoles creen que todo se acabó. Todo el día del sábado su cuerpo descansa en el sepulcro.
El sábado santo es un día de luto inmenso, de silencio y de espera.
Sus discípulos, los que le seguían por Galilea, los que le acompañaban de Galilea a Judea, los que estaban celebrando la Pascua en Jerusalén, no salían de su asombro y de su miedo.
Amanece, pero sigue siendo de noche. El corazón no quiere escuchar lo que la razón le dice.
¿Y María? María permaneció al pie de la cruz. Acompañó el sufrimiento de su Hijo, esperó con el corazón destrozado el momento en que lo depositaron en sus brazos. ¡Una madre no debería nunca ver morir a un hijo!
Lo ha arropado contra su pecho como aquella noche de Belén, aquella noche de miedo y alegría, en la que por primera vez le tuvo en sus brazos.
A su lado otras mujeres que comprenden su dolor, que también son madres, que han compartido con María, que quieren a Jesús, que le han alojado en su casa, que le dieron comida y vestido, que compartieron sus bienes con él, que le seguían por el camino.
El Cuerpo de Jesús está en un sepulcro prestado, allí, al pie del Gólgota.
María le hubiera retenido entre sus brazos. Hubiera querido detener el tiempo mientras abraza ese cuerpo destrozado por amor. «Una espada te atravesará el alma».
«Destruid este templo y yo lo reconstruiré en tres días»
 ¿Quién se acuerda de ello?.
«María guardaba todas estas cosas en su corazón» Lo que los discípulos habían olvidado.
En este sábado de luto, de silencio y espera, vivimos con María su dolor, nos vestimos de su valentía y alentamos en nosotros su esperanza.

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