Viernes Santo

Del Evangelio de San Juan 18,1 – 19,41

Hoy la comunidad cristiana se reúne en todas las partes del mundo con inmenso respeto.

Jesús pasó con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, en el que entraron él y sus discípulos. También Judas, el que le entregaba, conocía el sitio, porque Jesús se había reunido allí muchas veces con sus discípulos. Judas, pues, llegó allí con la cohorte y los guardias enviados por los sumos sacerdotes y fariseos, con linternas, antorchas y armas. Jesús, que sabía todo lo que le iba a suceder, se adelantó y les preguntó:

«¿A quién buscáis?»

Le contestaron:

«A Jesús el Nazareno.»

Jesús les dijo

«Yo soy.»

Judas, el que le entregaba, estaba también con ellos. Cuando les dijo: «Yo soy», retrocedieron y cayeron en tierra.

Les preguntó de nuevo:

«¿A quién buscáis?»

Le contestaron:

«A Jesús el Nazareno».

Jesús respondió:

«Ya os he dicho que yo soy; así que si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos.»

Así se cumpliría lo que había dicho: «De los que me has dado, no he perdido a ninguno.»

Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al siervo del sumo sacerdote y le cortó la oreja derecha. El siervo se llamaba Malco.

Jesús dijo a Pedro:

«Vuelve la espada a la vaina. La copa que me ha dado el Padre, ¿no la voy a beber?»

Entonces la cohorte, el tribuno y los guardias de los judíos prendieron a Jesús, lo  ataron  y lo llevaron primero a casa de Anás, pues era suegro de Caifás, el sumo sacerdote de aquel año. Caifás era el que aconsejó a los judíos que convenía que muriera un solo hombre por el pueblo.

Seguían a Jesús Simón Pedro y otro discípulo. Este discípulo era conocido del sumo sacerdote y entró con Jesús en el atrio del sumo sacerdote, mientras Pedro se quedaba fuera, junto a la puerta. Entonces salió el otro discípulo, el conocido del sumo sacerdote, habló a la portera e hizo pasar a Pedro.

La muchacha portera dijo a Pedro:

«¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?»

Él respondió:

«No lo soy.»

Los siervos y los guardias tenían unas brasas encendidas porque hacía frío, y se calentaban. También Pedro estaba con ellos calentándose.

El sumo sacerdote interrogó a Jesús sobre sus discípulos y su doctrina.

Jesús le respondió:

«He hablado abiertamente ante todo el mundo; he enseñado siempre en la sinagoga y en el Templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he hablado nada a ocultas. ¿Por qué me preguntas? Pregunta a los que me han oído lo que les he hablado; ellos saben lo que he dicho.»

Apenas dijo esto, uno de los guardias que estaba allí dio una bofetada a Jesús, diciendo:

«¿Así contestas al sumo sacerdote?»

Jesús le respondió:

«Si he hablado mal, declara lo que está mal; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?»

Entonces Anás lo envió atado al sumo sacerdote Caifás.

Estaba allí Simón Pedro calentándose y le dijeron:

«¿No eres tú también de sus discípulos?»

Él lo negó diciendo:

«No lo soy.»

Uno de los siervos del sumo sacerdote, pariente de aquel a quien Pedro había cortado la oreja, le dijo:

«¿No te vi yo en el huerto con él?»

Pedro volvió a negar y al instante cantó un gallo.

De la casa de Caifás llevaron a Jesús al pretorio. Era de madrugada. Ellos no entraron en el pretorio para no contaminarse y poder así comer la Pascua.

Salió entonces Pilato fuera hacia ellos y les dijo:

«¿Qué acusación traéis contra este hombre?»

Ellos le respondieron:

«Si éste no fuera un malhechor, no te lo habríamos entregado.»

Pilato replicó:

«Tomadlo vosotros y juzgadlo según vuestra Ley.»

Los judíos replicaron:

«Nosotros no podemos dar muerte a nadie.»

Así se cumpliría lo que había dicho Jesús cuando indicó de qué muerte iba a morir.

Entonces Pilato entró de nuevo al pretorio y llamó a Jesús y le dijo:

«¿Eres tú el rey de los judíos?»

Jesús respondió:

«¿Dices eso por tu cuenta, o es que otros te lo han dicho de mí?»

Pilato respondió:

«¿Es que yo soy judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?»

Jesús respondió:

«Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos; pero mi Reino no es de aquí.»

Entonces Pilato le dijo:

«¿Luego tú eres rey?»

Jesús le respondió:

«Sí, como dices, soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz.»

Pilato le dijo:

«¿Qué es la verdad?»

Y, dicho esto, volvió a salir hacia los judíos y les dijo:

«Yo no encuentro ningún delito en él. Pero es costumbre entre vosotros que os ponga en libertad a uno por la Pascua. ¿Queréis, pues, que os ponga en libertad al rey de los judíos?»

Ellos volvieron a gritar diciendo:

«¡A ése, no; a Barrabás!»

Barrabás era un salteador.

Pilato entonces tomó a Jesús y mandó azotarlo. Los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y lo vistieron un manto de púrpura; y, acercándose a él, le decían:

«Salve, rey de los judíos.»

Y le daban bofetadas.

Volvió a salir Pilato y les dijo:

«Mirad, os lo traigo fuera para que sepáis que no encuentro ningún delito en él.»

Salió entonces Jesús fuera llevando la corona de espinas y el manto de púrpura.

Pilato les dijo:

«Aquí tenéis al hombre.»

Cuando lo vieron los sumos sacerdotes y los guardias, gritaron:

«¡Crucifícalo, crucifícalo!»

Pilato les dijo:

«Tomadlo vosotros y crucificadlo, porque yo no encuentro en él ningún delito.»

Los judíos le replicaron:

«Nosotros tenemos una Ley y según esa Ley debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios.»

Cuando oyó Pilato estas palabras, se atemorizó aún más. Volvió a entrar en el pretorio y dijo a Jesús:

«¿De dónde eres tú?»

Pero Jesús no le dio respuesta. Pilato le dijo:

«¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte?»

Jesús le respondió:

No tendrías contra mí ningún poder, si no se te hubiera dado de arriba; por eso, el que me ha entregado a ti tiene mayor pecado.

Desde entonces Pilato trataba de librarlo. Pero los judíos gritaron:

«Si sueltas a ése, no eres amigo del César; todo el que se hace rey se enfrenta al César.»

Al oír Pilato estas palabras, hizo salir a Jesús y se sentó en el tribunal, en el lugar llamado Enlosado, en hebreo Gabbata. Era el día de la Preparación de la Pascua, hacia la hora sexta.

Pilato dijo a los judíos:

«Aquí tenéis a vuestro rey.»

Ellos gritaron:

«¡Fuera, fuera! ¡Crucifícale!»

Pilato les dijo:

«¿A vuestro rey voy a crucificar?»

Los sumos sacerdotes replicaron:

«No tenemos más rey que el César.»

Entonces Pilato lo entregó a los judíos para que lo crucificaran.

Tomaron, pues, a Jesús. Y él, cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario, que en hebreo se llama Gólgota, y allí lo crucificaron y con él a otros dos, uno a cada lado, y Jesús en medio.

Pilato redactó también una inscripción y la puso sobre la cruz. Lo escrito era: Jesús el Nazareno, el rey de los judíos.

Esta inscripción la leyeron muchos judíos, porque el lugar donde había sido crucificado Jesús estaba cerca de la ciudad; y estaba escrita en hebreo, latín y griego.

Los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato: No escribas:

`El rey de los judíos’, sino: `Éste ha dicho: Yo soy rey de los judíos’.

Pilato respondió:

Lo escrito, escrito está.

Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena.

Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dijo a su madre:

«Mujer, ahí tienes a tu hijo.»

Luego dijo al discípulo:

«Ahí tienes a tu madre.»

Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa.

Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dijo:

«Tengo sed.»

Había allí una vasija llena de vinagre. Sujetaron a una rama de hisopo una esponja empapada en vinagre y se la acercaron a la boca.

Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo:

«Todo está cumplido.»

E inclinando la cabeza entregó el espíritu.

Los judíos, como era el día de la Preparación, para que no quedasen los cuerpos en la cruz el sábado -porque aquel sábado era muy solemne- rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y los quitaran de allí. Fueron, pues, los soldados y quebraron las piernas del primero y del otro crucificado con él. Pero al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua. El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido, y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis.

Todo esto sucedió para que se cumpliera la Escritura: No se le quebrará hueso alguno. Y también otra Escritura dice: Mirarán al que traspasaron.

DISCÍPULOS EN TIEMPOS DIFÍCILES

Este viernes santo es ciertamente especial. Recordamos la pasión y muerte de Jesús en un contexto en el que la muerte de muchos nos rodea de cerca o por lo menos no demasiado lejos.

La liturgia nos propone incorporarnos esta semana, como recordatorio vital, a la pasión de Jesús. ¿Qué puede significar para nosotros este viernes hacer memoria de la tortura y muerte de un hombre justo? ¿Quiénes lo han acompañado en este camino? ¿Cómo lo han hecho?

Los distintos personajes que propone el evangelio de Juan viven este itinerario hacia la cruz de manera diversa, cada uno según sus posibilidades y en función ya de una misión concreta.

Los discípulos Judas y Pedro aparecen, en la narración, desde una óptica muy difícil de entender. Judas lidera patrullas, guardias, soldados… y es el traidor. Pero Pedro también está bastante desorientado. ¿Qué hace Pedro con una espada? ¿Por qué corta la oreja derecha a un soldado? ¿A qué viene este uso de la violencia en este discípulo y potencial líder de la Iglesia? ¿Qué ha entendido Pedro después de tanto tiempo de seguimiento de Jesús para actuar así? Y su modo de actuar no mejora a continuación: niega a Jesús tres veces.

Ante la escena de Pedro cortando la oreja, Jesús lo detiene y cura al soldado. Pero la explicación que da para no iniciar una batalla no deja de ser misteriosa: “El cáliz que me da el Padre, ¿no lo voy a beber?” Jesús entiende el devenir de su historia, aun cuando está llena de dolor y brutalidad, como parte de la voluntad de Dios. El cáliz representa la pasión y Jesús había dicho a Santiago y a Juan que ellos podrían participar de él. El cáliz evidentemente tiene un fuerte talante eucarístico y posiblemente el evangelista hace aquí una alusión a la sangre de Jesús en su acepción eucarística pero también vital y existencial de la entrega de la vida. Esta doble dimensión recuerda que la participación en el cuerpo de Cristo implica una vida que llegue hasta sus extremos en el cumplimiento de la voluntad de Dios.

Por otro lado, otro grupo formado por María (la madre de Jesús), la hermana de la madre, María de Cleofás y María Magdalena, aparecen como la nueva comunidad de fe que se reúne al pie de la cruz (Jn 19,25), y que recibe la sangre y el agua que brotan del costado, signo de la Iglesia sacramental. Comunidad de cuatro mujeres que se mantienen firmes y reunidas en torno a su Señor. El modelo de relación por excelencia es ahora de filiación en la que María, la madre, ocupa lugar privilegiado. Y el espacio ahora señalado para las comunidades, está bajo el “techo del discípulo amado”, como símbolo de mutua acogida del discípulo y la madre (Jn 19,27).

Las otras mujeres se mantienen firmes en la compañía y el seguimiento y los evangelios sinópticos cuentan que son las que se acercarán prontamente al sepulcro. Magdalena ocupará un lugar privilegiado en los relatos que siguen a continuación inaugurando el anuncio del “amanecer” que comienza por sus palabras dirigidas a Pedro y a un discípulo amado, quienes seguirán sus pasos.

Hemos señalado distintas vivencias del seguimiento de Jesús en su pasión. Y ha habido muchas otras maneras a lo largo de los siglos, a la que nos incorporamos, cada uno de manera personal y en función de la misión específica que hemos ido descubriendo en nuestra vida. En este tiempo en que la pasión de muchos se hace presente, recuperar nuestra misión concreta en torno al dolor, al sufrimiento, a la enfermedad y a la muerte recobra importancia. Estar desorientado buscando por la fuerza soluciones imposibles, acompañar y cuidar el cuerpo de los moribundos, reformular las relaciones con los más cercanos… son algunas de las actitudes posibles. No alejarse es la clave.

Paula Depalma

PARÉNTESIS DE LAS MUJERES

Cuando el sentido común desaparece y el ambiente se crispa hasta el punto de ir contra la esencia de lo bueno, lo amable, lo respetuoso y lo empático, es cuando la espada se esgrime y comienza la bacanal de la violencia. En ese punto se desboca por dentro el deseo profundo de ser invisible.

Es el tiempo de los que aparecen, sin dar la cara, de los que manipulan desde el poder religioso: “Conviene que muera un solo hombre por el pueblo”. Es el tiempo de la política religiosa manejando desde las tinieblas.

Cuando la violencia campa a sus anchas, surge la sensación interior de esfumarse sibilinamente: “No eres tú también de los discípulos de ese hombre”. ¡Ay, Pedro, querías que te tragara la tierra! ¡Tú, que levantaste la espada!: “No lo soy… no lo soy…”. Dos negaciones y una más, hasta que el gallo te despertó y viste de qué estabas hecho.

Quizás Jesús te vio cuando le llevaban de un lado a otro y sus ojos quisieron establecer contacto con los tuyos, buscando esa íntima comunicación de los que han vivido conversaciones sin palabras y complicidades a distancia que no necesitan sonidos. Pero tu cara debía ser una máscara desfigurada por el terror. Sin luz, sin vida… no pudiste aguantar su mirada y tus ojos tocaron el suelo.

A Jesús se le debió helar la sangre y una escarcha gélida oprimiría su corazón: ¡Pedro, hermano, tres veces me dijiste: “Señor, tú sabes que te quiero”!

Cuando la certeza de haber traicionado invade el corazón, éste se hace trizas y chorros de lágrimas brotan intentando lavar el miedo que llevó a negar a quien más se ama.

Cuando el poder político se asusta a la hora de impartir justicia, la de verdad, la que no se deja manipular poniendo oídos a los oportunistas… “si sueltas a ese, no eres amigo del César (…) no tenemos más rey que el César, es fácil matar a un Inocente y a millones.

Es entonces cuando se instaura el régimen del miedo y muchos desaparecen viendo que si al Maestro le hacen lo que le hacen, los que le siguen tendrán problemas. Eclipse de discípulos.

Cuando la injusticia, la sinrazón, la negación, la traición y la tortura llegan al culmen, se corona el monte Calvario.

Poca gente acompaña en la cima. Poca gente se deja ver en el espacio de las muertes injustas. Poca gente quiere salir en la foto de los miles de Calvarios que hoy hay activos en nuestro mundo. Son pocos los que no se ponen el disfraz de invisibilidad ante el sufrimiento humano y dan un paso hacia delante acompañando, ayudando, intentando salvar y denunciando situaciones, mientras asumen el gran peligro que corren.

¿Quiénes acompañaron a Jesús en el Vía Crucis y en el Calvario?

Un colectivo que no tuvo el impulso de pasar a la invisibilidad por miedo a lo que estaba ocurriendo. No tenían protagonismo alguno, ni derechos… eran invisibles todos los días.

¿Quién es ese colectivo que, en el orden social, sólo tenía a los niños detrás?: las mujeres. Y allí estaban “junto a la cruz de Jesús su madre, la hermana de su madre, María de Cleofás, y María, la Magdalena”.

Ellas abren un paréntesis desde lo que parecía el final de una maravillosa historia de Amor de Dios a la humanidad convertida en suplicio y muerte, que se cierra en poco después, en un extraño principio que parte de un oscuro y tenebroso sepulcro.

En ese paréntesis están las que, seguro, segurísimo, prepararon la Cena del Jueves y se quedaron recogiendo. Las que le siguieron en el Vía Crucis… mujeres anónimas que escucharon sus palabras a lo largo de los tres años de misión, mujeres que se sintieron consoladas, que recobraron su autoestima, que comprendieron que el Dios de Jesús, era el Padre del que hablaba.

Pero no olvidamos que “Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba…”. Sí, el más joven, según dicen, el que no tendría tantos planes y expectativas en el futuro Reino, ni tanta voz y voto como los mayores; ese eligió el amor y llegó a pie de cruz, recibiendo el bello encargo de cuidar en su casa a María, madre de Jesús.

Juan se insertó en ese paréntesis donde todo parece trastocado, que sólo entra quien vive desde el Amor y la Fe, y al que muchos… ¿muchos?… todos estamos invitados.

Mari Paz López Santos

 

JESÚS NOS ENSEÑÓ QUE DIOS ESTÁ EN EL DOLOR

Las tres partes en que se divide la liturgia del Viernes Santo, expresan perfectamente el sentido de la celebración. La liturgia de la palabra nos pone en contacto con los hechos que estamos conmemorando y nos abren perspectivas nuevas. La adoración de la cruz nos lleva al reconocimiento de un hecho de la vida de Jesús que tenemos que tratar de asimilar y desentrañar. La comunión nos recuerda que la principal ceremonia litúrgica de nuestra religión es la celebración de una muerte; no porque ensalcemos el sufrimiento y el dolor, sino porque descubrimos la Vida, incluso en lo que percibimos como sufrimiento y muerte.

No es nada fácil hacer una reflexión sencilla y coherente sobre el significado de la muerte de Jesús. Se ha insistido tanto en lo externo, en lo sentimental, que es imposible ir al meollo de la cuestión. No debemos seguir insistiendo en el sufrimiento. No son los azotes, ni la corona de espinas, ni los clavos, lo que nos salva. Muchísimos seres humanos has sufrido y siguen sufriendo hoy más que Jesús. Lo que nos marca el camino de la plenitud humana es la actitud de Jesús, que se manifestó durante su vida en el trato con los demás. Ese amor, manifestado en el servicio, es lo que demuestra su verdadera humanidad y, a la vez, su plena divinidad. 

¿Qué añade su muerte a la buena noticia del evangelio? Aporta una increíble dosis de autenticidad. Sin esa muerte, y sin las circunstancias que la envolvieron, hubiera sido mucho más difícil para los discípulos dar el salto a la experiencia pascual. La muerte de Jesús es sobre todo un argumento definitivo a favor del amor. En la muerte, Jesús dejó claro que el amor era más importante que la vida. Si la vida natural es lo más importante para cualquier persona, podemos vislumbrar la importancia que tenía el amor para Jesús. Aquí podemos encontrar el verdadero sentido que quiso dar Jesús a su muerte.

La muerte en la cruz, analizada en profundidad, nos dice todo sobre su persona. Pero también lo dice todo sobre nosotros mismos si nuestro modelo de ser humano es el mismo que tuvo él. Además nos lo dice todo sobre el Dios de Jesús, y sobre el nuestro, si es que es el mismo. Descubrir al verdadero Dios, y la manera en la que podemos relacionarnos con Él, es la tarea más importante que puede desplegar un ser humano. Jesús, no solo lo descubrió él, sino que nos quiso comunicar ese descubrimiento y nos marcó el camino para vivir esa realidad del Dios descubierta por él. Nuestra tarea es descubrirlo también en lo hondo de nuestro ser.

La buena noticia de Jesús fue que Dios es ágape. Pero ese amor se manifiesta de una manera insospechada y desconcertante. El Dios manifestado en Jesús es tan distinto de todo lo que nosotros podemos llegar a comprender, que, aún hoy, seguimos sin asimilarlo. Como no aceptamos un Dios que se da infinitamente y sin condiciones, no acabamos de entrar en la dinámica de relación con Él, que nos enseñó Jesús. El tipo de relaciones de toma y da acá, que seguimos desplegando nosotros con relación a Dios, no puede servir para aplicarlas al Dios de Jesús. El Dios de Jesús es el que se deshace por todos y nos obliga a deshacernos.

Un Dios que siempre está callado y escondido, incluso para una persona tan fiel como Jesús, ¿qué puede aportar a mi vida? Es realmente difícil confiar en alguien que no va a manifestar nunca externamente lo que es. Es muy complicado tener que descubrirle en lo hondo de mi ser, pero sin añadir nada a mi ser, sino constituyéndose en la base y fundamento de mi ser, o mejor, que es parte de mi ser en lo que tiene de fundamental. Todo lo que puedo llegar a ser ya lo soy, no como mi ego podría esperar sino como fundamento del ser.

Nos descoloca un Dios que no va a manifestar con señales externas su preocupación por el hombre; sin darnos cuenta de que al aplicar a Dios relaciones externas, le estamos haciendo a nuestra propia imagen. Al hacerlo, nos estamos fabricando nuestro propio ídolo. Nuestra imagen de Dios siempre tendrá algo de ídolo, pero nuestra obligación es ir purificándola cada vez más. Dios no es nada fuera de mí, con quien yo pueda alternar y relacionarme como si fuera otro YO, aunque muy superior a mí. Dios está inextricablemente identificado conmigo y no hay manera de separarnos en dos. Mi verdadero ser es esa identificación absoluta y total.

Un Dios –que nos exige deshacernos, disolvernos, aniquilarnos en beneficio de los demás, no para tener en el más allá un “ego” más potente (¿los santos?) si no para quedar incorporados a su SER, que es ya ahora nuestro verdadero ser– no puede ser atrayente para nuestra conciencia de personas individuales. “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, permanece solo, pero si muere da mucho fruto”, es decir produce más vida. Este es el nudo gordiano que nos es imposible desenredar. Este es el rubicón que no nos atrevemos a pasar.

La muerte de Jesús deja claro que el objetivo de su vida fue manifestar a Dios. Si Él es Padre, nuestra obligación es la de ser hijos. Ser hijo es salir al padre, imitar al padre. Esto es lo que hizo Jesús, y esta es la tarea que nos dejó, si de verdad somos sus seguidores. Pero el Padre es amor, don total, entrega incondicional a todos y en todas las circunstancias. No solo no hemos entrado en esa dinámica sino que nuestra pretensión “religiosa” es meter a Dios en nuestros egoísmos; no solo en esta vida terrena, sino garantizándonos un ego para siempre.

La muerte no fue un mal trago que tuvo que pasar Jesús para alcanzar la gloria sino la suprema gloria de un hombre al hacer presente a Dios con el don total de sí mismo, viviendo y muriendo para los demás. Dios está siempre y solo donde hay amor. Si el amor se da en el gozo, allí está Dios. Si el amor se da en el sufrimiento, allí está también Dios. Se puede salvar el hombre sin cruz, pero nunca se puede salvar sin amor. Lo que aporta la cruz es la certeza de que el amor es posible aún en las peores circunstancias que podamos imaginar.

El hecho de que no dejara de decir lo que tenía que decir, ni de hacer lo que tenía que hacer, aunque sabía que eso le costaría la vida, es la clave para compren­der que la muerte no fue un accidente, sino algo fundamental en su vida. El hecho de que le mataran podía no tener importancia; pero el hecho de que le importara más la defensa de sus convicciones que la vida nos da la profundi­dad de su opción vital. Jesús fue mártir en el sentido estricto de la palabra. Ninguna circunstancia de su vida, ni siquiera la muerte, le apartó del Padre.

Cuando un ser humano es capaz de consumirse por los demás, está alcanzando su plena consumación. En ese instante puede decir: «Yo y el Padre somos uno». En ese instante manifiesta un amor semejante al amor de Dios. Si seguimos pensando en un dios de “gloria” ausente del sufrimiento humano, será muy difícil comprender el sentido de la muerte de Jesús. Dios no puede abandonar al hombre, y menos al que sufre. El que esté callado (en todos los sentidos) nos desconcierta, pero no quiere decir que nos haya abandonado.

Al adorar la cruz, esta tarde, debemos ver en ella el signo de todo lo que Jesús quiso trasmitirnos. Ningún otro signo abarca tanto, ni llega tan a lo hondo como el crucifijo. Pero no podemos tratarlo a la ligera. Poner la cruz en todas partes, como adorno, no garantiza una vida cristiana. Tener como signo religioso la cruz, y vivir en el hedonismo, indica una falta de coherencia que nos tenía que hacer temblar. Para poder aceptar el dolor no buscado, tenemos que aprender a aceptarlo voluntariamente el sacrificio buscado como entrenamiento.

Fray Marcos

Documentación:  Liturgia de la Palabra

Documentación:  Vía Crucis en tiempos de pandemia

Documentación:  Más humana… (F Ulibarri)

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