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XX Domingo del Tiempo Ordinario

Del Evangelio de Juan 6, 51-58

– El que coma de este Pan vivirá para siempre

En aquel tiempo dijo Jesús a los judíos:

-Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo.

Disputaban entonces los judíos entre sí:

– ¿Cómo puede este darnos a comer su carne?

Entonces Jesús les dijo:

– Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida.El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él.El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come, vivirá por mí.Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre.

ALIMENTARNOS DE JESÚS

Según el relato de Juan, una vez más los judíos, incapaces de ir más allá de lo físico y material, interrumpen a Jesús, escandalizados por el lenguaje agresivo que emplea: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?». Jesús no retira su afirmación sino que da a sus palabras un contenido más profundo.

El núcleo de su exposición nos permite adentrarnos en la experiencia que vivían las primeras comunidades cristianas al celebrar la eucaristía. Según Jesús, los discípulos no solo han de creer en él, sino que han de alimentarse y nutrir su vida de su misma persona. La eucaristía es una experiencia central en sus seguidores de Jesús.

Las palabras que siguen no hacen sino destacar su carácter fundamental e indispensable: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida». Si los discípulos no se alimentan de él, podrán hacer y decir muchas cosas, pero no han de olvidar sus palabras: «No tenéis vida en vosotros».

Para tener vida dentro de nosotros necesitamos alimentarnos de Jesús, nutrirnos de su aliento vital, interiorizar sus actitudes y sus criterios de vida. Este es el secreto y la fuerza de la eucaristía. Solo lo conocen aquellos que comulgan con él y se alimentan de su pasión por el Padre y de su amor a sus hijos.

El lenguaje de Jesús es de gran fuerza expresiva. A quien sabe alimentarse de él, le hace esta promesa: «Ese habita en mí y yo en él». Quien se nutre de la eucaristía experimenta que su relación con Jesús no es algo externo. Jesús no es un modelo de vida que imitamos desde fuera. Alimenta nuestra vida desde dentro.

Esta experiencia de «habitar» en Jesús y dejar que Jesús «habite» en nosotros puede transformar de raíz nuestra fe. Ese intercambio mutuo, esta comunión estrecha, difícil de expresar con palabras, constituye la verdadera relación del discípulo con Jesús. Esto es seguirle sostenidos por su fuerza vital.

La vida que Jesús transmite a sus discípulos en la eucaristía es la que él mismo recibe del Padre que es Fuente inagotable de vida plena. Una vida que no se extingue con nuestra muerte biológica. Por eso se atreve Jesús a hacer esta promesa a los suyos: «El que come este pan vivirá para siempre».

Sin duda, el signo más grave de la crisis de la fe cristiana entre nosotros es el abandono tan generalizado de la eucaristía dominical. Para quien ama a Jesús es doloroso observar cómo la eucaristía va perdiendo su poder de atracción. Pero es más doloroso aún ver que desde la Iglesia asistimos a este hecho sin atrevernos a reaccionar. ¿Por qué?

José Antonio Pagola

TODO SOY YO

Cualquier ser humano forma parte de ese todo que llamamos universo, una parte limitada en el tiempo y en el espacio. Se siente a sí mismo, sus pensamientos y sensaciones, como si estuviera separado del resto, una especie de ilusión óptica de la conciencia. Esta ilusión funciona como una cárcel que nos restringe al ámbito de nuestros deseos personales y al afecto de unas pocas personas cercanas. Nuestro objetivo consiste en liberarnos de esta prisión ampliando nuestro círculo de compasión, para que abarque todas las criaturas vivas y el conjunto de la naturaleza en toda su belleza”. (Albert Einstein).

En este momento del discurso que el autor del cuarto evangelio pone en boca de Jesús, el “pan” deja paso a la “carne”: el lector se da cuenta de que, a partir de ahora, el tema central va a ser propiamente la eucaristía.

Durante siglos, y como consecuencia de la interpretación de la muerte de Jesús en clave expiatoria, la eucaristía se entendió como el “santo sacrificio de la Misa”, en el que, de forma incruenta, se actualizaba realmente el sacrificio de la cruz.

Como cualquier otra, también esta interpretación era deudora de esquemas previos. Esquemas, sin embargo, que no parecen remontarse al maestro de Nazaret, sino a la cultura helenística donde se fraguó la primera teología cristiana. El desarrollo teológico posterior no haría sino intensificarla, hasta absolutizar los conceptos que pretendieron “apresar” la intuición primera en dogmas definitivos.

Hasta donde podemos conocer, o incluso intuir, el origen de la eucaristía –en el contexto de la Pascua judía- fue una cena, en la que Jesús compartió con sus seguidores más cercanos el sentido que daba a su vida y a su muerte. En aquel marco, no específicamente “religioso”, el lugar central correspondió al hecho mismo de la comida y a las palabras de Jesús sobre el pan: “Esto soy yo”.

Así vista, la eucaristía no es tanto un acto “religioso” –menos aún, el “sacrificio incruento de la cruz”-, cuanto la celebración espiritual de la Unidad que somos.

El pan era el alimento básico en las sociedades del Mediterráneo del siglo I. Representaba, por tanto, la propia subsistencia y, en último término, toda la realidad.

Cuando Jesús dice, sobre el pan, “esto soy yo”, está expresando su no-separación de todo lo real. Si el pan representa la realidad entera –nuestra vida, la humanidad, el cosmos…-, las palabras de Jesús alcanzan a todo lo real. Todo “soy yo”.

Probablemente, no exista otro modo de expresar mejor la conciencia de la no-dualidad: más allá de las separaciones solo aparentes, más allá incluso de las diferencias superficiales, todo es Uno.

Por otro lado, tal afirmación resulta admirablemente coherente con aquella otra: “El Padre y yo somos uno”. Quien se sabe Uno con la Fuente o el Fondo de lo real, se experimenta también Uno con todas las formas en que lo real se manifiesta.

No se trata, por tanto, de palabras mágicas que produzcan como resultado lo que luego habría de llamarse “transubstanciación”, sino de la expresión de la verdad más sublime en la que reconocernos. Jesús expresa lo que somos todos, aunque todavía no lo hayamos visto.

“Todo soy yo” –una variante lingüística del “Yo Soy”- nos remite nada menos que a nuestra Identidad última, que compartimos con Jesús y con todos los seres, en el mismo y único Fondo.

La Eucaristía, por tanto, no es un rito “religioso”, ni separado, sino el recordatorio y la celebración de lo que somos. Eucaristía es, por tanto, toda la vida…, siempre que la vivimos desde esa conexión profunda con quienes somos. Comer, hablar, trabajar, descansar, jugar… todo es eucaristía, porque todo es expresión de la Unidad que se despliega.

El autor del cuarto evangelio insiste reiteradamente en comer la carne, como fuente de vida: “El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come, vivirá por mí”.

Tal insistencia no hay que leerla, evidentemente, de un modo literal (como propuesta de una especie de “canibalismo sagrado”), sino como la invitación a reconocernos no-separados de Jesús. Consciente de estar viviendo por (desde) el Padre –desde la Fuente última de lo Real-, Jesús quiere hacernos ver que somos todos quienes compartimos esa misma realidad.

Es lo que quiere expresar esta perla del sufismo:

Llamé a la puerta.
Y me preguntaron: ¿quién es?
Contesté: soy yo.
La puerta no se abrió.
Llamé de nuevo a la puerta.
Otra vez la misma pregunta: ¿quién es?
Contesté: soy yo.
Y la puerta no se abrió.
Otra vez llamé.
Y de nuevo me preguntaron: ¿quién es?
Contesté: soy tú.
Y la puerta se abrió

                      (Tomado de Joan GARRIGA BACARDÍ, Vivir en el alma. Amar lo que es, amar lo que somos y amar a los que son,
Rigden Institut Gestalt, Barcelona 2011, p.55).

Enrique Martinez Lozano

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