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Tras las huellas del eremita

Publicado por Miguel Ángel González en «diariodeibiza.es» el 6 de mayo de 2012

Más de cien años después de que el eremita dejara el Vedrà, he pasado unos días en la Casa Conventual de es Cubells, donde siguen las Hermanas Carmelitas Misioneras de la fundación del Padre Palau. Me ha parecido un prólogo necesario para pasar,
después, unas horas en la soledad de la Roca.

Lo que me ha sucedido es que, después de leer por lo menudo las elucubraciones del Padre Palau en su insólito eremitorio, me he quedado con las ganas de asomarme a su experiencia de soledad y silencio, pero eso sí, a menor escala y con menos incomodidades. Me he conformado con pasar dos días y una noche en la cueva del fraile sin más compañía que un saco de dormir, ropa de abrigo, provisiones, un cuaderno, tres bolígrafos, cerillas y varios cabos de vela. Como el lector comprenderá, una completa chaladura. Un amigo me ha dejado en la isla con su pequeña lancha una mañana radiante de primavera –me he perdido el viaje iniciático en el preceptivo llaüt–, con la promesa de recogerme al anochecer del día siguiente.

Y lo primero que debo decir es que, al desembarcar en el islote, mi impresión es decepcionante. Pienso que venir al Vedrà ha sido un gravísimo error. Tal vez en pleno verano hubiera sido distinto porque siempre hay barcas que van y vienen entre la costa y el islote, pero ahora –son las 08:30 h de la mañana–, en el horizonte no se ve ni una vela. Y esta roca me parece, más que desde la costa ibicenca, un lugar salvaje y de muy difícil habitación, un paisaje de negación, primario y, en cierta manera impenetrable. Como si al pisarlo, uno no fuera bien recibido. Supongo que es una forma de prevención o de miedo. Lo único que veo es un mundo erosionado por el mar y los vientos, en el que, eso sí, se pierden inmediatamente las seguridades como se rompe el mar en las peñas. Sé que aquí sólo medran las lagartijas y algunas cabras. De momento, sólo veo un cormorán que vuela a ras de agua y se zambulle. Y a pocos metros sobre mi cabeza, una bandada de gaviotas que, alertadas por mi presencia y tal vez porque defienden sus nidos, arman un gran revuelo de gritos y de alas que consigue espantarme.

Mientras asciendo hasta el que será mi refugio, pasan unas nubecillas deslavazadas que una brisa ligera se lleva en dirección SE, mar adentro, en dirección a Formentera. La subida es penosa y, para coger fuelle, voy haciendo paradas hasta que alcanzo la cueva. Una vez en ella las cosas parecen cambiar. El interior es oscuro, pero proporciona un mínimo abrigo que me tranquiliza. El suelo conserva un humus que invita a caminar descalzo y me recuerda el de la Cova d´en Marsà en es Canaret. Pienso que este pequeño mundo parece estar fuera del tiempo. Sugiere permanencia. Como si aquí nada pudiera cambiar. Y siento también una extraña sensación de lentitud, de alejamiento, de extrañamiento del mundo y de los hombres. Y aunque puede ser una mala jugada de la imaginación, mi impresión es que el lugar tiene aura, algo especial que puede seguir alimentando la leyenda. Esta roca es un lugar de pobreza esencial, un mundo vacío, una materialización del desierto interior que en ocasiones nos asalta. Ya no me extraña que el eremita encontrara en el Vedrà un ámbito perfecto para desnudarse y encontrarse, un lugar de revelación. En esta soledad, habla el mar, hablan las piedras y hasta el silencio tiene voz. Y tampoco me sorprende que llamara a esta roca su Patmos.

He recordado lo que comenta en uno de sus textos. Él sabía que su búsqueda aquí estaba de antemano condenada al fracaso, pero también comprendió que bastaba ponerse en camino, bastaba el intento. El eremita me lleva al Sísifo camusiano que se resigna a subir una y otra vez la piedra a la montaña, sabiendo que, cuando llegue a la cima, la roca rodará y tendrá que volver a subirla. Aunque no es lo mismo. Porque mientras Camus apuesta por una razón que no se humilla, el eremita mata su orgullo, soporta sus dudas –que las tiene, como él mismo confiesa– y se entrega a su fe. Camus hace su recorrido en la incredulidad frente a un universo en el que pesa demasiado el absurdo de un mundo zarandeado por el azar en el que sufren los inocentes. Desde una esperanza desesperanzada, Camus sólo salva la dignidad humana y apuesta por el hombre. El camino del eremita es otro porque vive una esperanza contra toda esperanza. La revelación ilumina sus oscuridades y rompe sus miedos. Decide, como Job, amar a Dios por nada. También le pide cuentas, pero, finalmente, renuncia a pedir explicaciones. Decide confiar a despecho del Mal que no entiende. Y si repite el grito del salmista, «¿hasta cuándo, Señor?», su lamento no es acusación. Es la impaciencia de la misma esperanza. Camus y el eremita coinciden, sin embargo, en que en ninguno de los dos hay huida. Y en que los en dos hay una indomable pasión, un irrenunciable empecinamiento por medirse con lo incomprensible, con las preguntas que no tienen respuesta. Sólo eligen distintos caminos.

En este inhóspito paraje me sigue sorprendiendo que el eremita encontrara una forma de secreta esperanza. En estas frágiles huellas que busco sé que hay un secreto que no descifraré, porque estoy intentando comprender la experiencia de un hombre que resulta tan extraña para nuestros días como si hubiera tenido lugar hace ahora mil años. Su mundo era otro. Lo que el eremita vio puede que fuera lo mismo que yo veo, pero lo que pensó, lo que buscaba y tal vez lo que finalmente encontró, todo eso, se ha desvanecido. En mis manos sólo tengo algunos de sus papeles que explican extrañas visiones. Y tengo la isla, el mar, la piedra y su mismo silencio. No esperaba otra cosa. Son rastros fragmentados y mudos. Aquí, ahora, sólo puedo soñar. Aunque, eso sí, puedo hacerlo con los ojos abiertos.

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