San José

San Mateo 1,16.18-21.24a

…hizo lo que le había mandado el ángel del Señor.

Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo. El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: – «José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados.» Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor.

UNA «CASA» PARA DIOS

Sobre San José apenas tenemos información; los evangelistas no investigaron ni especularon sobre él. Quizá ni conozcamos con certeza su oficio: no es seguro que quien, en la sinagoga, opinaba que Jesús era “hijo del constructor” (Mt 13,55) estuviese pensando precisamente en José; y, a juzgar por las parábolas, Jesús entendía más de agricultura que de artesanía. Un apócrifo del siglo II supone que José era el anciano esposo de la joven María; pero no tiene garantía de fiabilidad. El dato de la ascendencia davídica de José es más consistente; sin ella difícilmente habrían aceptado los primeros judeocristianos la mesianidad de Jesús; pero debió de pertenecer a una rama muy colateral de la dinastía: los reyezuelos judíos de la época no le tuvieron por contrincante.

La grandeza de José radica en que su casa fue la de Jesús. Hablar de José es hablar de la encarnación en cuanto hecho cultural y religioso. En el hogar de José y de María Jesús se hizo verdaderamente humano e israelita. José, además de ser mediación para la legitimidad mesiánico-davídica de Jesús, tuvo el honor de ponerle el nombre, de educarle, de enseñarle oraciones y transmitirle el tesoro de fe de Israel; seguramente le acompañó a la sinagoga y presidió cenas pascuales en las que Jesús participaba. Puso, sin captar quizá el alcance de su hacer, los cimientos de algo grandioso.

Ni José ni María estaban capacitados para poner en el mundo al Mesías e Hijo de Dios; pero fueron dóciles instrumentos de Dios mismo para ello (los filósofos clásicos hablarían de su “potentia oboedientialis”). En relación con lo que de su casa tenía que salir, eran tan estériles como Abrahán y Sara (Jesús supera toda capacidad generativa humana), pero, como los viejos patriarcas, cumplieron la encomienda y llegaron a ser padres de un gran pueblo, del Pueblo de Dios que tiene en Jesús un nuevo comienzo.

San Pablo admira el poder creador de Dios, a quien designa con una expresión original: “el que llama a la existencia lo que no existe”. Gracias a esa fecundidad divina, José y María fueron también muy fecundos, y lo fueron como Abrahán: mediante su fe-obediencia. El José de los evangelios de la infancia es siempre el receptivo-obediente; Dios dirige toda la escena, y José es un actor destacado de la misma. Según la narración que hoy leemos, a José, de entrada, le estremeció la presencia de lo divino, de la obra del espíritu de Dios, en su propia casa; Dios mismo tuvo que decirle: “no temas”; y así pudo seguir adelante. Fe, obediencia, generosidad… convirtieron al que quizá era un humilde agricultor de Galilea en el segundo padre del Hijo de Dios.

A veces podemos caer en la tentación de pensar que nuestra vida es estéril, que sin nosotros todo correría exactamente igual. José nos invita a pensar de otra forma, a ponernos en manos del Dios que de la nada saca maravillas.

Severiano Blanco cmf

Ante la Fiesta de San José

En Adviento la fiesta de la Inmaculada nos alegra el tiempo penitencial. Del mismo modo, celebrar a San José es como un oasis en medio del desierto. Es grande la admiración, la devoción, el cariño a este santo a lo largo de los siglos. Además, para muchos santos ha sido su referente. En estos tiempos de inquietud, en los que quizá el cansancio y el miedo nos puedan vencer, mirar al esposo de María, al que con tanto mimo cuidó de Jesús, nos ayuda a entrar en una dinámica diferente: la de la confianza en Dios, que se vale de mil maneras para estar cerca de nosotros. Os propongo esta oración:

Amigo San José,

tú que supiste custodiar a María y a Jesús,
que sabes de itinerancia,
de hacerte extranjero para proteger a tu familia,
ayúdanos en este tiempo turbulento, 
para que nuestra mente y nuestro corazón
permanezcan fieles a la voluntad de Dios.

Carpintero de Nazaret,

que en las tareas más humildes, 
facilitaste la vida de tus vecinos, 
haznos sentirnos útiles de aquellos
que, por necesidad o soledad,
se ven contaminados por el desaliento.

Esposo de María,

que sabes lo que es amar sin medida,
cambiar tus planes
sin dejar nunca de lado a tu mujer,
inspíranos para que comprendamos
lo que Dios quiere de nosotros.
A veces, sus “renglones torcidos” son complicados.
Enséñanos a descubrir
su presencia en medio de nosotros,
si es necesario a través de los sueños.

Papá de Jesús,

que te desviviste por cuidarlo
como a tu propio hijo,
aliéntanos para saber cuidar a los demás,
desde la responsabilidad y el cariño,
desde la entrega y la donación de sí.
Protege a todos los que cuidan hoy:
al personal sanitario, de limpieza,
las tiendas de alimentos,
los que recogen la basura,
los voluntarios de Cáritas,
la policía, los bomberos,
los conductores,
los maestros,
a los políticos que velan por el bien común,
a los periodistas que informan
con realismo y esperanza,
a tantas religiosas enclaustradas con sus enfermos,
a los misioneros
que permanecen en las zonas de mayor peligro,
a esos sacerdotes que se las ingenian
para no abandonar a la comunidad,
a tantos padres y madres
que “teletrabajan” y atienden a sus hijos.
A tantas personas anónimas
que son verdaderos “custodios”
porque son gente de bien.

Protector de la Iglesia,

en estos tiempos de reforma
recuérdanos continuamente
los orígenes de nuestra fe.
Acércanos, de verdad,
a María y a Jesús.
En tu familia, José de Nazaret,
queremos poner nuestra confianza.
Tú, humilde servidor del Señor,
no nos abandones
en la hora presente -y en la última-
sintamos tu protección,
la de Santa María
y la de nuestro hermano Jesús.
Sintamos la verdadera vocación:
amar, amar y amar.

Amén.

Fernando Cordero ss.cc.

“José, te admiro porque viviste situaciones muy difíciles e incluso dudaste;

ayúdame a confiar siempre en Dios y a implicarme en su Proyecto de salvación”.

Documentación:  Liturgia de la Palabra

Documentación:  La buena gente

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