“No se turbe vuestro corazón ni se acobarde” Jn 14,27

Cueva del Padre Palau (Aitona, Lleida)
Mientras los buenos medían la santidad de Francisco por el patrón de Juan Bautista, había otros muchos que se sentían marcados por el dedo del ‘profeta’ que denunciaba abierta y públicamente el pecado, la trasgresión a la ley de Dios y de la Iglesia.
Pero en su alma seguía resonando: “Marcha, predica el Evangelio, yo estaré contigo y confirmaré tu doctrina” MR “¿No te mandado que seas valiente y firme? Jos, 1.9. Por eso se afanaba en pregonar la Buena Nueva cobrando nuevos ánimos.
Muchos testigos coinciden en afirmar que Francisco, libre de su labor parroquial, se trasladaba a una cueva distante poco más de dos kilómetros de Aytona donde pasaba la noche en oración, durmiendo algunas horas sobre una gran piedra con forma casi de cuerpo amortajado. “Mi padre me relató –dice un testigo- que el P. Palau vivía en una cueva que estaba a dos km. del pueblo y allí tenía una calavera y unas estampitas y dormía en el suelo y tenía por almohada una piedra. Allí confesaba a los jóvenes, que invitaba él por barrios. Mi padre fue también a confesarse y por el camino iba rezando el rosario con un compañero suyo. Testigo 43
La cueva, donde moraba Francisco, cedida por su padre, era un saliente de rocas en forma de gruta, trasformada en morada para el ermitaño. Una puerta de madera daba acceso a un amplio espacio dividido en dos compartimientos: unas toscas piedras hacían el oficio de cocina; en el fondo un hilito de agua, filtrándose entre las rocas, originaba una tenue fuentecilla en la que podía apagar su sed y de la que se servía para su aseo personal. A mano izquierda, otro pequeño aposento. En el suelo, una amplia losa a guisa de sepulcro, cubierta de juncos de esparto, que le servía de lecho. Una calavera y unas estampas de papel, esparcidas por la gruta, atestiguaban su fe sencilla. Dos ventanas enrejadas dejaban pasar la luz del sol; por la noche no tenía más iluminación que unas brasas ardiendo cubiertas de ceniza. Por la ventanilla se comunicaba con las personas que iban a visitarle, mayormente de noche; jamás habría la puerta a nadie. Muchos del pueblo, después de sus faenas, se iban a confesar y recibían instrucción religiosa. Francisco los recibía con verdadero cariño de padre…
Este testimonio de vida austera y solitaria, junto con su ferviente celo apostólico, se convertían en ‘escándalo’ y ‘signo de contradicción’: “En Aytona se le tenía: por unos como santo y otros como si fuera un loco. Cuando predicaba, la Iglesia se llenaba por completo. Y eran muchos los que iban a confesarse en la cueva” Testigo 47
Pero no todo es trigo en el campo; se puede esconder también la cizaña y en Aytona estaba bastante crecida. El sector izquierdista, acaso el más numeroso, estaba a la expectativa. Le molestaban las predicaciones y las actitudes de nuestro carmelita. ¿No es verdaderamente sospechoso -se decían- que este fraile se pase la noche en la gruta en medio de los cerros?, ¿Qué planes estará tramando?
Los ánimos estaban revueltos. Bastaba sólo una pequeña mecha para lanzar el estallido. Y como siempre la historia se repite: ¡al que molesta mejor es quitarlo de en medio! ¡Borrar su nombre y su memoria para que sus palabras no delaten el pecado! Y comenzaron las intrigas en torno a ese ‘cura inexperto’ que se atrevía a recriminar las acciones de los veteranos de la vida.
Pusieron manos a la obra: buscar la oportunidad para matarle. Con el pretexto de confesión, un grupo de tres jóvenes tenía programado sacrificar su vida. A la hora del crepúsculo, uno de ellos, -distinguiéndose como más valiente- se dirige a la cueva de manera sigilosa. Francisco que acababa de rezar sus oraciones vespertinas, notando la presencia de un desconocido e intuir sus intenciones, dijo en voz alta: ‘Adelante, hermano, en el nombre de Dios, ¿qué se le ofrece a estas horas?’- Vengo para matarle –contestó el huésped- ¿A matarme, vienes hermano? Más valiera que vinieras a confesarte, pues hace veinte años que no lo has hecho. Mira, hermano, que no sabes cuándo te llamará Dios a juicio. Véngase, hermano, será cosa sencilla. Empiece… Por la señal… Señor mío Jesucristo…
“El valiente, caía de rodillas a los pies del misionero y, trocado por la voz de Dios que hablaba por boca del ermitaño, descendía la paz y cambiaba su corazón de pecador arrepentido, llenándole de confianza y amor…
“Vete, añadió el solitario al despedirse: di a tus compañeros que vengan también, somos todos hermanos… Después de haberlos confesado, alzando la voz les dijo: ‘Amad a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a vosotros mismos. Vivid santamente, ¡la eternidad se acerca!…
Las sombras se perdieron en el silencio de la noche. Francisco cayendo de rodillas ante la Cruz, bendijo, una vez más, la misericordia del Señor. PP.. Alejo y Gregorio
María Consuelo Orella cm
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