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XXIII Domingo del Tiempo Ordinario

Evangelio de Mateo 8, 15-20

…dijo Jesús a sus discípulos…

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

— Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano.

Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo.

Os aseguro además que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.

REUNIDOS POR JESÚS

Al parecer, el crecimiento del cristianismo en medio del imperio romano fue posible gracias al nacimiento incesante de grupos pequeños y casi insignificantes que se reunían en el nombre de Jesús para aprender juntos a vivir animados por su Espíritu y siguiendo sus pasos.

Sin duda, fue importante la intervención de Pablo, Pedro, Bernabé y otros misioneros y profetas. También las cartas y escritos que circulaban por diversas regiones. Sin embargo, el hecho decisivo fue la fe sencilla de creyentes cuyos nombres no conocemos, que se reunían para recordar a Jesús, escuchar su mensaje y celebrar la cena del Señor.

No hemos de pensar en grandes comunidades sino en grupos de vecinos, familiares o amigos, reunidos en casa de alguno de ellos. El evangelista Mateo los tiene presentes cuando recoge estas palabras de Jesús: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».

No pocos teólogos piensan que el futuro del cristianismo en occidente dependerá en buena parte del nacimiento y el vigor de pequeños grupos de creyentes que, atraídos por Jesús, se reúnan en torno al Evangelio para experimentar la fuerza real que tiene Cristo para engendrar nuevos seguidores.

La fe cristiana no podrá apoyarse en el ambiente sociocultural. Estructuras territoriales que hoy sostienen la fe de quienes no han abandonado la Iglesia quedarán desbordadas por el estilo de vida de la sociedad moderna, la movilidad de las gentes, la penetración de la cultura virtual y el modo de vivir el fin de semana.

Los sectores más lúcidos del cristianismo se irán concentrando en el Evangelio como el reducto o la fuerza decisiva para engendrar la fe. Ya el concilio Vaticano II hace esta afirmación: «El Evangelio… es para la Iglesia principio de vida para toda la duración de su tiempo». En cualquier época y en cualquier sociedad es el Evangelio el que engendra y funda la Iglesia, no nosotros.

Nadie conoce el futuro. Nadie tiene recetas para garantizar nada. Muchas de las iniciativas que hoy se impulsan pasarán rápidamente, pues no resistirán la fuerza de la sociedad secular, plural e indiferente. Dentro de pocos años sólo nos podremos ocupar de lo esencial.

Tal vez Jesús irrumpirá con una fuerza desconocida en esta sociedad descreída y satisfecha a través de pequeños grupos de cristianos sencillos, atraídos por su mensaje de un Dios Bueno, abiertos al sufrimiento de las gentes y dispuestos a trabajar por una vida más humana. Con Jesús todo es posible. Hemos de estar muy atentos a sus llamadas.

José Antonio Pagola
Red evangelizadora BUENAS NOTICIAS

JESÚS NO DIJO TODO LO QUE EL EVANGELIO LE ATRIBUYE

La primera impresión, al leer este texto, es que no “casa” bien con el que le precede ni con el inmediatamente posterior. En el anterior, a partir de la pequeña parábola del pastor que va a buscar la oveja perdida y que “se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no es extraviaron”, Jesús afirma que “del mismo modo vuestro Padre celestial no quiere que se pierda ni uno solo de estos pequeños” (18,14). Y en el inmediato posterior, a raíz de una pregunta de Pedro sobre si habría que perdonar “hasta siete veces”, Jesús contesta que “no siete veces, sino setenta veces siete” (18,21).

El contraste se produce al comparar la actitud paciente de Jesús, que disculpa y perdona siempre (setenta veces siete), con la puntillosa severidad con que se trata, en la comunidad, al “hermano que peca”.

La conclusión parece clara: los textos más radicales remiten directamente a Jesús; por el contrario, aquellos otros más “realistas”, y centrados en cuestiones de convivencia procederían de la comunidad. Jesús apuesta por actitudes caracterizadas por la gratuidad; la comunidad regula la marcha del grupo, de acuerdo con principios “prácticos”, con los que resolver eficazmente los conflictos comunitarios.

En la comunidad de Mateo debieron encontrar adecuado ese modo “progresivo” de reinsertar en ella a quienes consideraban que se habían equivocado: primero a solas; luego, con dos testigos; finalmente, ante toda la comunidad.

Sin embargo, el hecho de que en aquel grupo pudiera funcionar no significa que sea siempre un modelo a imitar. Cuando se ha querido incluso forzar en determinados estilos de formación –en aquella fórmula imperante durante siglos en la vida religiosa, conocida como la “corrección fraterna”-, se ha hecho daño a las personas. Sin embargo, de nuevo en una lectura literalista del evangelio, se apelaba a la autoridad del propio Jesús, para insistir en esa práctica.

Ni estas palabras proceden del Jesús histórico, ni siempre la “corrección fraterna” es el camino más adecuado. Requiere hacerla con tal limpieza, humildad y amor que únicamente con esas condiciones puede resultar beneficiosa para todos. Cuando no es así, bajo esa fórmula, se camuflan actitudes farisaicas de superioridad, juicio y condena del otro.

Es evidente que todo grupo humano necesita de normas que regulen la convivencia, pero ni siquiera eso otorga a las mismas un valor absoluto, por encima incluso de las personas. Es preferible inclinarse siempre –como Jesús- por el lado de la compasión. Como afirma un dicho atribuido a Platón, “sed amables, pues cualquiera a quien encontremos está librando una dura batalla”.

Además de la norma sobre la reinserción del “hermano que peca”, el texto que leemos este domingo contiene otras dos afirmaciones que afectan directamente a la comunidad, y que se refieren al poder del que se cree portadora y a la oración en común.

La comunidad tiene conciencia de estar en la verdad, hasta el punto de que sus decisiones son siempre válidas. “Atar y desatar” es una expresión semítica que se refiere a prohibir y permitir válidamente. Hasta el punto de que las decisiones tomadas por ella serán válidas también “en el cielo”, es decir, serán legitimadas por el mismo Dios.

El lector del evangelio ha encontrado ya esta misma fórmula en las palabras que Jesús dirige a Pedro (16,19). Cierta tradición ha defendido que ese poder “jurisdiccional” fue conferido a Pedro y a los apóstoles, por lo que, en la iglesia, los depositarios del mismo serían los obispos, “sucesores de los apóstoles”. Sin embargo, no es tan claro que sea así: por un lado, hay dudas razonables de que esas palabras procedan del propio Jesús; por otro, es legítimo pensar que sean dirigidas, no sólo a los apóstoles, sino al conjunto de la comunidad. Dicho más claramente: ni la jerarquía puede sustentarse en este texto, ni estas palabras impiden el ejercicio de la voluntad de todos los cristianos y cristianas en las decisiones eclesiales, en la renovación de determinadas normas y en determinadas prácticas como, por ejemplo, el nombramiento de los obispos.

En el tercer bloque de este texto, referido a cuestiones comunitarias, se habla de la oración en grupo, con una doble afirmación: “todo lo dará mi Padre del cielo” y “yo estoy en medio”.

La primera de ellas –“os aseguro además que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo”- choca tanto con la que parece ser la experiencia diaria de los orantes que, de entrada, se hace difícil de creer. ¿Cuántas veces hemos pedido cosas buenas en la oración y no hemos obtenido respuesta? Es cierto que se nos dice que Dios sabe mejor que nosotros lo que nos conviene, pero entonces, ¿cuál puede ser el sentido de aquellas palabras?

Para empezar, me parece claro que no se trata de “magia”, ni tampoco de un poder similar a la “ley de atracción”, de que hablan ciertas corrientes de la Nueva Era (aunque puedan contener algún punto de verdad).

Personalmente, me inclino a pensar que estas palabras de Jesús, en línea con otras afirmaciones suyas a lo largo del evangelio, contienen una certeza y una llamada a una confianza incondicional.

La certeza es que ya lo tenemos todo. Dios es Donación: ¿cómo podría “reservarse” algo y no darlo? Todo nos ha sido dado, pero lo acogemos en la medida de nuestra capacidad de apertura ante el don. Y esa capacidad se activa en la medida en que salimos de las fronteras del yo, y dejamos de identificarnos con él. Es entonces, al descorrer el velo que supone nuestra identificación con la mente, cuando aparece la comprensión: ha crecido nuestra capacidad de “ver”.

Al ego le gustaría que las cosas fueran de otro modo: que, de un modo mágico, como en los cuentos, quedaran respondidas todas sus necesidades y saciados todos sus sueños. Pero esto es imposible, porque la característica del yo siempre será la insatisfacción; ego es “no tener nunca bastante”, porque él mismo es vacío.

El camino no pasa por alimentar al ego, sino precisamente por trascenderlo, aprendiendo a “ver” más allá de él, adentrándonos en ese “no-lugar” donde todo está bien.

La confianza es una de las “palabras mayores” del evangelio, y parece que constituyó un rasgo básico de la personalidad de Jesús. En todo momento y circunstancia, pase lo que pase, podemos confiar: se nos ha dado todo. Pero para verlo, se requiere venir al momento presente. Fuera del presente, todo es carencia e impotencia. El presente, por el contrario, es plenitud y fortaleza. Una vez más, venimos a descubrir la coherencia de todo: venir al presente coincide con trascender el yo; todo se unifica. (Porque lo que entendemos aquí por “presente” no es un lapso temporal entre el pasado y el futuro –eso sería sólo una “idea” del presente-, sino el no-tiempo, la atemporalidad que percibimos cuando acallamos la mente, o tomamos distancia de ella).

La segunda afirmación –“donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”- parece ser especialmente querida para Mateo, porque recoge el nombre con el que le gusta nombrar a Jesús: Enmanuel o “Dios-con-nosotros”. Con ese nombre empieza (1,23) y concluye (28,20) el relato mateano. “Yo-estoy-en-medio-de-ellos” sigue siendo Enmanuel.

Quizás Mateo aplicó a Jesús un adagio judío que rezaba así: “Si dos hombres se encuentran juntos y las palabras de la Ley están en medio de ellos [como motivo de conversación], Dios habita en medio de ellos”.

En cualquier caso, en una lectura no-dual, está expresando la verdad más profunda del misterio de lo que es: todo se halla interpenetrado en todo. Dios es siempre Dios-con-nosotros, sin distancia ni separación. En la tradición cristiana, Jesús es la manifestación palpable de esa realidad. Con él nos encontramos en la “identidad compartida no-dual” y crecemos en la conciencia unitaria que él vivió: los “otros” son “parte” de “nosotros”.

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