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XXV Domingo del Tiempo Ordinario

Evangelio de Mateo 20, 1-16

… Id también vosotros a mi viña …

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola:

El Reino de los Cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña.

Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin trabajo, y les dijo:

— Id también vosotros a mi viña, y os pagaré lo debido.

Ellos fueron.

Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde, e hizo lo mismo.

Salió al caer la tarde y encontró a otros, parados, y les dijo:

— ¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar?

Le respondieron:

— Nadie nos ha contratado.

El les dijo:

— Id también vosotros a mi viña.

Cuando oscureció, el dueño dijo al capataz:

— Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros.

Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno.

Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno. Entonces se pusieron a protestar contra el amo:

— Estos últimos han trabajado sólo una hora y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno.

El replicó a uno de ellos:

— Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo liberta para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?

Así, los últimos serán los primeros y los primeros los últimos.

MIRADA ENFERMA

Jesús había hablado a sus discípulos con claridad: «Buscad el reino de Dios y su justicia». Para él esto era lo esencial. Sin embargo, no le veían buscar esa justicia de Dios cumpliendo las leyes y tradiciones de Israel como otros maestros. Incluso en cierta ocasión les hizo una grave advertencia: «Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de Dios». ¿Cómo entendía Jesús la justicia de Dios?

La parábola que les contó los dejó desconcertados. El dueño de una viña salió repetidamente a la plaza del pueblo a contratar obreros. No quería ver a nadie sin trabajo. El primer grupo trabajó duramente doce horas. Los últimos en llegar sólo trabajaron sesenta minutos.

Sin embargo, al final de la jornada, el dueño ordena que todos reciban un denario: ninguna familia se quedará sin cenar esa noche. La decisión sorprende a todos. ¿Cómo calificar la actuación de este señor que ofrece una recompensa igual por un trabajo tan desigual? ¿No es razonable la protesta de quienes han trabajado durante toda la jornada?

Estos obreros reciben el denario estipulado, pero al ver el trato tan generoso que han recibido los últimos, se sienten con derecho a exigir más. No aceptan la igualdad. Esta es su queja: «los has tratado igual que a nosotros». El dueño de la viña responde con estas palabras al portavoz del grupo: «¿Va ser tu ojo malo porque yo soy bueno?». Esta frase recoge la enseñanza principal de la parábola.

Según Jesús, hay una mirada mala, enferma y dañosa, que nos impide captar la bondad de Dios y alegrarnos con su misericordia infinita hacia todos. Nos resistimos a creer que la justicia de Dios consiste precisamente en tratarnos con un amor que está por encima de todos nuestros cálculos.

Esta es la Gran Noticia revelada por Jesús, lo que nunca hubiéramos sospechado y lo que tanto necesitábamos oír. Que nadie se presente ante Dios con méritos o derechos adquiridos. Todos somos acogidos y salvados, no por nuestros esfuerzos sino por su misericordia insondable.

A Jesús le preocupaba que sus discípulos vivieran con una mirada incapaz de creer en esa Bondad. En cierta ocasión les dijo así: «Si tu ojo es malo, toda tu persona estará a oscuras. Y si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué oscuridad habrá!». Los cristianos lo hemos olvidado. ¡Qué luz penetraría en la Iglesia si nos atreviéramos a creer en la Bondad de Dios sin recortarla con nuestra mirada enferma! ¡Qué alegría inundaría los corazones creyentes! ¡Con qué fuerza seguiríamos a Jesús!

José Antonio Pagola
Red evangelizadora BUENAS NOTICIAS

LA NOVEDAD DE JESÚS: GRACIA FRENTE A MÉRITO

El trasfondo que podemos apreciar en este relato nos habla de una situación característica del pueblo judío en la época de Jesús. A causa de los crecientes impuestos de Herodes y del Templo, muchos campesinos se habían empobrecido, hasta el punto de verse obligados a vender su propiedad y tener que trabajar como jornaleros.

Parece que, en su origen, se trataba de una parábola rabínica, bien conocida por sus oyentes. Sin embargo, de manera sorprendente e incluso subversiva, Jesús va a cambiar radicalmente el final de la misma. Y tendremos que prestar atención a la novedad que introduce, ya que un cambio intencionado tiene un solo objetivo: mostrar la novedad que se quiere transmitir. Y, como veremos, ésa será nada menos que la novedad del propio evangelio. Vayamos por partes.

Sabemos que toda religión, en mayor o menor medida, termina siendo una religión del mérito y la recompensa: Dios nos trataría según nuestro comportamiento hacia él. Por tanto, la persona religiosa se cree con derecho a reclamar un trato de favor. Por lo que nos transmiten los relatos evangélicos, la religiosidad oficial judía del siglo I –aunque no sólo ella- era marcadamente mercantilista.

Es claro que el mercantilismo es lo opuesto a la gratuidad: la idea del mérito echa por tierra la gracia. Pues bien, la parábola rabínica terminaba de una forma “religiosamente correcta”, acorde con lo que esperaba oír un público religioso. Ante la protesta de los trabajadores de la “primera hora” –que personifican justamente a las personas observantes de la religión-, el dueño les responde: “Es cierto que sólo han trabajado una hora, pero han hecho tanto trabajo, que equivale al que vosotros habéis realizado en todo el día”. En la versión original de la parábola, queda a salvo la idea (religiosa) de la recompensa proporcionada al mérito.

¿Qué hace Jesús? Desconcertando a sus oyentes y, probablemente, escandalizando a muchos de ellos, hace dar al relato un giro de ciento ochenta grados, tirando por tierra cualquier idea de mérito y de comparación.

Para él, la palabra que sustituye a todas las anteriores es “gratuidad”. Y de ese modo, nos revela a Dios y nos muestra el modo genuinamente humano de vivir.

En realidad, sólo podemos entender la parábola si caemos en la cuenta de que el nombre de Dios es Gracia, Amor que permanece incluso cuando es rechazado o –como diría Francisco de Asís- una “voluntad de amar que no se retira”.

Esto no es posible verlo desde la mente etiquetadora, que separa y divide constantemente lo real en pares de opuestos –agradable/desagradable-, y querría quedarse sólo con aquello que pertenece a la primera de esas categorías. De la mano de la mente, el yo ve la realidad escindida entre “gracia” y “desgracia”. Y eso se termina convirtiendo en fuente de sufrimiento para la persona.

Sin embargo, cuando trascendemos la mente, al venir al momento presente, descubrimos que todo es Ahora, y que todo es Gracia. Es fácil que, al menos en un primer momento, volvamos a rebotarnos cuando aparezca una enfermedad, un accidente o un desengaño –las exigencias y la inercia del ego se siguen dejando sentir-, pero bastará que tomemos distancia de él, para experimentar de nuevo que todo es Gracia.

Si Dios (el Misterio último) es Gracia, nosotros somos también, en lo más profundo, Gracia. Descubrirlo y vivirlo forma parte de nuestro aprendizaje.

Con frecuencia, vamos por la vida deseando recibir el “denario” –el hijo mayor de la parábola del “hijo pródigo”, sin darse cuenta de que todo lo del padre era suyo, reclamaba “un cabrito”-; un “denario” al que nos creemos acreedores por nuestro comportamiento. Pero nos sentimos desairados si vemos que se lo dan también a quien pensamos que ha hecho menos que nosotros.

Es claro que el ego no sólo vive de la idea del mérito, ansiando recompensas, sino de la comparación (y descalificación del otro). El ego no puede alegrarse del bien del otro; por eso no puede entender tampoco la gratuidad. Eso le hace vivir encerrado y amargado.

En último término, se trata de un problema de ignorancia. No es que “los trabajadores de la primera hora” sean malos; sencillamente, desconocen quiénes son ellos y quiénes son los demás. Su identificación con el ego les hace tener una idea mezquina de la realidad, tan mezquina como el propio ego.

Cuando salimos de esa identificación, venimos a descubrir que no somos el ego que pensábamos ser, sino la Conciencia que lo ilumina; no somos nada de lo que ocurre, sino el Espacio en el que todo ocurre; no somos quienes hambrean un denario, sino la Riqueza que todo lo contiene; no somos competidores de los de “la última hora”, sino sólo otras “formas” que los “complementan”; no somos un yo autoconsistente y cerrado, sino cauce o canal por al que fluye, gratuitamente, la Vida.

A partir de ahí, seremos capaces de salir del caparazón del ego y permitir que la Vida se despliegue abiertamente en nosotros, a favor de todos los seres.

Esto es lo que sabe y promueve la auténtica espiritualidad. Así lo expresan los “cuatro votos del Bodhisattva”, en una versión libre de un conocido Sutra budista, que me parece particularmente lograda. La transcribo a continuación.

LOS 4 VOTOS DEL BODHISATTVA

(Versión libre de un Sutra budista)

— Los seres son innumerables; es mi deseo vivir conscientemente y estar presente para quienes convivo.

— Los pensamientos y sentimientos ilusorios son ilimitados; es mi deseo no luchar en su contra, sino acogerlos, sin identificarme con ellos.

— Las puertas del dharma son incontables; es mi deseo aceptar lo que surja en el ahora y permitir que todo sea lo que es.

— El camino del despertar no tiene igual; es mi deseo que mi afán de alcanzarlo no se convierta en mi mayor obstáculo.

Enrique Martinez Lozano

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