Del Evangelio de San Mateo 18, 15-20
Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

— Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano.
Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo.
Os aseguro además que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.
ATAR O DESATAR, ESA ES LA CUESTIÓN
El evangelio que hoy nos propone la liturgia, es muy paradójico, complejo de vivir y sencillo de entender. Ahora bien, entre esa complejidad y la simplicidad del mensaje, estaría la determinación de cada persona para encarnarlo en la vida.
El texto nos puede confundir porque está cortado por delante y por detrás. Habría que leer los versículos anteriores y posteriores para poder situar bien estas palabras. Hoy va de relaciones humanas y reconciliación, es decir, el pan nuestro de cada día. Importante comenzar a destacar que Mateo introduce una novedad en la vida de sus seguidores. Es la primera vez que utiliza la palabra “hermano» para referirse al vínculo existente entre los discípulos de Jesús.
Este discurso de Jesús forma parte de la respuesta que da a los discípulos cuando le preguntan: «¿Quién es el mayor en el reino de los cielos? La respuesta de Jesús puede resultar desconcertante: hacerse como niños y cuidar a los niños. Leído desde la superficialidad habrá personas que disfruten con esta respuesta; puede dar la razón a quienes opinan que la religiosidad, la fe, la espiritualidad, es una vivencia infantilizante y que genera personas poco hechas, débiles, pequeñas, sin terminar. Leído con un poco más de profundidad, podríamos acercarnos a lo que tal vez Jesús pretendía expresar.
En la época de Jesús sabemos que los niños no eran reconocidos socialmente, mucho menos las niñas. Los niños, por el hecho de no ser personas maduras, serias, acabadas, parece que no tienen mucho que aportar. Jesús nos remite al niño, a la niña que todos llevamos dentro, al que vivía con intensidad, con confianza, el que no entendía de tiempos y de espacios, el que vivía conectado a lo ilimitado y el que pensaba en libertad y poco le importaba quedar bien ante los demás. Y, especialmente, ese niño, esa niña, con una profunda y sana capacidad de reconciliación, sin rencor y sin rivalidad.

Este breve discurso de Jesús podría parecer el de un psico-pedagogo que busca reconstruir unas relaciones sanas entre iguales. Jesús nos plantea el proceso para hacernos conscientes de nuestros actos y su alcance en los demás. Nos propone agotar todas las posibilidades. “Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas”. ¿Cómo vivimos la herida que otros nos hacen? ¿Y cuándo somos nosotros quienes herimos y nos reprenden? Invito a los lector@s a pararse y ahondar en este asunto porque puede haber sorpresas cuando somos muy honestos con la verdad que vivimos.
El paso maduro, equilibrado y sano, es decírselo a la persona en cuestión. Ahora bien, para ello, necesitamos soltar dos trampas de nuestra mente: intentar quedar bien ante el otro, aunque perdamos, y una actitud reactiva de devolver de inmediato el daño recibido. Si nos liberamos de ello, si realmente le decimos que nos ha herido y le hablamos de manera que le llegue una vibración de sinceridad, de búsqueda de la verdad, dice Jesús que “habremos salvado al hermano”. ¿Salvado de qué o de quién”? Si salvar es librar a una persona o a una cosa de un peligro o de una amenaza, Jesús tiene razón. ¿Quizá salvarle del peligro de la tiranía y de darle un poder que no le corresponde?
A veces es imposible poder hacer consciente a la persona de sus actos Si esto no es posible porque, a veces, las personas nos cerramos a cualquier verdad que no sea la nuestra, busquemos ayuda, no por incapacidad de resolución del asunto, sino para ampliar el horizonte y objetivar todo lo posible la corrección fraterna.
Continúa el texto con unas palabras de Jesús que considero esenciales y que hacen referencia a la dinámica de nuestro vínculo con Dios: En verdad os digo que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en los cielos. Siempre se ha hablado de que estas palabras se refieren al poder de perdonar los pecados en un sentido más sacramental y ejercido por los ministros. Sinceramente no lo tengo claro, tampoco lo niego, pero creo que el poder para perdonar es propio de toda persona, poseemos esta capacidad, este poder, de una manera innata y es la máxima expresión de autenticidad y madurez a la que se puede llegar.
Perdonar los pecados de los demás cuando no va conmigo es muy fácil y, si eso te da un poder y un status, no hay mucho más qué decir; ahora bien, perdonar a quien nos hiere y recibir el perdón de la persona a la que hemos herido, es una manera de conectar la tierra con el cielo, lo humano y lo divino.
Los vínculos que existen entre nosotros son más que simples lazos humanos: comprometen al «Cielo», como expresa el texto, porque el «Cielo» se ha comprometido con nosotros y somos prolongación de Dios en la tierra y la tierra es prolongación de lo humano en el Cielo. Utilizo Cielo-Tierra como alegoría para designar la dimensión humana y divina que conforma nuestra existencia. Atar o desatar, dos movimientos que nos llevan a conectarnos desde una vida auténtica o desconectarnos de nuestra “casa” y de nuestra verdad.
Cierra Jesús este breve discurso con su convencimiento de la fuerza de la comunidad, no como convivencia sino como comunión, importante matiz. Es un poder que podemos llegar a vivir los seres humanos con un impacto transformador en un mundo tan separado, divido, diverso, frenético… ¿podríamos conectarnos unos a otros para que la vida fluyera en unidad y capacidad de transformación? Ya veremos.
Rosario Ramos
UNA IGLESIA REUNIDA EN EL NOMBRE DE JESÚS
Cuando uno vive distanciado de la religión o se ha visto decepcionado por la actuación de los cristianos, es fácil que la Iglesia se le presente solo como una gran organización. Una especie de «multinacional» ocupada en defender y sacar adelante sus propios intereses. Estas personas, por lo general, solo conocen a la Iglesia desde fuera. Hablan del Vaticano, critican las intervenciones de la jerarquía, se irritan ante ciertas actuaciones del papa. La Iglesia es para ellas una institución anacrónica de la que viven lejos.
No es esta la experiencia de quienes se sienten miembros de una comunidad creyente. Para estos, el rostro concreto de la Iglesia es casi siempre su propia parroquia. Ese grupo de personas amigas que se reúnen cada domingo a celebrar la eucaristía. Ese lugar de encuentro donde celebran la fe y rezan todos juntos a Dios. Esa comunidad donde se bautiza a los hijos o se despide a los seres queridos hasta el encuentro final en la otra vida.

Para quien vive en la Iglesia buscando en ella la comunidad de Jesús, la Iglesia es casi siempre fuente de alegría y motivo de sufrimiento. Por una parte, la Iglesia es estímulo y gozo; podemos experimentar dentro de ella el recuerdo de Jesús, escuchar su mensaje, rastrear su espíritu, alimentar nuestra fe en el Dios vivo. Por otra, la Iglesia hace sufrir, porque observamos en ella incoherencias y rutina; con frecuencia es demasiado grande la distancia entre lo que se predica y lo que se vive; falta vitalidad evangélica; en muchas cosas se ha ido perdiendo el estilo de Jesús.
Esta es la mayor tragedia de la Iglesia. Jesús ya no es amado ni venerado como en las primeras comunidades. No se conoce ni se comprende su originalidad. Bastantes no llegarán siquiera a sospechar la experiencia salvadora que vivieron los primeros que se encontraron con él. Hemos hecho una Iglesia donde no pocos cristianos se imaginan que, por el hecho de aceptar unas doctrinas y de cumplir unas prácticas religiosas, están siguiendo a Cristo como los primeros discípulos.
Y, sin embargo, en esto consiste el núcleo esencial de la Iglesia. En vivir la adhesión a Cristo en comunidad, reactualizando la experiencia de quienes encontraron en él la cercanía, el amor y el perdón de Dios. Por eso, tal vez, el texto eclesiológico más fundamental son estas palabras de Jesús que leemos en el evangelio: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».
El primer quehacer de la Iglesia es aprender a «reunirse en el nombre de Jesús». Alimentar su recuerdo, vivir de su presencia, reactualizar su fe en Dios, abrir hoy nuevos caminos a su Espíritu. Cuando esto falta, todo corre el riesgo de quedar desvirtuado por nuestra mediocridad.
José Antonio Pagola
Publicado en www.gruposdejesus.com
NORMAS COMUNITARIAS Y REALIDAD ABIERTA
El capítulo 18 del evangelio de Mateo contiene una serie de normas que habían de regir la vida comunitaria de aquellos primeros grupos de discípulos de Jesús que se iban constituyendo.
No son, por tanto, palabras del propio Jesús, sino una creación posterior, exigida por la situación. La constitución de cualquier grupo humano requiere normas que regulen su funcionamiento.
El problema aparece cuando las normas se absolutizan, otorgándoles valor por encima de las personas. Suele ser una tendencia habitual en grupos sectarios y, más en general, en comunidades impregnadas de autoritarismo, y dan lugar a un modo de vida legalista y moralista. Riesgos que no están ausentes en el texto que comentamos, que insta a considerar como “pagano” o “publicano” a quien no se ajuste a las normas.
Sea como sea el modo en que los diferentes grupos tratan de solventar la cuestión de su propio funcionamiento, lo que parece obvio es que tanto el legalismo como el moralismo mostrarán pronto sus efectos negativos: no solo porque se coloca la norma o la ley por encima de la persona -en contra de lo que el propio Jesús había advertido: “No es el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre”-, sino porque se ignora el carácter abierto de lo real.
Que la realidad sea abierta significa que, en contra de lo que suele ser la rigidez mental -que casa mejor con actitudes legalistas y moralistas-, permite diferentes niveles de consciencia, de los que brotarán, lógicamente, lecturas y comportamientos diversos.

Esto no significa caer en un relativismo vulgar para el que todo vale lo mismo y que justifica cualquier cosa, sino reconocer el modo abierto como se expresa lo real. No todo vale igual, pero cada persona tiene un camino propio que recorrer. Caminos bien diferentes que, sin embargo, tienen cabida y son acogidos dentro de la realidad, esencialmente abierta.
Sin embargo, el nivel mítico de consciencia -que, en mayor o menor medida, pervive en todos nosotros- impide verlo. Porque para ese nivel, solo existe una verdad -la propia- y un único modo correcto de ver y de hacer las cosas. Solo un nivel de consciencia pluralista y aperspectivista regala una mirada omnicomprensiva, respetuosa, tolerante y constructiva.
Enrique Martínez Lozano
(Boletín semanal)
Documentación: Liturgia de la Palabra
Documentación: Meditación – Contemplación
Documentación: Plegaria
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