Del Evangelio de San Juan 06, 37-40
Conmemoración de los difuntos

En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente:
«Todo lo que me da el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré afuera, porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Ésta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día. Ésta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”.


Lectura orante del Evangelio en clave teresiana
“Porque vivo en el Señor, que me quiso para sí” (P 1).
‘No perdáis la calma: creed en Dios y creed también en mí’.
La experiencia de la muerte es la mayor crisis del ser humano, la muerte de sus seres queridos el mayor dolor, el destino final del ser humano el mayor de los enigmas. ¿Qué hacer? ¿Marginar de la memoria este conflicto? Jesús nos hace una propuesta: creer en Dios, confiar en Él, dejar que su Llama de amor viva nos sane en el más profundo centro de la muerte. Teresa de Jesús nos alienta: “Creed de Dios mucho más y más” (V 28,8). “¡Oh Señor de mi alma, y quién tuviera palabras para dar a entender qué dais a los que se fían de Vos!… ¡Bendito seáis por siempre jamás!” (V 22,17). Mirando de frente a la hermana muerte, presumiendo de la misericordia de Dios, podemos decir: “Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda” (P 9).
En la casa de mi Padre hay muchas estancias, y me voy a prepararos sitio.
La vida de Dios nos toca en la interioridad de nuestra morada más secreta. La muerte huye, renace la alegría. La oración mantiene vivo este milagro de la gracia. ¡Somos casa para Dios! “En el centro y mitad de todas éstas moradas tiene la más principal, que es adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma” (1M 1,3). Y lo más fascinante: en la casa de Dios hay sitio para todos, Jesús ha preparado casa a los desvalidos. “Estoy sobre la palma de tu mano, confiado como un niño. No la quites, Señor, fuera de ella ha extendido la nada sus abismos”.
Volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros.
Jesús nos lleva a la vida plena. “¿Qué más queremos de un tan buen amigo al lado, que no nos dejará?” (V 22,7). “No parece fue en su mano apartarse un momento de nosotros” (V 22,6). ¡Qué esperanza “estar con quien sabemos nos ama”! (V 8,5). “Con tan buen amigo presente… todo se puede sufrir; él ayuda y da esfuerzo, nunca falla; es amigo verdadero” (V 22,6). “¡Qué dicha, oh mi Amado, estar junto a Ti!” (P 7).
Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?
Vivir sin esperanza “es perder el camino” (V 19,3). Jesús mira nuestras dudas, ofrece su mano de amigo en medio del peligro. “¡Oh, qué mal camino llevaba, Señor! Ya me parece iba sin camino, si Vos no me tornarais a él, que en veros cabe mí, he visto todos los bienes” (V 22,6). Es el momento de llamar a Jesús, de estrenar su mirada pascual, de respirar el perfume de su amor. “Porque para hallarme a Mí, bastará solo llamarme, que a ti iré sin tardarme” (P 8).
‘Yo soy el camino, y la verdad, y la vida’.
“Heme aquí con solas estas palabras sosegada, con fortaleza, con ánimo, con seguridad, con una quietud y luz que en un punto vi mi alma hecha otra… ¡Oh, qué buen Dios! ¡Oh, qué buen Señor y qué poderoso!… Sus palabras son obras. ¡Oh, válgame Dios, y cómo fortalece la fe y se aumenta el amor!” (V 25,18). Jesús es camino que nos lleva a la meta. “Para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere sea por manos de esta Humanidad sacratísima” (V 22,6). Jesús es vida ofrecida. “¡Oh vida, que la dais a todos!” (E 9,2). Jesús es la verdad. “Yo ya no quiero otro amor, pues a mi Dios me he entregado” (P 3). “Caminemos para el cielo” (P 10). Allí nos espera un Amor.
Equipo CIPE

EN LAS MANOS DE DIOS
Los hombres de hoy no sabemos qué hacer con la muerte. A veces, lo único que se nos ocurre es ignorarla y no hablar de ella. Olvidar cuanto antes ese triste suceso, cumplir los trámites religiosos o civiles necesarios y volver de nuevo a nuestra vida cotidiana.
Pero tarde o temprano, la muerte va visitando nuestros hogares arrancándonos nuestros seres más queridos. ¿Cómo reaccionar entonces ante esa muerte que nos arrebata para siempre a nuestra madre? ¿Qué actitud adoptar ante el esposo querido que nos dice su último adiós? ¿Que hacer ante el vacío que van dejando en nuestra vida tantos amigos y amigas?
La muerte es una puerta que traspasa cada persona en solitario. Una vez cerrada la puerta, el muerto se nos oculta para siempre. No sabemos qué ha sido de él. Ese ser tan querido y cercano se nos pierde ahora en el misterio insondable de Dios. ¿Cómo relacionarnos con él?
Los seguidores de Jesús no nos limitamos a asistir pasivamente al hecho de la muerte. Confiando en Cristo resucitado, lo acompañamos con amor y con nuestra plegaria en ese misterioso encuentro con Dios. En la liturgia cristiana por los difuntos no hay desolación, rebelión o desesperanza. En su centro solo una oración de confianza: “En tus manos, Padre de bondad, confiamos la vida de nuestro ser querido”
¿Qué sentido pueden tener hoy entre nosotros esos funerales en los que nos reunimos personas de diferente sensibilidad ante el misterio de la muerte? ¿Qué podemos hacer juntos: creyentes, menos creyentes, poco creyentes y también increyentes?
A lo largo de estos años, hemos cambiado mucho por dentro. Nos hemos hecho más críticos, pero también más frágiles y vulnerables; somos más incrédulos, pero también más inseguros. No nos resulta fácil creer, pero es difícil no creer. Vivimos llenos de dudas e incertidumbres, pero no sabemos encontrar una esperanza.
A veces, suelo invitar a quienes asisten a un funeral a hacer algo que todos podemos hacer, cada uno desde su pequeña fe. Decirle desde dentro a nuestro ser querido unas palabras que expresen nuestro amor a él y nuestra invocación humilde a Dios:
“Te seguimos queriendo, pero ya no sabemos cómo encontrarnos contigo ni qué hacer por ti. Nuestra fe es débil y no sabemos rezar bien. Pero te confiamos al amor de Dios, te dejamos en sus manos. Ese amor de Dios es hoy para ti un lugar más seguro que todo lo que nosotros te podemos ofrecer. Disfruta de la vida plena. Dios te quiere como nosotros no te hemos sabido querer. Un día nos volveremos a ver”.
José Antonio Pagola
VALORAR LA VIDA, NO SUS LÍMITES
En torno a la muerte, mantenemos intacta la visión mitológica del Neolítico.Tendríamos que hacer un esfuerzo titánico para superar las formulaciones que ya no pueden estar de acuerdo con nuestra visión del mundo y de Dios. Los conocimientos que hoy tenemos sobre la conciencia y la persona humana nos obligan a superar la visión mágica de un acontecimiento que seguimos sin comprender del todo. No debemos engañarnos manteniendo creencias trasnochadas, aunque alivien nuestro dolor.
La idea que manejamos los cristianos sobre la muerte y el más allá es consecuencia de una mezcla explosiva de culturas. La cultura judía ni siquiera tenía un concepto de cuerpo y de alma. Para ellos el ser humano era un todo único sin partes. Pero la filosofía griega si tenía conceptos muy definidos sobre la composición del hombre. Para Platón lo importante es el alma, que era anterior al cuerpo y permanecía después de él. El cuerpo es una cárcel. De ahí que la muerte se considerara como una liberación.
Los primeros Padres de la Iglesia y S. Agustín fueron platónicos e intentaron explicar el evangelio desde esa perspectiva. De ahí surgió la teología sobre los novísimos. En cambio, para Aristóteles, el alma y el cuerpo son realidades que componen el hombre pero la sustancia no puede andar por ahí danzando, separada de los accidentes. Estas ideas están mucho más cerca de la manera judía de entender al hombre. También hoy nosotros estamos más próximos a esta idea del ser humano.
El respeto que nos inspiran los muertos parece que es un sentimiento ancestral; incluso en algunos animales se puede descubrir esa zozobra. No es malo que sigamos tratándolos con todo respeto. El miedo que la mayoría de los mortales tenemos a la muerte es consecuencia de nuestras maquinaciones mentales. Pensamos que la muerte es lo contrario de la vida y esa lógica es falsa. La vida es como una moneda que tiene dos caras: una es el nacimiento, la otra es la muerte. Entre las dos caras está la moneda, que es lo importante. La vida que es lo que debemos valorar, no sus límites.
En el credo afirmamos creer en la resurrección de los muertos. ¿Qué queremos decir con esa afirmación? La comprensión de la resurrección de Jesús y la nuestra como volver a la vida biológica, nadie puede tomarla hoy en serio. Pero una cosa es que la entendamos mal y otra muy distinta que sea falsa.
Retrasar nuestra resurrección hasta el final de los tiempos es pura mitología. El mito es siempre un intento de explicar lo inexplicable. ¿Que pasará una vez que me muera? Nada, porque fuera del tiempo nada puede pasar. Sin materia no hay tiempo ni espacio. Pero fuera del tiempo y del espacio, nuestra capacidad de comprender queda anulada. Todo intento por comprender racionalmente lo que está más allá, es inútil.
Podemos entenderlo como paso a otro modo de ser, para el que no tenemos ningún punto de comparación y por lo tanto queda fuera de nuestra comprensión. Pero también podríamos imaginarlo como paso a otro modo de ser. En este caso estaríamos ante una realidad que está más allá del ser y del no ser. Esta podría ser una buena pista. Conocemos lo que es el ser, y por oposición podemos comprender lo que es el no ser. ¿Podemos también aceptar que existe algo fuera de esos contrarios?
Al tomar conciencia de nuestra individualidad, de nuestra separación radical de todo lo que existe a nuestro alrededor, incluidos los demás seres humanos, desplegamos el afán de persistencia más allá de esta vida biológica. Como la experiencia nos dice que eso es imposible, inventamos existencias sobrenaturales para acallar nuestros anhelos. No nos damos cuenta que estamos pretendiendo un imposible: una plenitud humana para cuando dejemos de ser humanos. El deseo de inmortalidad nos ciega.
Nuestra inteligencia nunca podrá dar sentido a la muerte, pero ese afán de explicarla nos hace olvidar que ninguna solución puede ayudarnos si es irracional. Hoy sabemos que la conciencia de sí, surge de la actividad cerebral y que basta que se rompa una vena más fina que un cabello para que desaparezca la conciencia. Sin la base neuronal, la conciencia es imposible y la permanencia personal también. El encuentro con un ser querido, imaginándolo como lo hemos visto aquí, es empeño imposible.
Pensar en una actividad mental como la que tenemos aquí para más allá, no tiene ni pies ni cabeza. Las incoherencias que se dicen en los funerales, con la mejor intención pero sin ningún rigor racional, deben de ser superadas. No podemos seguir engañando a la gente con promesas descabelladas, que además, no pueden convencer hoy a nadie. Tenemos que encontrar maneras de ayudar a la gente a superar el trauma de la muerte de un ser querido sin caer en la trampa de convertir los deseos en realidades.
Con frecuencia nos preguntamos qué va a ser de nosotros después de morir, pero muy pocas veces nos preguntamos que éramos antes de nacer. Damos por supuesto que no éramos nada, pero esa conclusión no es tan evidente. La realidad ni se crea ni se destruye, solamente se transforma. Bien pudiera ser que nuestro verdadero ser, lo que somos más allá de las apariencias, existiera antes de nacer y seguirá existiendo cuando mi apariencia biológica se desvanezca. Es una pena que estemos más preocupados de nuestra apariencia caduca, que de nuestro verdadero ser, que es lo permanente.
La necesidad innata de recordar a nuestros antepasados debemos aprovecharla para encontrar seguridad en nuestro propio mundo. La conciencia de que somos lo que somos, gracias a los seres humanos que nos han precedido es una realidad que no tiene vuelta de hoja. Recordar a nuestros familiares difuntos y agradecerles lo que han hecho por nosotros nos ayudará a hacer lo mismo por los que todavía estamos aquí.
El sentido de la vida tenemos que encontrarlo aquí y ahora. Debemos desplegar todas nuestras posibilidades de ser humanos mientras lo somos. Esa plenitud tiene que llegar por lo que tenemos de humanos. La gran trampa puede aparecer cuando nos limitamos a satisfacer nuestras necesidades biológicas, dándonos por satisfechos con estar sanos y disfrutando de los sentidos, apetitos y pasiones. Satisfacer nuestras necesidades biológicas es un medio para poder alcanzar cotas más altas de humanidad.
El único camino para llegar a un plenitud humana es desarrollar nuestra capacidad de amar, es decir, conocer de verdad al ser humano y desplegar la posibilidad de ir al otro para hacerle crecer, sabiendo que en ese empeño de darme al otro, soy yo el que crezco. Para ser más humano no hay que renunciar a nada. Si el darme al otro supone un sacrificio, estoy tergiversando la relación. Amar es elegir lo mejor para mí y para el otro. Si al darme al otro, me deterioro yo como ser humano ese amor es enfermizo.
Pensar en los seres queridos que han muerto, tiene que empujarnos a vivir con mayor intensidad la vida que aún tenemos entre las manos. Todo lo humano que ellos nos han trasmitido debemos potenciarlo en nosotros para que el mundo se vaya humanizando. Por los muertos ya no podemos hacer nada, pero su recuerdo nos tiene que empujar hacia los que aún viven junto a nosotros. Lo más grande que se puede decir de un ser humano es que cuando se ha ido, ha dejado al mundo un poquito mejor que cuando llegó a él. Eso se consigue no intentando cambiarlo sino cambiando nosotros.
Fray Marcos
Documentación: Liturgia de la Palabra
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