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XIII Domingo del Tiempo Ordinario

Del Evangelio de San Mateo 10, 37-42

¡Sigueme!

«El que quiere al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere al hijo o a la hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue detrás, no es digno de mí»

«El que encuentre su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará»

«El que os recibe a vosotros, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe al que me envió. El que recibe a un profeta a título de profeta , recibirá recompensa de profeta; y el que recibe a un justo a título de justo recibirá recompensa de justo. Y el que dé de beber, aunque sólo sea un vaso de agua fría a uno de estos pequeños, a título de discípulo, os digo de verdad: de ningún modo perderá su recompensa»

LA VOCACIÓN DEL VASO

“Y todo aquel que dé de beber tan solo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser discípulo, os aseguro que no perderá su recompensa”.

Ser vaso de agua fresca. Esa es nuestra vocación. Vasos que transportan el agua para que otros apaguen su sed. Frágiles instrumentos de Dios que, sin demasiada importancia, hacen lo que tienen que hacer: apagar fuegos y mitigar la sed. ¡El mundo está tan necesitado de calmar esa sed que pone en desierto la vida y ahoga el corazón!

Seamos los vasos que nos propone Fano en la actividad para este domingo. Quizá acabemos más desgastados por la fatiga y la entrega, pero, sin duda, más satisfechos.

En este mundo de hambre y de sed, de miedo y, al mismo tiempo, de agua que lo renueva todo, vivamos nuestra vocación. Salgamos de la vitrina de la comodidad.

Dibu: Patxi Velasco Fano

Texto:Fernando Cordero sscc

MEMORIA DE PEDRO

La noticia del martirio de Pedro nos había dejado consternados. No hacía mucho que Silvano nos había hecho llegar una copia de la carta que Pedro, desde Roma, había dirigido a los cristianos de la provincia de Asia. Les daba ánimos en los momentos de persecución que les estaba tocando vivir: “Amigos míos, no os extrañéis del fuego que ha prendido ahí para poneros a prueba, como si os ocurriera algo extraño. Al contrario, estad alegres en proporción a los sufrimientos que compartís con el Mesías; así también cuando se revele su gloria, desbordaréis de alegría” (1Pe 4, 12).

Releer de nuevo aquellas palabras, sabiendo que quien las había escrito había seguido a nuestro Maestro hasta dar la vida, nos dejaba sobrecogidos y silenciosos. Pedimos a Marcos que nos contara cosas de Pedro: él lo conocía bien porque lo había acompañado en su viaje a Roma y había recibido sus confidencias; éramos conscientes de que muchas de las cosas que él nos contaba acerca de Jesús, las había aprendido de labios del propio Pedro. “Nos recordaba con frecuencia las palabras de Jesús. “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que quiera conservar la vida, la perderá, y el que la pierda por mí, la conservará”. Pedro repetía, una y otra vez, cuánto le había costado entender aquellas palabras que invitaban a sus seguidores a entrar un extraño y peligroso juego: romper con cualquier búsqueda codiciosa y obsesiva de ganar, poseer, conservar y, en lugar de ello, arriesgarnos en un camino inverso de pérdida, derroche y entrega. “Teníamos que estar dispuestos, decía Pedro, a romper con nuestras ideas y a poner en cuestión casi todo lo que nos daba seguridad. Jesús no parecía ignorar el deseo más hondo que se escondía en nuestro corazón: el de vivir, retener y poner a salvo el tesoro de la propia vida. Pero parecía ser también consciente de lo equivocados que pueden ser los caminos de conseguirlo y por eso se atrevía a proponernos el suyo. Era como si nos dijera: «Al que se venga conmigo, voy a llevarle a la ganancia por el extraño camino de la pérdida: ese es el camino mío y no conozco otro. La única condición que pongo al que quiera seguirme, es que esté dispuesto a fiarse de mí y de mi propia manera de salvar su vida, que sea capaz de confiármela, como yo la confío a Aquél de quien la recibo. La suya será siempre una vida sin garantía y sin pruebas, en el asombro siempre renovado de la confianza: por eso no puedo dar más motivos que el de «por mi causa».

No fuimos capaces de entenderlo hasta después de su muerte y sólo a partir de la resurrección comenzamos a comprender algo de aquel juego de perder/ganar. Cuando llegó la hora, todos huimos y él recorrió el camino solo, abandonado de todos. No fui capaz de estar a su lado y sólo supe llorar amargamente después de haberle traicionado. A través de los rumores que iban y venían por la ciudad supe cómo fue perdiéndolo todo, cómo consintió en silencio a que le arrebataran todo, hasta quedarse como el hombre más despojado y empobrecido de la tierra. Al llegar al montecillo fuera de la muralla ya sólo le quedaba el manto y se lo arrancaron antes de crucificarle. Los que fueron testigos de su muerte nos dijeron que hasta la presencia de Dios en aquel momento parecía una ausencia. Y, sin embargo, Jesús, el más desolado de los desolados y oprimidos de la tierra, respondió a aquel silencio doloroso con una irrompible fidelidad desde el seno mismo del infierno. Murió abandonado pero no desesperado y, arriesgando en su juego hasta el final, se atrevió a poner su vida confiadamente en manos de su Padre.

Lo había perdido todo. Todo, menos su incomprensible amor y el inconmovible arraigo de su confianza en el Padre. Y esa fue su ganancia”.

Cuando Marcos terminó de evocar los recuerdos de Pedro, leyó este otro fragmento de su carta: «Hermanos: si hacéis el bien y además aguantáis el sufrimiento, eso dice mucho ante Dios. De hecho, a eso os llamaron, porque también Cristo sufrió por vosotros, dejándoos un modelo para que sigáis sus huellas. Andabais descarriados como ovejas, pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras vidas” (1Pe 2,20-25).

Dolores Aleixandre

DISPUESTOS A SUFRIR

Jesús no quería ver sufrir a nadie. El sufrimiento es malo. Jesús nunca lo buscó ni para sí mismo ni para los demás. Al contrario, toda su vida consistió en luchar contra el sufrimiento y el mal, que tanto daño hacen a las personas.

Las fuentes lo presentan siempre combatiendo el sufrimiento que se esconde en la enfermedad, las injusticias, la soledad, la desesperanza o la culpabilidad. Así fue Jesús: un hombre dedicado a eliminar el sufrimiento, suprimiendo injusticias y contagiando fuerza para vivir.

Pero buscar el bien y la felicidad para todos trae muchos problemas. Jesús lo sabía por experiencia. No se puede estar con los que sufren y buscar el bien de los últimos sin provocar el rechazo y la hostilidad de aquellos a los que no interesa cambio alguno. Es imposible estar con los crucificados y no verse un día «crucificado».

Jesús no lo ocultó nunca a sus seguidores. Empleó en varias ocasiones una metáfora inquietante que Mateo ha resumido así: «El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí». No podía haber elegido un lenguaje más gráfico. Todos conocían la imagen terrible del condenado que, desnudo e indefenso, era obligado a llevar sobre sus espaldas el madero horizontal de la cruz hasta el lugar de la ejecución, donde esperaba el madero vertical fijado en tierra.

«Llevar la cruz» era parte del ritual de la crucifixión. Su objetivo era que el condenado apareciera ante la sociedad como culpable, un hombre indigno de seguir viviendo entre los suyos. Todos descansarían viéndolo muerto.

Los discípulos trataban de entenderle. Jesús les venía a decir más o menos lo siguiente: «Si me seguís, tenéis que estar dispuestos a ser rechazados. Os pasará lo mismo que a mí. A los ojos de muchos pareceréis culpables. Os condenarán. Buscarán que no molestéis. Tendréis que llevar vuestra cruz. Entonces os pareceréis más a mí. Seréis dignos seguidores míos. Compartiréis la suerte de los crucificados. Con ellos entraréis un día en el reino de Dios».

Llevar la cruz no es buscar «cruces», sino aceptar la «crucifixión» que nos llegará si seguimos los pasos de Jesús. Así de claro.

José Antonio Pagola

Publicado en www.gruposdejesus.com

EXIGENCIAS Y RECOMPENSA

El largo discurso dirigido a los apóstoles (resumido en los domingos 11-13) termina con una serie de frases de Jesús que son, al mismo tiempo, severas y consoladoras. Las severas se dirigen a los apóstoles; las consoladoras, a quienes los acogen.

¿Quién no es digno de Jesús?

La sección comienza con tres frases que terminan de la misma manera: “no es digno de mí”. Las dos primeras están muy relacionadas: no es digno de Jesús el que ama a su padre o a su madre más que a él, o el que ama a sus hijos o a su hija más que a él. Estas frases recuerdan lo que se dice en Deuteronomio 33,9 a propósito de los levitas. En un caso de grave conflicto entre los vínculos familiares y la fidelidad a Dios, optaron por lo segundo. Leví, representación de todos los levitas, «dijo a sus padres: ‘No os hago caso’; a sus hermanos: ‘No os reconozco’; a sus hijos: ‘No os conozco’. Cumplieron tus mandatos y guardaron tu alianza.»

Una opción en tiempos de conflicto

Para comprender estas palabras tan exigentes de Jesús hay que tener en cuenta lo que dice inmediatamente antes (suprimido por la liturgia). El aviso de que pueden perder la vida (tema del domingo pasado) puede provocar en los discípulos el desconcierto. ¿A qué ha venido Jesús? A esto responde que no ha venido a traer paz sino espada. Que su persona y su mensaje crearán problemas incluso entre los miembros de la familia. Llegarán momentos en que los apóstoles, y todos los cristianos, tendrán que optar.

La opción por Dios de los levitas

En el libro del Éxodo se cuenta que, mientras Moisés estaba en el monte Sinaí recibiendo del Señor las tablas de la Ley, los diez mandamientos, el pueblo, cansado de esperar, decidió fabricar un becerro de oro y adorarlo. Cuando Moisés baja del monte y contempla el espectáculo, rompe las tablas, se planta a la puerta del campamento y grita: «¡A mí los del Señor! Y se le juntaron todos los levitas.» Moisés les ordena: «Ciña cada uno la espada; pasad y repasad el campamento de puerta en puerta, matando, aunque sea al hermano, al compañero, al pariente». Los levitas cumplieron las órdenes de Moisés y este, al final, les dice: «¡Hoy os habéis consagrado al Señor a costa del hijo o del hermano, ganándoos hoy su bendición» (Éxodo 32,25-29).

El historiador moderno duda que los levitas tuvieran espadas en el desierto y que llevaran a cabo esta matanza. Pero los antiguos no eran tan críticos. Aceptaban las cosas que se contaban, e incluso alaban a los levitas, ya que en un caso de grave conflicto entre los vínculos familiares y la fidelidad a Dios, optaron por lo segundo: «Dijeron a sus padres: ‘No os hago caso’; a sus hermanos: ‘No os reconozco’; a sus hijos: ‘No os conozco’. Cumplieron tus mandatos y guardaron tu alianza» (Deuteronomio 33,9).

La opción por Jesús de los discípulos

Se podría decir que Jesús exige a sus discípulos la misma actitud de los levitas. Pero hay dos diferencias importantísimas:

1) Jesús no ordena matar a los padres o a los hermanos en caso de conflicto.

2) Los levitas se comportaron así por fidelidad a los mandatos de Dios y a su alianza; los discípulos deben hacerlo por amor a Jesús.

Al exigir este amor superior al de los seres más queridos, Jesús se está poniendo al nivel de Dios, al que hay que amar sobre todas las cosas.

Los primeros cristianos, en momentos de persecución, se vieron a veces en la necesidad de optar entre el amor y la fidelidad a Jesús y el amor a la familia. La elección era dura, pero muchos la hicieron, convencidos de que recuperarían a sus padres e hijos en la vida futura.

La frase siguiente («el que no coge su cruz…») también se entiende mejor a la luz del texto del Deuteronomio. En él se dice que los levitas, por haber mostrado esa fidelidad a Dios, recibieron un gran premio y dignidad: «Enseñarán tus preceptos a Jacob y tu ley a Israel; ofrecerán incienso en tu presencia y holocaustos en tu altar.» Jesús no promete nada de esto a sus discípulos, solo exige.

Amar a Jesús más que a la familia ya lo hicieron Pedro y Andrés, Santiago y Juan. Lo que ahora exige Jesús es infinitamente más duro: cargar con la cruz. ¿Hay que interpretarlo al pie de la letra o simbólicamente? Simbólicamente, pero con posibles repercusiones prácticas: hay que estar dispuestos a cargar con ella y marchar camino de la muerte. No una muerte cualquiera, sino la más infamante, típica de rebeldes contra Roma y esclavos. Cuando Jesús exige cargar con la cruz está pidiendo algo terrible desde el punto de vista físico, moral y social. Además, la exigencia no carece de macabra ironía cuando la comparamos con los vv.9-10: los que deben predicar el reino sin llevar nada, ahora tienen que seguir a Jesús cargando con la cruz.

Conviene advertir que el amor a la familia y el amor a Jesús no se excluyen ni se oponen. Son compatibles, con tal de mantener el orden adecuado. Los hijos de Zebedeo abandonan a su padre, pero la madre los acompaña e incluso le pide a Jesús un favor especial para ellos. María, al menos según la versión del cuarto evangelio, está al pie de la cruz. Pablo recuerda que «los demás apóstoles, los hermanos del Señor y Cefas» se hacen acompañar de su esposa cristiana (avdelfh.n gunai/ka 1 Cor 9,5).

Acogida y recompensa

La última parte se dirige a las personas que acojan a los discípulos. Dos cosas les dice:

1) Recibirlos a ellos equivale a recibir a Jesús y recibir al Padre. Lo que hacen es mucho más de lo que pueden imaginar. No es solo un acto de caridad, sino un inmenso honor, mucho mayor que el de la persona que pudiese acoger en su casa a un artista, un deportista o un personaje mundialmente famoso.

2) Esa acogida tendrá su recompensa, igual que ocurrió en el Antiguo Testamento con quienes acogieron a profetas y justos. La primera lectura cuenta como un matrimonio de Sunám decidió acoger en su casa al profeta Eliseo cuando pasaba por el pueblo; le construyeron una habitación en el piso de arriba y le proporcionaron una cama, una silla, una mesa y un candil. Una gran inversión para aquel tiempo. Pero recibieron su recompensa con el nacimiento de un hijo.

En comparación con Eliseo, los discípulos pueden parecer unos pobrecillos sin importancia. A nadie se le ocurrirá darles alojamiento permanente. Pero basta un vaso de agua fresca (algo muy de agradecer cuando no existen bares ni agua corriente en las casas) para que esas personas reciban su recompensa.

Resumen

Si en la primera parte entreveíamos los grandes conflictos familiares provocados por las persecuciones, en este final intuimos lo que experimentaron muchas veces los misioneros cristianos: la acogida amable y sencilla de personas que no los conocían. De estos últimos versículos, solo uno tiene paralelo en el evangelio de Marcos. El resto es original de Mateo, que ha querido dejarnos al final de este duro discurso un buen sabor de boca.

José Luis Sicre

Documentación:  Liturgia de la Palabra

Documentación:  Vienes siempre – Salome Arricibitia

Documentación:  Descansar en ti – F Ulibarri

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