Del Evangelio de San Mateo 13, 44-52
El Reino de los Cielos se parece…
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente:
«El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo.
El reino de los cielos se parece también a un comerciante de perlas finas, que al encontrar una de gran valor se va a vender todo lo que tiene y la compra.
El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran.
Lo mismo sucederá al final de los tiempos: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno de fuego. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.
¿Habéis entendido todo esto?».
Ellos le responden:
«Sí».
Él les dijo:
«Pues bien, un escriba que se ha hecho discípulo del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo».

EL QUE LO ENCUENTRA, VENDE TODO LO QUE TIENE PARA COMPRARLO
En la vida humana hay momentos que sirven para tomar conciencia y caer en la cuenta. Son momentos significativos en los que nos restauramos, nos recreamos y, además, son celebrativos, festivos.
Lo mismo ocurre en la vida cristiana. La fe es vital para el cristiano, entendida ésta como conversión, obra de Dios pero también tarea de cada persona. Precisamente por eso, exige que se ejercite de tal manera que sea un movimiento, un tránsito de Jesucristo a través de gestos humanos. No hay fe sin mediaciones. En determinados momentos estas mediaciones son sacramentales. La celebración es el lugar primordial donde se reconoce la fe. Pero ésta no sólo se verifica en la praxis sino en la celebración de los hechos históricos, puesto que ahí se reconoce el don máximo de Dios, Jesucristo. Praxis y celebración son, pues, dos caras complementarias de un único obrar humano y cristiano. La fe vivida es una exigencia de la fe celebrada y ésta, una fuente gratuita de la fe vivida.
¿Ha cambiado algo en las diversas liturgias de la Iglesia? ¿No llevamos demasiado tiempo esperando poder celebrar de otra manera, activa, profética, inclusiva, en la que el pueblo de Dios, la Comunidad cristiana, los bautizados, digan su palabra?

El evangelio de hoy nos recuerda que la aceptación del Reino de Dios, como meta del vivir humano, exige al creyente una actitud selectiva: establecer una escala de valores dentro de la cual todos los valores humanos quedan subordinados a ese último valor, que es el Reino de Dios. De ahí que las comunidades cristianas y los/as creyentes deben ser capaces de pedir y reclamar el discernimiento con sabiduría y buen juicio para escuchar y gobernar con rectitud y justicia. Así lo leemos en el primer libro de los Reyes (3,5.7-12). Salomón, el joven rey es inexperto; pide, en una bella plegaria, inteligencia, sabiduría. Dios, fiel a la promesa hecha a David, le concede un “corazón sabio e inteligente como no lo ha habido antes ni lo habrá después de ti”.
El Salmo 118 expresa lo mismo: que la ley de Dios vale más que el oro. El salmista pone su confianza en Él, (y nosotros hoy): “El Señor es mi herencia, he prometido guardar tus palabras. Que tu amor me consuele, según la promesa que me hiciste. Tus mandatos son admirables, por eso los guarda mi alma”.
¿Qué sabiduría buscamos, hoy, cómo la expresamos? ¿Qué momentos reservo, en medio del ajetreo incesante, para dialogar en el silencio habitado con mi Abbá-Dios?
El evangelista Mateo narra tres breves parábolas: la del tesoro escondido, la perla fina y la red, con una conclusión final. El “reino de los cielos” o el “reino de Dios” es un tesoro más valioso que los demás bienes. El/la discípulo/a que lo descubre está entusiasmado: “lleno de alegría” está dispuesto a vender todo para adquirirlo, o la perla. La parábola de la red, en la que coexisten buenos y malos (como en la de la cizaña), muestra la temática del juicio.
¿A qué renunciamos los/as creyentes para tener lo esencial?: Salomón lo llama sabiduría; Jesús lo llama el reino. La sabiduría del rey concierne a las funciones de gobierno; ésta permite obtener estabilidad, prosperidad, buena convivencia. En el evangelio la sabiduría permite comprender el designio de Dios, los misterios del reino, lo que Dios quiere y ha soñado para nosotros. La comprensión de la palabra de Dios no reside sólo en nuestra inteligencia, es un don del Padre que hay que saber pedirle.
Cualquiera que proponga la ideología del poder, del dinero, de la ambición, de la mentira, es un enemigo; da origen a dos realidades: un círculo de poder, los dirigentes, y una ideología, la mentira.
Los cristianos no somos ilusos o ingenuos. Percibimos el mal, la opresión, las catástrofes, las lacras seculares del mundo, el sufrimiento, la enfermedad, la hipocresía, la traición… pero la visión confiada, esperanzada, de quien ama a Dios lo percibe, aun con dolor e impotencia, en función de un proyecto total de salvación. Por eso la fe y el amor son estímulos poderosos del proceso de liberación humana. Somos imagen de su Hijo, “para que él fuera el primogénito de muchos hermanos y hermanas” (Rom 8,28-30).
Volviendo al comienzo, tomar conciencia y caer en la cuenta del momento en que Dios irrumpe en tu vida, teje una historia de amor contigo (aun en el seno materno), camina a tu lado en momentos de oscuridad, de alegría; respeta tus errores, tus fallos y lejos de culpabilizarte, sale a tu encuentro, te abraza y te invita a su mesa… porque la reconciliación y el perdón siempre son posibles (“setenta veces siete”); acompaña tus dudas, tus miedos y te invita a tener fe-confianza, esperanza. El Espíritu Ruah lo sigue haciendo posible, cada día. Espíritu en el Fondo de tu Ser, en el ADN de tu Origen que se acomoda completamente a la forma de ser de cada persona. Energía integradora personal y también, de la comunidad.
La educación de la fe es, quizá, hoy más necesaria que nunca. Es un proceso serio, riguroso, enormemente gozoso, liberador, que nos permitirá descubrir la comunidad cristiana, donde se vive la fraternidad, la sororidad, la ayuda mutua, el discernimiento, el perdón, la libertad y, además, me facilitará el acceso a mi yo profundo, mi interioridad… Ese es el tesoro escondido, la perla fina, la red rebosante de peces. Es lo que celebramos y agradecemos en la Eucaristía, en cada comida.
Es la Palabra de Dios, a través de Jesús, la que me nutre, me humaniza, me diviniza. Es la savia vital de mis entrañas, la razón de ser de mi existencia. Sed de Ti, de conectar con lo esencial, hacerme Uno en un intercambio de amor. Barruntar cada día lo eterno, lo definitivo, que es más que yo pero también parte de mí mismo/a. Sed de verdad, fiel reflejo del “hágase Tu voluntad”. Mi ser fluye en la vida del Espíritu y soy atraída por esa corriente divina de sentido.
¡Shalom!
Mª Luisa Paret
UN TESORO OCULTO
No todos se entusiasmaban con el proyecto de Jesús. En bastantes surgían no pocas dudas e interrogantes. ¿Era razonable seguirle? ¿No era una locura? Son las preguntas de aquellos galileos y de todos los que se encuentran con Jesús en un nivel un poco profundo.
Jesús contó dos pequeñas parábolas para «seducir» a quienes permanecían indiferentes. Quería sembrar, en todos, un interrogante decisivo: ¿no habrá en la vida un «secreto» que todavía no hemos descubierto?
Todos entendieron la parábola de aquel labrador pobre que, mientras cavaba en una tierra que no era suya, encontró un tesoro escondido en alguna tinaja. No se lo pensó dos veces. Era la ocasión de su vida. No la podía desaprovechar. Vendió todo lo que tenía y, lleno de alegría, se hizo con el tesoro.
Lo mismo hizo un rico comerciante de perlas cuando descubrió una de valor incalculable. Nunca había visto algo semejante. Vendió todo lo que poseía y se hizo con la perla.
Las palabras de Jesús eran seductoras. ¿Será Dios así? ¿Será esto encontrarse con él? ¿Descubrir un «tesoro» más bello y atractivo, más sólido y verdadero que todo lo que nosotros estamos viviendo y disfrutando?

Jesús está comunicando su experiencia de Dios: lo que ha transformado por entero su vida. ¿Tendrá razón? ¿Será esto seguirle? ¿Encontrar lo esencial, tener la inmensa fortuna de hallar lo que el ser humano está anhelando desde siempre?
Entre nosotros, mucha gente está abandonando la religión sin haber saboreado a Dios. Les entiendo. Yo haría lo mismo. Si una persona no ha descubierto un poco la experiencia de Dios que vivía Jesús, la religión es un aburrimiento. No merece la pena.
Lo triste es encontrar a tantos cristianos cuyas vidas no están marcadas por la alegría, el asombro o la sorpresa de Dios. No lo han estado nunca. Viven encerrados en su religión, sin haber encontrado ningún «tesoro». Entre los seguidores de Jesús, cuidar la vida interior no es una cosa más. Es imprescindible para vivir abiertos a la sorpresa de Dios.
José Antonio Pagola
Publicado en www.gruposdejesus.com
EN BUSCA DEL TESORO
Seamos o no conscientes de ello, existir implica buscar, por más que, en ese recorrido, puedan darse todo tipo de actitudes, que van desde la apatía escéptica hasta la pasión ansiosa o la desesperanza.
De entrada, nos percibimos como seres que se definen por su necesidad y su carencia, por lo que empezamos dirigiendo nuestra búsqueda hacia el exterior: tiene que haber “algo”, en algún lugar, que colme mi necesidad y sacie mi anhelo. Y ahí, según las situaciones y condiciones de cada cual, se abre todo un abanico de opciones, en las que proyectamos la respuesta ansiada.

Sin embargo, toda esa búsqueda acabará en frustración, ya que, aun sin advertirlo, nos habíamos equivocado de dirección: no hay nada “ahí afuera” capaz de saciar nuestro anhelo.
Esto explica que, llegados a un momento determinado, tras haber padecido alguna que otra frustración y atravesado alguna que otra crisis, nos preguntemos si no será necesario cambiar la mirada, dirigiéndola hacia nuestro interior. En ese momento es cuando iniciamos el llamado “camino espiritual” (o, simplemente, profundo). Es el camino de “vuelta a casa”.
Lo que sucede es que la dinámica de ese camino se va a ver modificada de manera sustancial. Tal vez, aunque sea en nuestro interior, todavía sigamos buscando, en la creencia errónea de que el “tesoro” es algo diferente a lo que ya somos. De nuevo, serán necesarias frustraciones y crisis, hasta llegar a comprender que, en lo profundo, somos ya eso que andamos buscando.
El tesoro siempre había estado aquí, pero éramos incapaces de reconocerlo. No había que conquistarlo, sino simplemente descubrirlo. Es entonces cuando toda búsqueda cesa -más aún, descubres que la propia búsqueda te alejaba del tesoro, porque te estabas diciendo que este se hallaba en “otro lugar”-. Lo que ha quedado es un “caer en la cuenta” de lo que realmente somos, más allá de la forma en que nos manifestamos.
Y lo que somos -lo que alienta, impulsa, sostiene y constituye nuestra persona- es aquello que sostiene a todos los seres, aquello de lo que, en último término, está hecho todo lo real. Somos consciencia pura, plenitud de presencia. A partir de ahí se abrirá un camino de integrar lo reconocido y dejarnos vivir en coherencia con ello. Pero habrá cesado la ignorancia original y la ansiedad insaciable.
Y comprendemos entonces la sabiduría que encierran las palabras de Nisargadatta: “Deja de buscar; déjate encontrar”.
Enrique Martínez Lozano
(Boletín semanal)
Documentación: Liturgia de la Palabra
Documentación: Encuentro sorprendente – F Ulibarri
Documentación: Dame un corazón – S Arricibitia
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