Artículo publicado en «tomalapalabra.periodismohumano.com» por Begoña Santos, voluntaria de la Asociación Karibu y Directora de Operaciones Locales en Médicos del Mundo

Los Centros de Estancia Controlada De Extranjeros (antigüos CIE)
Tras años de insuficiente regulación, el gobierno ha elaborado un reglamento de los Centros de Internamiento de Extranjeros, lugares de reclusión de extranjeros sin papeles a la espera de ser expulsados a su país de origen. Lo primero que han hecho ha sido cambiarles el nombre, para que la vulneración sistemática de los derechos humanos denunciada en informes del Defensor del Pueblo, organismos internaciones y organizaciones sociales, se desvanezca, como por arte de magia. Ahora, tienen un nombre más amable: CECE, Centro de Estancia Controlada de Extranjeros. Nuevo nombre para la misma miseria.
La vida dentro del Centro de Internamiento de Extranjeros no es vida, es espera. Espera y miedo. Miedo a la expulsión, miedo a perder el rumbo entre las cuatro paredes de la celda, miedo a un futuro que parece imposible que sea peor.
Los CECE no son, en teoría, centros penitenciarios. La privación de libertad se produce mayoritariamente por una falta administrativa, la de no tener papeles. Para las personas inmigrantes, el ser siempre equivale al tener: “Si tienes papeles, puedes tener trabajo, una familia, futuro…Sin papeles, no hay vida”.
Los CECE se encuentran repartidos por toda Europa, recordando implacables que la decadente Europa está prohibida para los extraños, los extranjeros que no hacen falta. En España se encuentran en varias ciudades ocupando viejas cárceles ya desmanteladas o antiguos edificios abandonados.
Solo el hecho de ir al CECE de Madrid, en Aluche, es ya una penitencia en sí misma. Instalado en las viejas dependencias del antiguo hospital de la cárcel de Carabanchel, hay que recorrer bajo un implacable sol en verano o lluvia en invierno varios cientos de metros hasta llegar a la entrada principal. Andando, por supuesto. Está prohibida la entrada de coches, ni tan siquiera para hacer una breve parada.
T. huyó de Costa de Marfil con lo puesto, con la misma camiseta y pantalones con los que me recibió receloso en el locutorio de la antigua cárcel. El ánimo hundido, su olor azotaba la sala. Me mira silencioso. En su país tenía familia, posición social, tierras, ganado… Lo perdió todo en una de tantas guerras: quemaron sus tierras y asesinaron a su familia, incluso a su mujer embarazada. No me quiere explicar cómo llegó a Melilla. Lo único que importa es que ya está aquí, que dejó atrás el infierno conocido, aunque ya empieza a intuir que España no es el paraíso que esperaba encontrar. “Nada puede ser peor que el pasado”.
En las calles de Madrid, la Policía para a los diferentes. La mayoría están en situación regular, nacionalizados o españoles de nacimiento y se quejan del acoso por tener que mostrar continuamente su documentación. Los que no tienen papeles, cada vez tienen más razones para atrincherarse en sus refugios, hacerse más invisibles todavía. Poco trabajo, casi siempre en condiciones abusivas y la posibilidad de que en cualquier esquina un policía les trunque su sueño de un futuro mejor.
M. no tuvo suerte. Después de 20 años en España le esperaba un avión destino a Ghana, país sobre el que él nunca había puesto los pies. “Me quedé con la tarjeta de residencia de un amigo, para poder sobrevivir” y desde entonces, con una identidad prestada, vagaba por la vida buscando un lugar donde volver a empezar por última vez. Pensé en su futuro, sin una moneda en el bolsillo, sin un afecto en el corazón, con nada más que perder. “En Sudáfrica tampoco tengo familia. Hubo guerras, mataron a muchos, tuve que huir”. Su voz suena cansada. No se queja. Hace tiempo que ha aceptado su suerte. A sus 40 muy vividos años todavía media sonrisa de esperanza se escapa de su cara. “Me gustaría tener mujer e hijos”.
Con la última reforma de la Ley de Extranjería, muchos ciudadanos y ciudadanas junto con las organizaciones sociales clamaron por los derechos de estas personas criminalizadas. Exigían una regulación exhaustiva de los centros, a los cuales tenían prohibido de manera generalizada el acceso. La presión social dio algunos frutos. Hasta entonces, los internos estaban aún más sujetos a la discrecionalidad de la policía o de los funcionarios de turno. Ni horarios de visitas, castigos sin procedimientos, niños encarcelados junto a adultos.
Los juzgados tuvieron que tomar cartas en el asunto. Tras la muerte de una congoleña en el CIE de Aluche en noviembre de 2011, exigieron la adecuación de habitaciones para enfermería ya que “existen habitaciones absolutamente inapropiadas”. En otro auto, un juzgado de control refleja que a los internos “no se les permite hacer sus necesidades por la noche, teniendo que utilizar para ello los lavabos o bolsas de plástico” y considera que además “de poder atentar contra la salud y la dignidad de la persona, pudiera ser considerado como un trato vejatorio”.
Cuando K. me recibió se encontraba, paradójicamente, en un estado de gran ansiedad a pesar de que tenía expectativas reales de ser liberado en España. El día anterior habían puesto en libertad a varios compañeros suyos que venían de Melilla. En Marruecos malvivió en el bosque junto con otros muchos africanos durante meses, pasando un frío que todavía llevaba pegado al alma, hasta que pudo cruzar la valla. La relación con la población autóctona, no había sido fácil. En la lucha por la supervivencia la convivencia se deteriora.
Desde allí un avión los trajo a Madrid. Ni una palabra de castellano, ni un número de teléfono en su memoria…Creía que le iban a poner en libertad en breve. Resulta duro explicarle a lo que se tendrá que enfrentar en un futuro y desvío la mirada mientras le entrego la tarjeta de la asociación. “En ella te asesorarán sobre tus posibilidades”. Le explico cómo llegar y le doy un billete de metro. No puedo hacer nada más por él. Sé que le espera la calle.
Lo común a todos ellos dentro del CECE es que, a pesar de tener derecho a un abogado, ninguno le conoce, ninguno ha oído hablar de él. En el CECE de Aluche hay un servicio de orientación jurídica al extranjero al que se accede a través de Cruz Roja. A pesar de las insistencias, pocos son los internos que llegan a comprender su situación legal.
La falta de transparencia en la gestión de los CECE es otra cuestión pendiente. Aunque no hay cifras oficiales, se calcula que sólo un 60% de los internos de los CECE son expulsados. Esto depende de varios factores: si existen acuerdos de devolución con el país de origen, si da tiempo a realizar todo el procedimiento de expulsión, si hay aviones preparados para realizar una expulsión masiva…De vez en cuando aviones repletos de sin papeles toman rumbo a la desesperación cargados de miedo y frustración.
Para G., de 21 años, lo peor de todo es estar enclaustrado entre cuatro paredes. En un remoto lugar de Mali, su tierra natal, siempre ha estado rodeado del infinito y su mirada llena de horizonte no se veía entorpecida por nada. Como casi todos, confía en que Dios le siga acompañando en su camino. La esperanza rebosa por sus poros, a pesar de los tres días que estuvo encerrado en la comisaría de Melilla a pan y agua. Su juventud le abre el camino y su sueño es trabajar y “aprender a leer y escribir”
Por las tardes es el momento en el que los familiares hacen cola en el CECE para visitar a sus padres, hijos, mujeres, novias…El pausado y discreto mestizaje de nuestra sociedad se hace patente: muchas personas españolas en la cola. Bajo una maltrecha carpa en el patio de la antigua cárcel, las que podemos presentar nuestro DNI o tarjeta de extranjero esperamos con resignación a que llegue el desabrido funcionario de turno y nos guíe hasta el edificio para la breve visita de 20 minutos. Cuando por fin entramos en el locutorio, una hilera de ocho compartimentos se abre a nuestros ojos. El cristal que nos separa del otro lado solo se abre durante unos segundos al inicio de la visita. La novia española del africano recluido se abalanza sobre él besándole sin pudor ante la incómoda mirada del policía; el hombre chino que está a mi lado, roza rápidamente, contenido, los labios de la mujer embarazada que le mira desde detrás del cristal con los ojos perdidos. A mi lado, una vallecana recupera la calma al ver al padre de su hija, peruano, encerrado desde hace más de 40 días y única fuente de ingresos de la familia.
Ellos son los que tienen suerte, los que tienen familiares o amigos que pueden hacer algo por ellos. Sin embargo, muchos no reciben ninguna visita. Algunos son capturados en otras ciudades de España y enviados a Madrid. Para otros, sus familiares y amigos no pueden visitarles, porque tampoco tienen papeles. Muchos no conocen a nadie en España a quien puedan importar.
El reglamento de los CECE que va a salir por fin a la luz era la oportunidad para garantizar los derechos humanos de las personas allí internas y pasar de un modelo de gestión estrictamente policial a uno mixto en el que la atención de las necesidades sociales del extranjero internado fuera tenida en cuenta. Tanto el Defensor del Pueblo, como varios Juzgados de Vigilancia y control y ONG habían planteado mejoras indispensables al respecto. Sin embargo, el reglamento no solo no supone un avance con respecto a la situación anterior, sino que en algunos casos implica un retroceso en relación a medidas que ya estaban siendo puestas en práctica en algunos CIE y que deberían haberse generalizado.
Así, por ejemplo, la restricción en las visitas de las organizaciones sociales a los CECE son injustificadas y suponen un obstáculo a la transparencia de los mismos además de un grave perjuicio para las personas internas, muchas de las cuales no tienen a nadie que les pueda visitar. Además, el reglamento se permite la posibilidad de someter a un “examen personal de seguridad” a los miembros de las ONG que accedan a los CECE, lo cual demuestra la desconfianza mostrada ante estas organizaciones, a pesar de que los filtros que deben superar para que su entrada sea autorizada por el Director del centro.
Tampoco hace el reglamento ninguna referencia a la notificación previa de la expulsión del interno a pesar de la existencia de autos judiciales que obligaban a ello en varios CIE. La gran ansiedad que causa en los internos el no saber cuándo van a ser expulsados, además de ser una tortura mental, implica que no puedan despedirse de sus seres queridos en España ni preparar su llegada al país al que son expulsados, llegando en muchas ocasiones a aeropuertos situados a cientos de kilómetros de sus zonas de origen.
El afán privatizador de este Gobierno también ha llegado a los CECE: el nuevo reglamento abre por primera vez las puertas a la privatización de algunas funciones de seguridad, lo que supone que un riesgo adicional para las personas internas privadas del derecho fundamental a la libertad, por la más difícil fiscalización del trabajo de estas empresas.
Por otra parte, la prohibición total del uso de móvil, la falta de acceso a ordenadores desde los que puedan comunicarse con quienes ellos desean y la ausencia de cualquier tipo de actividad social, formativa o deportiva organizada a lo largo de todos y cada uno de los días que pasan encerrados repercute en su aislamiento y en el deterioro de su salud mental.
El CECE marca un hito en el proceso migratorio de muchas personas inmigrantes. Algunas serán expulsadas y nunca volverán. Otras, probarán de nuevo suerte al siguiente guiño del destino. Algunas más seguirán en España sin papeles, temiendo una nueva orden de expulsión que las devuelva al CECE. Si con el tiempo la Ley de Extranjería no se endurece y pueden demostrar que han vivido tres años en España, quizás puedan ver reconocido el arraigo social y consigan regularizarse, lo que supone el camino a recuperar la dignidad, el derecho a no esconderse, a tener una oportunidad. A vivir.
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