Del Evangelio de Marcos 6, 30-34
«Al desembarcar, Jesús vio la multitud, se conmovió porque andaban como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles con calma».

En aquel tiempo los Apóstoles volvieron a reunirse con Jesús, y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado. Él les dijo:
– Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco.
Porque eran tantos los que iban y venían, que no encontraban tiempo ni para comer.
Se fueron en barca a un sitio tranquilo y apartado.
Muchos los vieron marcharse y los reconocieron; entonces de todas las aldeas fueron corriendo por tierra a aquel sitio y se les adelantaron. Al desembarcar, Jesús vio una multitud y le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor; y se puso a enseñarles con calma.

LA MIRADA DE JESÚS
Marcos describe con todo detalle la situación. Jesús se dirige en barca con sus discípulos hacia un lugar tranquilo y retirado. Quiere escucharles con calma, pues han vuelto cansados de su primera correría evangelizadora y desean compartir su experiencia con el Profeta que los ha enviado.
El propósito de Jesús queda frustrado. La gente descubre su intención y se les adelanta corriendo por la orilla. Cuando llegan al lugar, se encuentran con una multitud venida de todas las aldeas del entorno. ¿Cómo reaccionará Jesús?
Marcos describe gráficamente su actuación: los discípulos han de aprender cómo han de tratar a la gente; en las comunidades cristianas se ha de recordar cómo era Jesús con esas personas perdidas en el anonimato, de las que nadie se preocupa. «Al desembarcar, Jesús vio la multitud, se conmovió porque andaban como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles con calma».
Lo primero que destaca el evangelista es la mirada de Jesús. No se irrita porque han interrumpido sus planes. Los mira detenidamente y se conmueve. Nunca le molesta la gente. Su corazón intuye la desorientación y el abandono en que se encuentran los campesinos de aquellas aldeas.
En la Iglesia hemos de aprender a mirar a la gente como la miraba Jesús: captando el sufrimiento, la soledad, el desconcierto o el abandono que sufren muchos y muchas. La compasión no brota de la atención a las normas o el recuerdo de nuestras obligaciones. Se despierta en nosotros cuando miramos atentamente a los que sufren.
Desde esa mirada Jesús descubre la necesidad más profunda de aquellas gentes: «andan como ovejas sin pastor». La enseñanza que reciben de los maestros y letrados de la ley no les ofrece el alimento que necesitan. Viven sin que nadie cuide realmente de ellas. No tienen un pastor que las guíe y las defienda.
Movido por su compasión, Jesús «se pone a enseñarles con calma». Sin prisas, se dedica pacientemente a enseñarles la Buena Noticia de Dios y su proyecto humanizador del reino. No lo hace por obligación. No piensa en sí mismo. Les comunica la Palabra de Dios, conmovido por la necesidad que tienen de un pastor.
No podemos permanecer indiferentes ante tanta gente que, dentro de nuestras comunidades cristianas, anda buscando un alimento más sólido que el que recibe. No hemos de aceptar como normal la desorientación religiosa dentro de la Iglesia. Hemos de reaccionar de manera lúcida y responsable. No pocos cristianos buscan ser mejor alimentados. Necesitan pastores que les transmitan la enseñanza de Jesús.
José Antonio Pagola

EL NO-LUGAR DEL DESCANSO
Al hilo de la invitación que hace Jesús a los discípulos, el término “descanso” me evoca un contenido que trasciende lo que habitualmente entendemos por él.
Podemos buscar, ciertamente, un “lugar” y un “tiempo” en los que descansar y reponer fuerzas. Pero ese “lugar” del descanso no puede existir nada más que en relación del “lugar” del cansancio: son los dos polos inevitables en el mundo de las formas, en todo lo que acaece dentro de las coordenadas espaciotemporales.
Debido a ese carácter polar de la realidad manifiesta, siempre que alguien busca aferrarse a algo, experimentará la frustración, porque ese “algo” apetecible no puede darse sin su contrario. Placer y dolor, alegría y tristeza, gusto y disgusto, salud y enfermedad, amor y desamor, descanso y cansancio… Todo es variable e impermanente. Buscar la seguridad en lo que es impermanente no producirá otra cosa que sufrimiento e insatisfacción.
Todos tenemos experiencia, sin embargo, de la tendencia “espontánea” que nos lleva a identificarnos con lo “agradable” y rechazar lo “desagradable”. Ese es el modo como funciona nuestra mente: etiqueta, como “positiva” o “negativa”, cualquier cosa que ocurre y actúa en consecuencia. Es lo mismo que suele expresarse con estas palabras: el yo funciona de acuerdo a la ley del apego y de la aversión.
Pues bien, mientras nos movamos de acuerdo con esta tendencia, no lograremos salir de la frustración. Permaneceremos amarrados a los vaivenes incesantes de la realidad polar, en la que el placer lleva consigo el dolor, y el gusto contiene el disgusto.
Esto es, en último término, el motivo que explica la verdad contenida en aquella sabia reflexión de George Bernard Shaw: “Hay dos catástrofes en la existencia: la primera, cuando nuestros deseos no son satisfechos; la segunda, cuando lo son”.
Por decirlo en los términos que dan título a este comentario: la ley del apego y de la aversión, que nos mantiene en el filo mismo del vaivén inevitable, hace imposible el verdadero descanso. Como dice Vicente Simón, en un poema todavía inédito,
“el gusto –por si alguien no lo sabe-
es algo que se quiere repetir;
el disgusto es algo
que se trata de evitar…
Cuando no anhelas el gusto
ni detestas el disgusto,
se llama libertad”.
Es el camino de la sabiduría, que se plasma en la no-identificación y la no-apropiación. Y que nos introduce en una actitud de desprendimiento, desapropiación y libertad.
En último término, se trata de la sabiduría que nos hace ver, y nos libera del engaño primero, que consiste en reducirnos a cualquier objeto: sea pensamiento, sensación, emoción, sentimiento, deseo… Nos libera, porque nos hace caer en la cuenta de que nuestra verdadera identidad no se ventila en el mundo de los “objetos”, es decir, no se encierra en ningún “lugar” ni en ningún “tiempo”. Nuestra identidad es ilimitada, atemporal y aespacial. Y mientras no lo percibimos, seguimos atrapados en el sueño de la inconsciencia, la ignorancia, la confusión y el sufrimiento.
Nuestra identidad no puede ser delimitada ni pensada; no es objetivable, porque todo lo que podemos pensar no son sino “objetos” incapaces de aprisionar la Consciencia (sujeto) que percibimos ser de una manera inmediata y autoevidente.
Nuestra identidad, por tanto, no puede localizarse en un lugar. Se halla en el No-lugar que trasciende el mundo de las formas y de los pensamientos. Ese es también el No-lugar del Descanso al que Jesús nos invita.
Es claro que quien dijo: “El Padre y yo somos uno” habitaba en ese No-lugar, porque solo desde ahí es posible percibir la belleza de la no-dualidad.
En ese no-lugar, la polaridad inevitable del mundo de las formas es trascendida en la admirable no-dualidad, como abrazo que todo lo integra. Se experimenta, entonces, un Descanso que no es roto por el “cansancio”, una Alegría que no es empañada por la tristeza, una Vida que no es amenazada por la muerte.
Es nuestra identidad. Pero para acceder a ella, es necesario deshacer el engaño que nos hace identificarnos con el mundo de los objetos (materiales, mentales o emocionales). Cuando el engaño cae, se revela el No-lugar en el que todo coincide. Es Descanso, es Felicidad, es Dios…
Con un sentimiento de honda gratitud hacia él, quiero terminar este comentario, reproduciendo un bello poema de Vicente Simón, que recoge preciosamente lo que he intentado balbucir en estas líneas (www.mindfulnessvicentesimon.com)
¡Qué feliz soy!
¡Qué feliz soy cuando solo soy!
¡Qué feliz soy solo siendo!
Estando sencillamente aquí,
notando la vida en mi cuerpo.
Sintiendo que vivo y respiro,
que siento.
Que puedo pensar.
Que no pienso.
Comprobando que veo,
aunque miro y no quiero ver
nada especial ni concreto.
Porque todo está bien.
Todo está bien, todo es bueno.
Sintiendo mi cuerpo
y el espacio que ocupa.
Y que puedo moverme,
aunque me esté muy, que muy quieto
Y escuchando el bullir de las cosas:
sus trajines, suspiros y roces,
sus silencios y estrépitos,
sus señales de vida, su estruendo.
Y yo sigo aquí.
Encantado, contento.
Sin afán, sin empeño.
Sin rencor, sin lamento.
Sin espera ni anhelo,
ni angustia, ni tedio.
Sigo aquí.
Siendo, siendo.
¡Qué feliz, solo siendo!
Enrique Martinez Lozano
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